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Bueno, aquello era algo como para pensar un rato. Algo como para impedir al espíritu que se preocupase demasiado por su trabajo. Y en todo caso era más sano que pretender engañarse. ¡Cómo lo había pretendido aquella noche! Y Pilar estuvo queriendo hacer lo mismo todo el día. Seguro. ¿Y si morían al día siguiente? ¿Qué importaba, mientras el puente volase como era debido?

Eso era todo lo que tenían que hacer al día siguiente.

Morir no tenía ninguna importancia. No se puede hacer indefinidamente esa clase de trabajo. No se está destinado a vivir indefinidamente. «Quizás haya tenido toda una vida en tres días -pensó-. Si eso es así, hubiera preferido pasar esta última noche de una manera distinta. Pero las últimas noches nunca son buenas. No son nunca buenas las últimas nadas. Sí, las últimas palabras son buenas a veces. ¡Viva mi marido, que es el alcalde de este pueblo! Aquello sí que fue bueno.»

Sabía que había sido bueno, porque al repetirlo sentía un escalofrío por todo el cuerpo. Se inclinó para besar a María, que no se despertó. Muy quedamente, le dijo en inglés: «Me gustaría casarme contigo, conejito. Y estoy muy orgulloso de tu familia.»

Capítulo treinta y dos

Aquella noche, en Madrid, había mucha gente en el Hotel Gaylord. Un coche, con los faros pintados con una lechada de cal azulosa, entró por la puerta cochera y un hombrecillo con botas negras de montar, pantalones grises y chaqueta del mismo color, abrochada hasta el cuello, salió del coche, hizo un saludo a los dos centinelas, y luego con la cabeza al hombre de la policía secreta, que estaba sentado ante la mesa del portero, y se metió en el ascensor. Había otros dos centinelas sentados a uno y otro lado del vestíbulo de mármol, se contentaron con levantar los ojos cuando el hombrecillo pasó delante de ellos para meterse en el ascensor. Tenían la consigna de cachear a todos los que no conocieran, pasándoles las manos por los costados, por debajo de las axilas y palpándoles los bolsillos, para descubrir si el recién llegado llevaba pistola, en cuyo caso pasaba a manos del agente de la policía secreta que hacía de portero. Pero los centinelas conocían bien al hombrecillo de pantalones de montar y apenas si levantaron la vista cuando pasó.

El apartamento que ocupaba en el Gaylord estaba atiborrado al entrar él. Había gentes de pie y gentes sentadas que conversaban animadamente como en cualquier salón burgués; bebían vodka, whisky con soda o cerveza, en vasitos que llenaban de una gran jarra. Varios de esos hombres iban de uniforme, otros llevaban chaquetones de sport o de cuero; tres de las cuatro mujeres que se encontraban en la reunión iban vestidas de calle; pero la cuarta, morena y flaca, vestía uniforme de miliciana, de corte severo, y calzaba altas botas, que asomaban por debajo de la falda.

Al entrar en la habitación, Karkov se dirigió en seguida hacia la mujer del uniforme, inclinándose ante ella y estrechándole la mano. Era su esposa. Le dijo algo en ruso, que nadie entendió, y por unos instantes, la insolencia que iluminaba sus pupilas en el momento de entrar desapareció. Luego volvió a encenderse al distinguir la cabeza color de caoba y el rostro amorosamente lánguido de la jovencita de espléndida figura que era su amante. Se acercó a ella con pasos cortos y decididos, se inclinó y le estrechó la mano de manera que nadie hubiera podido asegurar que no fuese un remedo del saludo dirigido a su esposa. Su mujer no le siguió con la mirada al cruzar la habitación; estaba de pie, junto a un oficial español, alto y bien parecido, con el que hablaba en ruso.

- Tu gran amor está engordando -dijo Karkov a la pelirroja-. Todos nuestros héroes están engordando al acercarse el segundo año de la guerra. -No miraba al hombre del que estaban hablando.

- Eres tan feo, que tendrías celos hasta de un sapo -le replicó ella alegremente hablando en alemán-. ¿Podré ir mañana contigo a la ofensiva?

- No. Además, no hay ninguna ofensiva. -Todo el mundo lo sabe -dijo ella-. No seas tan misterioso. Dolores va; yo iré con ella o con Carmen. Montones de gentes piensan ir.

- Ve con quien quiera cargar contigo -repuso Karkov-. No seré yo.

Luego, mirándola, le dijo muy en serio:

- ¿Quién te ha hablado de eso? Dímelo con toda franqueza.

- Richard -dijo ella, tan seria como él. Karkov se encogió de hombros y se alejó bruscamente.

- Karkov -le llamó un hombre de mediana estatura, de cara pesada y grisácea, grandes ojos hinchados, belfo prominente con voz de dispéptico.

- ¿Conoces la noticia?

Karkov se acercó a él y el hombre prosiguió:

- Acabo de enterarme. No hace siquiera diez minutos. Es maravilloso. Los fascistas han estado peleándose entre ellos todo el día, cerca de Segovia. Han tenido que reprimir las revueltas con ametralladoras y fusiles automáticos. Esta tarde han bombardeado a sus propias tropas con aviones.

- ¡Ah!, ¿sí? -exclamó Karkov.

- Así es -dijo el hombre de los ojos hinchados-. La propia Dolores me lo ha dicho. Vino a contarlo en un estado de exaltación como nunca la había visto. La veracidad de la noticia le iluminaba la cara. Esa magnífica cara que tiene -dijo, escuchándose mientras hablaba.

- Esa magnífica cara -repitió Karkov sin ninguna expresión en su voz.

- Si hubieras podido oírla… -dijo el hombre de los ojos hinchados-. Las palabras surgían de su boca irradiando una luz que no es de este mundo. Su voz tenía el acento mismo de la verdad. Voy a hacer un artículo para Izvestia. Ha sido para mí uno de los momentos cumbres de la guerra, cuando la he oído hablar con esa voz magnífica en que se mezclan la piedad, la compasión y la sinceridad. La bondad y la sinceridad irradian en ella como de una verdadera santa del pueblo. Por algo la llaman la Pasionaria.

- Por algo será -dijo Karkov, con voz opaca-. Pero harías mejor escribiendo tu artículo para Izvestia ahora mismo, antes de olvidar esa preciosa frase final.

- Es una mujer sobre la que no se puede bromear. Ni siquiera un cínico como tú -añadió el hombre de los ojos hinchados-. Si hubieras estado aquí y hubieras podido oír su voz y ver su rostro…

- Esa magnífica voz -dijo Karkov-. Ese magnífico rostro. Escribe todo eso. No me lo cuentes. No derroches párrafos enteros conmigo. Vete a escribir todo eso inmediatamente.