Quizá quieran atraer algunas tropas, para sacarlas de otro punto. Quizá quieran atraer a los aviones que están en el Norte. Quizá sí y quizá no. ¿Qué sé yo? Este es mi informe para Golz. En todo caso, yo no tengo que volar el puente hasta que comience el ataque. Mis órdenes son claras, y si el ataque se anula, no tendré que volar nada. Pero tengo que reservar aquí un mínimo de gente indispensable para cumplir las órdenes.»
- ¿Qué estabas diciendo? -preguntó a Pablo.
- Que tengo confianza, inglés. -Pablo seguía hablando a la vasija del vino.
«Hombre, ya quisiera yo tener esa confianza», pensó Robert Jordan, y siguió escribiendo.
Capítulo treinta
De manera que se había hecho todo lo que había que hacer, al menos por el momento. Todas las órdenes estaban dadas. Cada cual sabía con certidumbre su misión a la mañana siguiente. Andrés había salido tres horas antes. De manera que aquello sucedería al rayar el alba, o no sucedería.
«Creo que sucederá -se dijo Robert Jordan mientras descendía del puesto más elevado, adonde había ido a hablar con Primitivo-. Golz organiza el ataque, pero no tiene poder para contenerlo. El permiso para contenerlo tiene que llegar de Madrid. Lo más seguro es que no logren despertar a nadie allí y que, si se despierta alguien, tendrá demasiado sueño para ponerse a pensar. Hubiera debido avisar a Golz antes de que todos los preparativos hubiesen sido hechos para el ataque; pero ¿cómo poner en guardia a nadie contra una cosa que no ha ocurrido? No han comenzado a mover el material hasta el anochecer. No querían que sus maniobras fuesen vistas en la carretera desde los aviones. Pero ¿y en lo tocante a sus aviones? ¿Por qué tantos aviones fascistas?
»Seguramente nuestra gente se ha puesto en guardia viendo los aviones. Pero quizá los fascistas traten de ocultar con esto otra ofensiva más allá de Guadalajara. Se dice que había concentraciones de tropas italianas en Soria y Sigüenza, aparte de las que estaban operando en el Norte. No tienen bastantes hombres ni material para desencadenar dos grandes ofensivas al mismo tiempo. Eso es imposible; por tanto, tiene que ser una baladronada. Pero sabemos también las muchas tropas que han desembarcado los italianos estos últimos meses en Cádiz. Es posible que intenten de nuevo el ataque a Guadalajara, aunque no tan estúpidamente como la primera vez; sino en tres columnas, que se irían ensanchando y avanzando a lo largo de la vía del ferrocarril hacia la parte occidental de la meseta.»
Había un modo de lograrlo a la perfección. Hans se lo había explicado. Cometieron muchos errores la primera vez. Todo el planeamiento era absurdo. No habían empleado en la ofensiva de Arganda contra la carretera de Madrid a Valencia las tropas de que se habían servido en la ofensiva de Guadalajara. ¿Por qué no habían desencadenado simultáneamente esas dos ofensivas? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Se sabrá algún día por qué?
«Sin embargo, nosotros los detuvimos las dos veces con las mismas tropas. No hubiéramos podido detenerlos si hubiesen desencadenado al mismo tiempo los dos ataques. No hay que preocuparse, ha habido otros milagros. O tendrás que volar mañana el puente o no tendrás que hacerlo volar. Pero no trates de persuadirte de que no será necesario. Lo volarán un día u otro. Y si no es este puente, será otro puente. No eres tú quien decide. Tú cumples órdenes. Obedécelas y no pienses demasiado en lo que hay detrás de ellas. Las órdenes sobre esto son muy claras. Demasiado claras. Pero no hay que preocuparse ni tener miedo; porque si te permites el lujo de tener miedo, aunque sea un miedo normal, puedes contagiárselo a los que tienen que trabajar contigo. Ese asunto de las cabezas ha sido algo, de todas maneras. Y el viejo tuvo que tropezar con ello en la colina, cuando andaba a solas… ¿Te hubiera gustado a ti tropezar con eso? Te ha impresionado, ¿no? Sí, te ha impresionado, Jordan. Más de una vez te has impresionado en el día de hoy. Pero te has portado bien. Hasta ahora, te has portado muy bien.
»Te has portado muy bien, para ser sólo un profesor de español en la Universidad de Montana -pensó, tomándose el pelo a sí mismo-. Te has portado bien para ser un profesor. Pero no vayas a figurarte que eres un personaje extraordinario. No has llegado muy lejos por este camino. Piensa simplemente en Durán, que no había recibido nunca instrucción militar, que era un compositor, un niño bonito antes del Movimiento y ahora es un general de brigada rematadamente bueno. Para Durán ha sido todo tan sencillo y tan fácil de aprender como el ajedrez para un niño prodigio. Tú estás estudiando el arte de la guerra desde tu infancia, desde que tu abuelo empezó a contarte la guerra civil norteamericana. Salvo que tu abuelo la llamaba siempre "la guerra de rebelión". Pero al lado de Durán eres como un buen jugador de ajedrez, un jugador muy sensato y de buena escuela frente a un niño prodigio. El amigo Durán. Sería bueno volverle a ver. Le vería en el Gaylord, cuando esta guerra termine. Sí, cuando termine esta guerra.» ¿No era verdad que se estaba portando bien?
«Le veré en el Gaylord -se dijo de nuevo- cuando todo esto haya terminado. No te engañes. Te portas perfectamente. En frío. No trates de engañarte. No volverás a ver nunca a Durán, y la cosa no tiene importancia. No lo tomes tampoco así. No te permitas tampoco esos lujos. Nada de resignación heroica. No hacen falta en estas montañas ciudadanos provistos de resignación heroica. Tu abuelo se batió durante cuatro años, en nuestra guerra civil, y tú apenas si estás ahora al fin del primer año. Tienes aún mucho camino que andar y estás dotado para hacer este trabajo. Y ahora tienes también a María. En fin, lo tienes todo. No debieras preocuparte. ¿Qué importancia tiene una pequeña escaramuza entre una banda de guerrilleros y un escuadrón de caballería? Ninguna. Aunque corten cabezas. ¿Es que eso cambia de algún modo las cosas? Nada en absoluto. Los indios arrancaban el cuero cabelludo todavía cuando tu abuelo estaba en Fort Kearny, despues de la guerra. ¿Te acuerdas del armario, en el despacho de tu padre, con las puntas de flechas en uno de los estantes y los tocados de guerra pendientes del muro, con las plumas de águila y el olor a cuero ahumado de las polainas y los chaquetones de piel de ante y el tacto de los mocasines bordados? ¿Te acuerdas del gran arco en un rincón del armario y de los dos carcajes de flechas de caza y guerra y de la impresión que te producía el paquete de flechas cuando pasabas la mano sobre él?
»Acuérdate de cosas de ese estilo. Acuérdate de algo concreto, práctico; acuérdate del sable de tu abuelo, brillante y bien engrasado en su estuche abollado, y del abuelo, enseñándote cómo la hoja se había adelgazado a fuerza de haber sido afilada muchas veces. Acuérdate de la «Smith and Wesson» del abuelo. Era una pistola de ordenanza, de un solo disparo, del calibre 7'65 y no tenía guarda del gatillo. El juego del gatillo era lo más suave y fácil que has probado nunca y la pistola estaba siempre bien engrasada y limpia, aunque el repujado se había ido borrando por el uso, y el metal oscuro de la culata y del cañón estaban suavizados por el roce de cuero del estuche. La pistola estaba en un estuche que tenía las iniciales U. S. sobre la solapa y se guardaba en un cajón con los utensilios de limpieza y doscientos cartuchos. Las cajas de cartón de los cartuchos estaban envueltas cuidadosamente y atadas con hilo encerado. Podías sacar la pistola del cajón y tenerla en las manos. "Tenla en las manos todo lo que quieras", solía decir el abuelo. "Pero no puedes jugar con ella porque es una arma seria."