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»Y me golpeó una y otra vez con las trenzas que habían sido mías y luego me las metió en la boca y me las ató al cuello, anudándomelas en la nuca como si fuera una mordaza, mientras los que me estaban sujetando se reían. Y también se reían todos los demás; y cuando los vi reírse por el espejo comencé a llorar; porque hasta entonces me había quedado demasiado helada por el fusilamiento y no podía llorar.

»Luego, el que me había amordazado, me pasó una máquina de afeitar por la cabeza, primero desde la frente hasta la nuca y después de oreja a oreja, y por toda la cabeza. Y me mantenían sujeta, de tal modo que no había más remedio que verme en el espejo del barbero mientras me hacían eso, y aun cuando lo veía no podía creerlo, y lloraba y lloraba sin apartar los ojos del espejo, en donde se reflejaba mi cara horrorizada, con la boca abierta, amordazada con las trenzas, mientras mi cabeza iba saliendo rapada de la maquinilla. Y cuando el que había estado rapándome concluyó, sacó una botellita de yodo de uno de los estantes de la barbería (al barbero ya le habían matado porque pertenecía al sindicato y su cadáver estaba tirado a la puerta de la barbería y tuvieron que levantarme para pasar por encima), y con la varilla de cristal que traen las botellas de yodo, me pintó la oreja en el lugar en donde me había hecho el tajo, y, a pesar de mi pena y del dolor que sentía, noté la quemazón del yodo.

»Después dio media vuelta, se detuvo frente a mí y, usando siempre la misma varilla, me escribió con yodo en la frente las letras U. H. P. trazándolas lenta y cuidadosamente, como si fuera un artista. Y yo ya no lloraba, porque mi corazón se había helado, pensando en mi padre y en mi madre, y veía que lo que me estaba pasando no era nada comparado con aquello.

»Cuando terminó de dibujarme las letras en la frente, el falangista retrocedió dos pasos, para contemplar su obra, y volvió a dejar la botella de yodo donde estaba, y empuñando la máquina de cortar el pelo, gritó: "La siguiente". Y me sacaron de la barbería, llevándome sujeta de los brazos, y al salir tropecé con el cadáver del barbero, que aún seguía tirado en el portal, de espaldas, con la cara grisácea vuelta al cielo. Y casi me di de narices con Concepción García, mi mejor amiga, a la que llevaban entre dos hombres; y al pronto no me reconoció, pero al darse cuenta de que era yo, comenzó a gritar y pude oír sus chillidos todo el tiempo que me estuvieron paseando por la plaza y mientras me hacían subir la escalera del Ayuntamiento, hasta llegar al despacho de mi padre, en donde me tumbaron sobre el diván. Y fue allí donde me hicieron las cosas malas.

- Conejito mío -dijo Robert Jordan, estrechándola con toda la delicadeza que pudo, aunque estaba por dentro saturado de todo el odio de que era capaz-. No me cuentes más, porque no puedo aguantar el odio que siento.

Ella se había quedado rígida y fría en sus brazos.

- No, nunca te hablaré ya de estas cosas. Pero son gentes malas y me gustaría ayudarte a matar a unos cuantos, si pudiera. Te he contado eso únicamente por respeto a tu amor propio, ya que he de ser tu mujer, y para que puedas comprenderlo.

- Has hecho bien en contármelo -dijo él-; porque mañana, si tenemos suerte, mataremos a muchos.

- Pero ¿mataremos falangistas? Ellos fueron los que lo hicieron.

- Esos no pelean -replicó él sombríamente-. Matan en la retaguardia. No son ésos los que encontramos en las batallas.

- Pero, ¿no podríamos matar a algunos de ellos de alguna manera? Me gustaría mucho matar a algunos.

- Yo he matado ya a algunos -dijo él-; y volveré a matar a algunos más. En el asalto de los trenes hemos matado a varios.

- Me gustaría ir contigo a atacar un tren -dijo María-. Cuando atacaron el tren, que fue cuando Pilar pudo rescatarme, yo estaba medio loca. ¿No te han contado cómo estaba?

- Sí. Pero no hables más de eso.

- Tenía la cabeza como embotada y no hacía más que llorar. Pero hay otra cosa que tengo que decirte. Es menester. Puede que, si te la cuento, no quieras casarte conmigo; pero, Roberto, si no quieres casarte conmigo, ¿no podríamos, de todas formas, seguir viviendo juntos?

- Me casaré contigo.

- No. Había olvidado eso. Quizá no debas casarte conmigo. Quizá no pueda yo tener nunca un hijo ni una hija; porque Pilar dice que con todas las cosas que me pasaron, con las cosas que me hicieron, yo debiera haberlo tenido. Tenía que decirte esto. ¡Oh, no sé cómo he podido olvidarlo!

- Eso no tiene ninguna importancia, conejito. Primero porque puede no ser así. Eso únicamente puede saberlo un médico. Y luego, yo no tengo el menor interés en traer un hijo o una hija a este mundo, tal como está ahora. Y además, todo mi cariño es para ti.

- Me gustaría tener un hijo o una hija de ti -dijo ella-, y, por otra parte, ¿cómo iba a mejorar el mundo si no hay hijos nuestros, de todos los que luchamos contra los fascistas?

- Tú -dijo él-, yo te quiero a ti; ¿has comprendido? Y ahora, vamos a dormir, conejito; porque tengo que levantarme mucho antes de que amanezca, y en este mes amanece muy temprano.

- Entonces, ¿no hay inconveniente respecto a lo último que te he dicho? ¿Podremos casarnos a pesar de todo?

- Estamos ya casados. Me caso contigo ahora mismo. Tú eres mi mujer. Pero duérmete ahora, conejito, porque nos queda muy poco tiempo.

- ¿Y estaremos realmente casados? ¿No será sólo hablar y hablar?

- De verdad.

- Entonces me dormiré y volveré a pensar en ello si me despierto.

- Yo también.

- Buenas noches, marido mío.

- Buenas noches, mujercita mía.

Oyó que su respiración se hacía más firme y regular y se dio cuenta de que se había dormido; se quedó despierto, sin moverse, para no despertarla. Pensó en todo lo que ella no le había contado y permaneció allí, sintiendo revivir su odio y dichoso ante la idea de que al día siguiente mataría.

«No obstante, no tengo que hacer de eso una cuestión personal. Pero ¿cómo impedirlo? Sé que nosotros también hemos hecho cosas atroces. Pero fue porque nosotros éramos gentes ineducadas y no sabíamos hacerlo mejor. Ellos lo hicieron deliberadamente. Los que así obraron son el último retoño de lo que su educación ha producido. Son la flor y nata de la caballerosidad española. ¡Qué gentes han sido! ¡Qué hijos de mala madre, desde Cortés, Pizarro, Menéndez de Avilés hasta Enrique Lister y Pablo! ¡Y qué gente tan maravillosa! No hay nada mejor ni peor en el mundo. No hay gente más amable ni gente más cruel. ¿Y quién sería capaz de comprenderlos? Yo, no; porque si los comprendiera se lo perdonaría todo. Comprender es perdonar. Esto no es verdad. Se ha exagerado la idea del perdón. El perdón es una idea cristiana, y España no ha sido nunca un país cristiano. Ha tenido siempre una idea especial y su idolatría particular dentro de la Iglesia. Otra Virgen más. Supongo que fue por eso por lo que tuvieron que destruir las vírgenes de sus enemigos. Seguramente, este sentimiento era más profundo en ellos, en los fanáticos religiosos españoles, que entre la gente del pueblo. La gente del pueblo se apartó de la Iglesia porque la Iglesia era el Gobierno y el Gobierno ha sido siempre algo podrido en este país. Este fue el único país adonde no llegó nunca la Reforma. Está pagando ahora la Inquisición, y es justo.»