Fue entonces cuando Anselmo los vio pasar envueltos en la polvareda.
Contó los muertos y los heridos y reconoció el arma automática del Sordo. No sabía lo que guardaba el bulto envuelto en la manta, que golpeaba contra los flancos del caballo, siguiendo el movimiento de los estribos; pero cuando a su regreso atravesó a oscuras la colina donde el Sordo se había batido, supo en seguida lo que llevaba aquel enorme bulto. No podía reconocer en la oscuridad a los que estaban en la colina, pero contó los cuerpos y atravesó luego los montes para dirigirse al campamento de Pablo.
Caminando a solas en la oscuridad, con un miedo que helaba el corazón, causado por la vista de los cráteres abiertos por las bombas, y por todo lo que había encontrado en la colina, apartó de su mente toda idea que se relacionase con la aventura del día siguiente. Comenzó, pues, a caminar todo lo de prisa que podía, para llevar la noticia. Y, caminando, rogó por el alma del Sordo y por todos los de su cuadrilla. Era la primera vez que rezaba desde el comienzo del Movimiento.
«Dulce, piadosa, clemente Virgen María…»
Pero al fin tuvo que pensar en el día siguiente, y entonces se dijo: «Haré exactamente lo que el inglés me diga que haga y como él me diga que lo haga. Pero que esté junto a él, Dios mío, y que sus órdenes sean claras; porque no sé si lograré dominarme con el bombardeo de los aviones. Ayúdame, Dios mío, ayúdame mañana a conducirme como un hombre tiene que conducirse en su última hora. Ayúdame, Dios mío, a comprender claramente lo que habrá que hacer. Ayúdame, Dios mío, a dominar mis piernas, para que no me ponga a correr cuando llegue el mal momento. Ayúdame, Dios mío, a conducirme como un hombre mañana en el combate.
Puesto que te pido que me ayudes, ayúdame, te lo ruego porque sabes que no te lo pediría si no fuera un asunto grave y que nunca más volveré a pedirte nada.»
Andando a solas en la oscuridad, se sintió mucho mejor después de haber rezado y estuvo seguro de que iba a comportarse dignamente.
Mientras descendía de las tierras altas volvió a rogar por las gentes del Sordo y en seguida llegó al puesto superior donde Fernando le detuvo.
- Soy yo, Anselmo -le dijo.
- ¡Hola! -dijo Fernando.
- ¿Sabes lo del Sordo? -preguntó Anselmo, parados ambos a la entrada de las rocas, en medio de la oscuridad.
- ¿Cómo no? -dijo Fernando-. Pablo nos lo ha contado todo.
- ¿Estuvo allí?
- ¿Cómo no? -volvió a decir Fernando-. Estuvo en la colina tan pronto como la caballería se alejó.
- ¿Y os ha contado…?
- Nos lo ha contado todo -contestó Fernando-. ¡Qué bárbaros! ¡Esos fascistas! Hay que limpiar a España de esos bárbaros.
Se detuvo y añadió con amargura:
- Les falta todo sentido de la dignidad.
Anselmo sonrió en la oscuridad. No había imaginado una hora antes que volviera nunca a sonreír. «Este Fernando es una maravilla», pensó.
- Sí -dijo a Fernando-; habrá que enseñarlos. Habrá que quitarles sus aviones, sus armas automáticas, sus tanques, su artillería y enseñarles lo que es la dignidad.
- Justamente -dijo Fernando-. Me alegro de que seas del mismo parecer.
Y Anselmo le dejó allí, a solas con su dignidad, y siguió bajando hacia la cueva.
Capítulo veintinueve
Anselmo encontró a Robert Jordan en la cueva, sentado a la mesa frente de Pablo. Había un cuenco de vino entre los dos y una taza llena delante de cada uno. Robert Jordan había sacado su cuaderno de notas y tenía un lápiz en la mano. Pilar y María estaban al fondo, lejos del alcance de la vista. Anselmo no podía saber que tenían a la muchacha apartada para que no oyese la conversación y le pareció extraño que Pilar no estuviera sentada a la mesa.
Robert Jordan levantó los ojos cuando Anselmo entró, echando a un lado la manta suspendida ante la entrada. Pablo clavó la mirada en la mesa; parecía absorto mirando el cuenco del vino, pero no lo veía.
- Vengo de allá arriba -dijo Anselmo a Robert Jordan.
- Pablo nos lo ha contado todo -dijo Robert.
- Había seis muertos en la colina y les han cortado la cabeza -dijo Anselmo-. Cuando pasé por allí era noche oscura.
Jordan asintió. Pablo seguía sentado, con la mirada fija en el cuenco de vino, y no decía nada. No había ninguna expresión en su rostro y sus ojillos de cerdo miraban la vasija como si no hubiesen visto en su vida nada semejante.
- Siéntate -dijo Robert Jordan a Anselmo.
El viejo se sentó en uno de los taburetes de cuero y Robert Jordan se inclinó para alcanzar de debajo de la mesa el frasco de whisky regalo del Sordo. Estaba todavía medio lleno. Robert Jordan cogió una taza de encima de la mesa y la llenó de whisky, empujándosela luego a Anselmo.
- Bébete eso, hombre -dijo.
Pablo apartó sus ojos de la vasija para mirar a Anselmo mientras éste bebía. Luego se puso otra vez a contemplar al cuenco.
Al tragar el whisky, Anselmo sintió una quemazón en la nariz, en los ojos y en la boca, y luego un calorcillo agradable y reconfortante en el estómago. Se secó la boca con el dorso de la mano. Después miró a Robert Jordan y dijo:
- ¿Podría tomar otra?
- ¿Cómo no? -dijo Jordan, llenando de nuevo la taza y tendiéndosela en vez de empujarla.
Esta vez la bebida no le quemó, y la impresión de calor agradable fue más intensa. Era tan bueno como una inyección salina para un hombre que acaba de tener una gran hemorragia.
El viejo miró de nuevo la botella.
- Lo que queda, para mañana -dijo Robert Jordan-. ¿Qué ha pasado en la carretera, viejo?
- Mucho movimiento -contestó Anselmo-. Lo he apuntado todo como tú me enseñaste. He dejado en mi puesto a uno que está vigilando y que apunta todas las cosas ahora. Dentro de poco iré a recoger su informe.
- ¿Has visto cañones antitanques? Son esos que tienen ruedas de goma y un cañón muy largo.
- Sí -dijo Anselmo-; han pasado cuatro. En cada camión había un cañón de los que tú dices, cubierto por ramas de pino. En los camiones había seis hombres al cuidado de cada cañón.
- ¿Cuatro cañones has dicho? -le preguntó Robert Jordan.
- Cuatro -contestó Anselmo. No tenía necesidad de consultar sus notas.