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- No en este momento.

- Creo que sería mejor -dijo Karkov. Se quedó mirándole y luego apartó la mirada de él. El hombre estuvo allí unos instantes, con el vaso de vodka en la mano y los ojos entornados, perdidos en la admiración de lo que había oído. Y luego se marchó de la habitación para ir a escribir.

Karkov se acercó a otro hombre de unos cuarenta y ocho años, pequeño, grueso, de rostro jovial, con ojos azules, cabellos rubios, que empezaban a hacerse ralos, y boca sonriente, sombreada por un breve bigote duro y amarillento. Era general de división y húngaro.

- ¿Estabas aquí cuando vino Dolores? -preguntó Karkov al hombre.

- Sí.

- ¿De qué se trata?

- De algo sobre que los fascistas se pelean entre ellos. Muy hermoso, si fuera verdad.

- Se habla demasiado de lo de mañana.

- Es un escándalo. Todos los periodistas debieran ser fusilados, así como la mayoría de la gente que está en esta habitación. Y, sin duda alguna, ese increíble intrigante alemán de Richard. El que ha dado a ese Függler de domingo el mando de una brigada, debería ser fusilado. Puede que tú y yo debiéramos ser fusilados también.

- Es muy posible -dijo el general, riendo-; pero no vayas a sugerirlo.

- Es una cosa de la que no me gusta hablar -dijo Karkov-. Ese americano que viene por aquí algunas veces está allí. Le conoces: Jordan, el que trabaja con los grupos de guerrilleros. Se encuentra allí donde se supone que han ocurrido esas cosas de que tanto se habla.

- Entonces debiéramos tener un informe esta noche -dijo el general-. No me quieren mucho por allí; si no, iría yo a buscar informes. Ese Jordan trabajó con Golz. ¿No es así? Tú verás a Golz mañana.

- Mañana, a primera hora.

- Mantente alejado de él, si la cosa no va bien -dijo el general-. Os detesta a vosotros, los periodistas, tanto como yo. Pero tiene mejor carácter.

- Sin embargo, acerca de lo de los fascistas… -Probablemente los fascistas estaban haciendo maniobras -dijo el general, sonriendo-. Bueno, ahora se verá si Golz es capaz de hacerlos maniobrar. Que Golz pruebe a hacerlo. Nosotros los hemos hecho maniobrar bien en Guadalajara.

- Me he enterado de que tú vas a hacer también un viaje -dijo Karkov, dejando al descubierto su mala dentadura al sonreír. El general se irritó en seguida.

- ¿Yo también? Ahora es de mí de quien se habla. Y de todos nosotros. ¡Qué puerco chismorreo de comadres! Un hombre que supiera tener la boca cerrada en este país podría salvarle a condición de que creyera en-él.

- Tu amigo Prieto sabe tener la boca cerrada.

- Pero no cree que pueda ganarse la guerra. ¿Y cómo puede ganarse la guerra, si no se cree en el pueblo?

- Busca tú la respuesta -dijo Karkov-. Yo me voy a la cama.

Salió de la habitación llena de humo y de voces y se fue al dormitorio; se sentó en la cama y se quitó las botas. Como aún oía las voces, cerró bien la puerta y abrió la ventana. No se tomó el trabajo de desnudarse, porque tenía que salir a las dos de la madrugada para Colmenar, Cercedilla y Navacerrada, hasta el lugar del frente en que Golz iba a atacar.

Capítulo treinta y tres

Eran las dos de la madrugada cuando Pilar le despertó. Al sentir la mano en el hombro creyó al pronto que era María y volviéndose hacia ella, le dijo: «Conejito». Pero la enorme mano de Pilar le sacudió hasta despertarle por completo. Echó mano a la pistola, que tenía pegada a su pierna derecha, desnuda, y en pocos segundos estuvo él tan dispuesto como su propia pistola a la que había descorrido el seguro.

Reconoció a Pilar en la oscuridad y, mirando la esfera de su reloj, en la que las dos agujas formaban un ángulo agudo, vio que no eran más que las dos, y dijo:

- ¿Qué es lo que te pasa, mujer?

- Pablo se ha marchado.

Robert Jordan se puso los pantalones y se calzó. María no llegó a despertarse.

- ¿Cuándo? -preguntó.

- Debe de hacer una hora.

- ¿Y que más?

- Se ha llevado algunas cosas tuyas -dijo la mujer con aire desolado.

- ¿El qué?

- No lo sé. Ven a verlo.

Anduvieron en la oscuridad hasta la entrada de la cueva y se agacharon para pasar por debajo de la manta. Robert Jordan siguió a Pilar hasta el interior, en donde se mezclaban los olores de la ceniza, del aire cargado de humo y del sudor de los que allí dormían, alumbrándose con la linterna eléctrica, para no tropezar con ninguno. Anselmo se despertó y dijo:

- ¿Es la hora?

- No -susurró Robert Jordan-. Duerme, viejo.

Las dos mochilas estaban a la cabecera de la cama de Pilar, separadas del resto de la cueva por una manta que hacía de cortina. Del lecho se expandía un olor rancio y dulzón como el de los lechos de los indios. Robert Jordan se arrodilló y enfocó con la linterna las dos mochilas. Cada una de ellas tenía un tajo de arriba abajo. Con la lámpara en la mano izquierda, Robert Jordan palpó con la derecha la primera mochila. Era la mochila en donde guardaba el saco de dormir y lógicamente tenía que hallarse vacía; pero estaba demasiado vacía. Había dentro aún algunos hilos, pero la caja de madera cuadrada había desaparecido. Igualmente la caja de habanos, con los detonadores cuidadosamente empaquetados. Y la caja de hierro de tapa atornillada con los cartuchos y las mechas.

Robert Jordan metió la mano en la otra mochila. Estaba todavía llena de explosivos. Quizá faltara algún paquete.

Se irguió y se quedó mirando a Pilar. Un hombre al que se despierta antes de tiempo puede experimentar una sensación de vacío cercana al sentimiento de desastre, y Jordan experimentaba esa sensación, multiplicada por mil.

- A eso llamas tú guardar mi equipo -dijo.

- He dormido con la cabeza encima y tocándolo con un brazo -aseguró Pilar.

- Has dormido bien.

- Oye -dijo Pilar-, se ha levantado a medianoche y yo le he preguntado: «¿Adonde vas, Pablo?» «A orinar, mujer», me dijo, y volví a dormirme. Cuando me desperté no sabía cuánto tiempo había pasado; pero, como no estaba, pensé que se había ido a echar un vistazo a los caballos, como de costumbre. Luego -prosiguió ella desconsolada- como no volvía empecé a inquietarme y toqué las mochilas para estar segura de que todo estaba en orden, y vi que habían sido rajadas, y me fui a buscarte.

- Vamos -dijo Robert Jordan.