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»Un día preguntaste al abuelo si había matado a alguien con ella, y el abuelo respondió: "Sí." Entonces, tú dijiste: "¿Cuándo fue eso, abuelo?" Y él dijo: "Durante la guerra de rebelión", y después tu dijiste: "Cuéntamelo, abuelo". Y él dijo: "No tengo ganas de hablar de eso, Robert." Y luego, tu padre se mató con esa pistola, y te sacaron del colegio para asistir a sus funerales. Y el forense te dio la pistola después de las investigaciones judiciales, diciendo: "Bob, supongo que acaso quieras conservar esta arma. Debería guardarla, pero sé que tu papá la tenía en gran estima, porque su papá la había llevado durante toda la guerra y la trajo por aquí cuando vino con la caballería, y sigue siendo una arma muy buena. La he probado esta tarde. La bala no hace ya mucho daño, pero aún se puede dar en el blanco con ella".»

Había vuelto a poner la pistola en su sitio, en el cajón, pero al día siguiente la sacó y se fue a caballo con Chub hasta lo alto de la montaña, por encima de Red Lodge; allí, en donde después se ha construido una carretera a través del puerto y de la llanura del Diente del Oso. El viento es allí delgado y cortante y hay nieve en las cumbres durante todo el verano… Se habían detenido cerca del lago que dicen que tiene doscientos cincuenta metros de profundidad, un lago verdeoscuro, y Chub había cuidado de los caballos mientras Robert había subido a un peñasco y se había inclinado, para contemplar su rostro en el agua inmóvil. Se había visto con la pistola en la mano y luego la había sostenido un rato, manteniéndola sujeta del cañón, y por fin la había soltado y la había visto hundirse en el agua, levantando burbujas en la clara superficie, hasta que sólo fue como un dije de reloj y hasta que desapareció después. En seguida se bajó del peñasco y saltando sobre la silla, dio tal espolazo a la vieja Bess, que la yegua se encabritó de golpe como un caballito de cartón. La obligó a ir por el borde del lago y cuando la yegua se puso otra vez razonable, volvieron a tomar el sendero. «Yo sé por qué has hecho eso con la vieja pistola, Bob», dijo Chub. «Bueno, entonces no tendremos que volver a hablar de ello», le contestó él.

No volvieron a hablar jamás, y ése fue el final de las armas del abuelo, a excepción del sable… Tenía aún el sable en un baúl, en Missoula, con el resto de sus cosas.

«Me pregunto qué hubiera pensado el abuelo de esta situación -se dijo-. El abuelo era un soldado condenadamente bueno. Todo el mundo lo decía. Se aseguraba que, de haber estado con Custer, no le hubiera consentido dejarse atrapar. ¿Cómo no vio la humareda ni el polvo de todas aquellas cabañas a lo largo de Little Big Horn, a no ser que hubiera una espesa niebla matinal? Pero no hubo niebla alguna aquella mañana. Me gustaría que el abuelo estuviese aquí, en mi lugar. En fin, quizás estemos juntos mañana por la noche. Si existe realmente una condenada tontería como el más allá, que estoy seguro de que no existe, me causaría verdadero placer hablar con él. Porque tengo un montón de cosas que quisiera preguntarle. Tengo derecho a hacerle preguntas, ahora que yo he hecho también esas cosas. No creo que le desagradase que le hiciera esas preguntas. Antes no tenía derecho a preguntarle. Comprendo que no me contase nada porque no me conocía. Pero ahora creo que nos entenderíamos muy bien. Me gustaría poderle hablar ahora y pedirle consejo. Diablo, aunque no me aconsejara, me gustaría hablar con él. Sencillamente. Es una lástima que haya un lapso de tiempo tan grande entre dos tipos como él y yo.»

Luego siguió meditando y se dio cuenta de que si hubiera encuentros en el más allá, su abuelo y él se verían muy confusos por la presencia de su padre.

«Todo el mundo tiene derecho a hacer lo que hace -pensó-, pero aquello no estuvo bien. Lo comprendo, pero no lo apruebo. Lache, ésa es la palabra. Pero ¿lo comprendes realmente? Por supuesto, lo comprendo, pero… Sí, pero… Hay que hallarse terriblemente replegado sobre uno mismo para hacer una cosa como ésa. Diablo, quisiera que mi abuelo estuviese aquí. Aunque sólo fuese por una hora. Quizá me haya transmitido lo poco que yo he logrado averiguar por medio de ese otro que hizo tan mal uso de la pistola. Quizá fuera la única comunicación que hayamos tenido. Pero, diablo, sí, diablo, siento que nos separen tantos años; porque me hubiera gustado que me enseñara lo que el otro no me enseñó jamás. Pero ¿y si el miedo que el abuelo debió de sentir y de tratar de dominar, el miedo del que no pudo deshacerse más que al cabo de cuatro años o más de combates contra los indios, aunque, en el fondo, no debió de sentir realmente mucho miedo, si ese miedo hubiera hecho del otro un cobarde, como sucede casi siempre con la segunda generación de los toreros? ¿Y si hubiera sido eso? ¿Y si la buena savia no hubiese rebrotado con fuerza más que pasando por aquel otro? No olvidaré lo mal que me sentí cuando supe por primera vez que mi padre era un cobarde. Vamos, dilo en inglés. Coward. Es más fácil cuando se ha dicho, y no sirve de nada hablar de un hijo de mala madre en lengua extranjera. Pero no era un hijo de mala madre; era un cobarde, simplemente, y eso es la peor desgracia que puede sucederle a un hombre. Porque, de no haber sido cobarde, se hubiera enfrentado con aquella mujer y no se hubiera dejado dominar por ella. Me pregunto cómo hubiera sido de casarse con otra mujer. Bueno, eso no lo sabrás nunca -se dijo, sonriendo-; quizás el espíritu autoritario de ella aportó lo que a él le hacía falta. Y por lo que a ti se refiere, tómalo con calma. No te pongas a hablar de la buena savia ni de todo lo demás antes de que pase mañana. No te felicites demasiado pronto. Y no te felicites de ninguna manera. Ya se verá mañana qué clase de savia tienes tú.»

Después se puso a pensar otra vez en su abuelo. «George Custer no era un comandante de caballería inteligente, Robert -había dicho su abuelo-. No era siquiera un hombre inteligente.»

Recordaba que cuando su abuelo dijo aquello se asombró de que pudiera criticarse a aquel personaje de chaqueta de piel de ante, que aparecía de pie, sobre un fondo de montaña, con los rubios rizos al viento, el revólver de servicio en la mano, rodeado de sioux, tal y como le representaba la vieja litografía de Anheuser-Busch, colgada del muro de la piscina de Red Lodge.

«Sólo tenía una gran habilidad para meterse en embrollos y para salir de ellos -había proseguido su abuelo-. Pero en Little Big Horn no pudo salir.»

«Phil Sheridan era hombre inteligente y Jeb Stuart también. Pero John Mosby fue el mejor jefe de caballería que haya existido nunca.»

Robert Jordan guardaba entre sus cosas, en el baúl de Missoula, una carta del general Phil Sheridan al viejo Kilpatrick, Killy el Caballo, en la que se decía que su abuelo era mejor jefe de caballería irregular que John Mosby.

«Debí contárselo a Golz -pensó-. Pero seguramente no ha oído hablar nunca de mi abuelo. Quizá no haya oído hablar tampoco de John Mosby. Los ingleses los conocen a todos ellos porque han tenido que estudiar nuestra guerra civil más a fondo que las gentes del continente. Karkov decía que después de la guerra yo podría ir al Instituto Lenin, de Moscú, si quería. Decía que podría ir a la Escuela Militar del Ejército Rojo, si quería. Me pregunto qué hubiera pensado de eso mi abuelo. Mi abuelo, que ni siquiera quiso en su vida sentarse a la misma mesa que un demócrata. No, yo no quiero ser soldado. De ello estoy seguro. Solamente quiero que se gane esta guerra. Me figuro que los buenos soldados no sirven para ninguna otra cosa. Pero eso no es cierto. Piensa en Napoleón y en Wellington. Estás un poco estúpido esta noche.»