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- Yo preferiría que nos quedásemos en el hotel y mandásemos a comprar la ropa. ¿Dónde está el hotel?

- En la Plaza del Callao. Estaremos mucho en nuestro cuarto del hotel. Hay una cama grande con sábanas limpias y en el baño agua caliente. Y hay dos roperos empotrados en la pared. Y yo pondré mis cosas en uno y tú te quedarás con el otro. Y hay ventanas altas y anchas, que dan a la calle, y fuera, en la calle, está la primavera. También conozco sitios; en los que se come bien, que son ilegales, pero buenos, y sé de algunas tiendas en las que aún se puede encontrar vino y whisky. Y en el cuarto guardaremos provisiones para cuando tengamos hambre; tendremos una botella de whisky para mí y a ti te compraré una botella de manzanilla.

- Me gustaría probar el whisky.

- Pero como es muy difícil de conseguir y a ti te gusta la manzanilla…

- Guárdate tu whisky, Roberto -dijo ella-. De veras, te quiero mucho. A ti y a tu whisky, que no tengo derecho a probar. ¡Vaya cochino que estás hecho!

- Bueno, lo probarás. Pero no es bueno para las mujeres.

- Y como yo he tenido solamente cosas que eran buenas para mujeres… -replicó María-. Bueno, y en esa cama, ¿llevaré siempre mi camisón de boda?

- No. Te compraré camisones nuevos y también pijamas, si tú los prefieres.

- Me compraré siete camisones -dijo ella-; uno para cada día de la semana, y a ti te compraré una camisa de boda, una camisa limpia. ¿No llevas nunca la tuya?

- Algunas veces.

- Yo lo tendré todo muy limpio y te serviré whisky con agua, como lo tomabas en el campamento del Sordo. Tendré guardadas aceitunas y bacalao y avellanas, para que comas mientras bebes; y estaremos un mes en ese cuarto sin salir de él. Si es que puedo recibirte -dijo, sintiéndose repentinamente desgraciada.

- Eso no es nada -insistió Robert Jordan-; de verdad, no es nada. Es posible que te quedaras lastimada y ahora tengas una cicatriz que te sigue doliendo. Lo más seguro es que sea eso. Pero esas cosas se pasan. Y además, si fuera algo importante, hay médicos muy buenos en Madrid.

- Pero iba todo tan bien… -dijo ella, en son de excusa.

- Eso es la prueba de que todo irá bien de nuevo.

- Entonces, hablemos de Madrid. -Se acurrucó metiendo sus piernas debajo de las de Robert Jordan y restregó la cabeza contra su espalda.- Pero ¿no crees que voy a resultar muy fea con esta cabeza rapada y vas a tener vergüenza de mí?

- No. Eres muy bonita. Tienes una cara muy bonita y un cuerpo muy hermoso, esbelto y ligero, y tu piel es suave, y del color del oro bruñido, y muchos van a intentar separarte de mí.

- ¡Qué va, separarme de ti! -dijo ella-. Ningún hombre me tocará hasta mi muerte. Separarme de ti, ¡qué va!

- Pues habrá muchos que lo intentarán; ya lo verás.

- Entonces ya verán ellos que te quiero tanto que sería tan peligroso tocarme como meter las manos en un cubo de plomo derretido. Pero, y tú, cuando veas mujeres bonitas que tengan tanta cultura como tú, ¿no sentirás vergüenza de mí?

- Nunca. Y me casaré contigo:

- Si tú lo-quieres -dijo ella-; pero, puesto que no hay ya iglesia, creo que eso no tiene importancia.

- Me gustaría que nos casáramos.

- Si tú lo quieres así… Pero, oye, si vamos alguna vez a otro país en donde haya iglesia, quizá podamos casarnos allí.

- En mi país hay todavía iglesia -dijo él-. Podríamos casarnos allí, si eso significa algo para ti. Yo no me he casado nunca. Así es que no hay problema.

- Me alegro de que no te hayas casado -dijo ella-; pero también me alegro de que conozcas esas cosas de que me has hablado, porque eso prueba que has estado con muchas mujeres, y Pilar dice que los hombres así son los únicos que sirven como maridos. Pero ¿no irás luego con otras mujeres? Porque eso me mataría.

- Nunca he andado con muchas mujeres -dijo él, sinceramente-. Antes de conocerte a ti no creía que fuese capaz de querer tanto a ninguna.

Ella le acarició las mejillas y luego cruzó las manos detrás de su nuca.

- Has debido de conocer a muchas.

- Pero no he querido a ninguna.

- Oye, me ha dicho Pilar que…

- Dime.

- No. Vale más que no te lo diga. Hablemos de Madrid.

- ¿Qué es lo que ibas a decir?

- No tengo ganas de decirlo.

- Es mejor que lo digas si es algo importante.

- ¿Crees que es importante?

- Sí.

- Pero ¿cómo sabes que es importante, si no sabes de qué se trata?

- Por la manera como lo has dicho.

- Bueno, entonces, te lo diré. Me ha dicho Pilar que mañana vamos a morir todos, y que tú lo sabes tan bien como ella; pero que no le das ninguna importancia. No es por criticarte por lo que me ha dicho eso, sino como admirándote.

- ¿Ha dicho eso? -preguntó él. «¡Qué vieja loca!», penso, y luego siguió hablando en voz alta-: Eso son estupideces gitanas. Buenas para las viejas del mercado y los cobardes de café. Son tonterías -sentía cómo el sudor le iba cayendo por debajo de las axilas corriéndole por los brazos y los costados y se dijo: «Tienes miedo, ¿eh?» Y añadió en voz alta-: Es una vieja loca supersticiosa. Sigamos hablando de Madrid.

- Entonces, ¿no es cierto que tú lo sepas?

- Claro que no. No digas semejantes tonterías -replicó, usando de una palabra mucho más gorda para expresarse.

Pero, por mucho que intentase hablar de Madrid no conseguía engañarse de nuevo. Mentía abiertamente a la muchacha y se mentía a sí mismo con el único propósito de pasar la noche de antes de la batalla lo menos desagradablemente posible, y lo sabía. Le gustaba hacerlo; pero la voluptuosidad de la aceptación se había esfumado. Sin embargo, volvió a empezar.

- He estado pensando en tus cabellos -dijo-. Y en lo que podría hacerse con ellos. Como ves, ahora crecen iguales, como la piel de un animal; es muy agradable tocarlos y me gustan mucho. Son muy bonitos tus cabellos, se aplastan bajo la mano y vuelven a erguirse como los trigales al viento.

- Pásame la mano por encima.

El hizo lo que le pedía; luego dejó la mano apoyada en su cabeza y siguió hablando con la boca pegada a la garganta de la muchacha; sentía que se le iba haciendo un nudo en la suya.

- Pero en Madrid podríamos ir juntos al peluquero, y te lo cortaría de una manera hábil, sobre las orejas y la nuca, como los míos, y quedarían mejor para la ciudad, hasta que volvieran a crecer.

- Quisiera parecerme a ti -dijo ella, apretándose contra él-. Y no quisiera cambiar jamás.