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Salieron y era aún noche tan cerrada que no se advertía la proximidad de la mañana.

- ¿Ha podido escaparse con los caballos por otro sendero?

- Hay dos senderos más.

- ¿Quién está arriba?

- Eladio.

Robert Jordan no dijo nada hasta el momento en que llegaron a la pradera, en donde guardaban los caballos. Había tres mordisqueando la hierba. El bayo grande y el tordillo no estaban.

- ¿Cuánto tiempo hace que salió, según tú?

- Debe de hacer una hora.

- Entonces no hay nada que hacer -dijo Robert Jordan-. Voy a coger lo que queda de mis mochilas y me voy a acostar.

- Yo te las guardaré.

- ¡Qué va! ¿Que vas a guardármelas tú? Ya me las has guardado una vez.

- Inglés -dijo la mujer-, siento todo esto lo mismo que tú. No hay nada que no hiciera para devolverte tus cosas. No tienes necesidad de insultarme. Hemos sido engañados los dos por Pablo.

Mientras decía esto, Robert Jordan se dio cuenta de que no podía permitirse el lujo de mostrar la menor acritud, de que de ningún modo podía reñir con aquella mujer. Tenía que trabajar con ella, en el día que comenzaba y del que ya habían pasado más de dos horas.

Puso una mano sobre su hombro:

- No tiene importancia, Pilar. Lo que falta no es muy importante. Improvisaremos algo que haga el mismo servicio.

- Pero ¿qué es lo que se ha llevado?

- Nada, Pilar; lujos que se permite uno de vez en cuando.

- ¿Era una parte del mecanismo para la explosión?

- Sí, pero hay otras formas de producirla. Dime, ¿no tenía Pablo mecha y fulminante? Con toda seguridad, le habrían equipado con ello.

- Y se los ha llevado también -dijo ella, acongojada-. Fui en seguida a ver si estaban, pero se los ha llevado también.

Volvieron por entre los árboles hasta la entrada de la cueva.

- Vete a dormir -dijo él-. Estaremos mejor sin Pablo.

- Voy a ver a Eladio.

- No vale la pena; se ha debido de ir por otro camino.

- Iré, de todos modos. Te he fallado por mi falta de inteligencia.

- No -dijo él-. Vete a dormir, mujer. Hay que ponerse en marcha a las cuatro.

Entró en la cueva con ella y volvió a salir, llevando entre los brazos las dos mochilas, con mucho cuidado, de manera que no se cayera nada por las hendiduras.

- Déjame que te las cosa.

- Antes de salir -dijo él suavemente-. No me las llevo por molestarte, sino por dormir tranquilo.

- Necesitaré tenerlas muy temprano, para coserlas.

- Las tendrás muy temprano -dijo-. Vete a dormir Pilar.

- No -dijo ella-. He faltado a mi deber, te he faltado a ti y he faltado a la República.

- Vete a dormir, Pilar -le dijo él, con dulzura-. Vete a dormir.

Capítulo treinta y cuatro

Los fascistas ocupaban las crestas de las montañas. Luego había un valle que no ocupaba nadie, a excepción de un puesto fascista instalado en una granja, de la que habían fortificado algunas de sus dependencias y el granero. Andrés, que iba a ver a Golz con el pliego que le había confiado Robert Jordan, dio un gran rodeo en la oscuridad alrededor de ese puesto. Sabía que había una alambrada tendida para que quien tropezase con ella, delatara su presencia disparando el fusil conectado al extremo del alambre, y la buscó en la oscuridad, pasó con cuidado por encima y emprendió el camino por la ribera de un arroyo bordeado de álamos, cuyas hojas se movían con el viento de la noche. Un gallo cantó en la granja en que estaba instalado el puesto fascista, y sin dejar la orilla del arroyo, Andrés volvió los ojos y vio por entre los árboles una luz que se filtraba por el quicio de una de las ventanas de la granja. La noche era tranquila y clara, y, apartándose del arroyo, Andrés comenzó a atravesar el prado.

Había cuatro parvas de heno en aquella pradera. Estaban allí desde los combates del mes de junio del año anterior. Nadie había recogido el heno y las cuatro estaciones que habían pasado habían aplastado las parvas y estropeado el heno.

Andrés pensó en la pérdida que todo ello representaba mientras pasaba por encima de un alambre, tendido entre dos parvas. Pero los republicanos hubieran tenido que subir el heno por la pendiente abrupta del Guadarrama, que se levantaba detrás de la pradera, y los fascistas no lo necesitaban.

«Los fascistas tienen todo el heno y el grano que quieren. Tienen muchas cosas -pensó-. Pero mañana vamos a darles una buena paliza. Mañana, por la mañana, vamos a hacerles pagar lo del Sordo. ¡Qué bárbaros! Pero mañana habrá una buena polvareda en la carretera.»

Tenía prisa por concluir su misión y estar de vuelta para el ataque de los puestos a la mañana siguiente. ¿Era verdad que quería estar de vuelta para el ataque, o trataba de hacérselo creer? No se le ocultaba la sensación de alivio que había experimentado cuando el inglés le dijo que fuera a llevar ese mensaje. Ciertamente, se había enfrentado con calma con la perspectiva de la mañana siguiente. Eso era lo que había que hacer. Había votado por lo del puente, y tenían que hacerlo. Pero la liquidación del Sordo le había impresionado profundamente. Aunque, después de todo, había sido el Sordo; no habían sido ellos. Ellos harían lo que tenían que hacer.

No obstante, cuando el inglés le habló del mensaje que tenía que llevar, sintió lo mismo que sentía cuando, de muchacho, al despertarse por la mañana el día de la fiesta de su pueblo, oía caer la lluvia con tanta fuerza, que se daba cuenta de que la plaza estaría inundada y la capea no se celebraría.

Le gustaban las capeas cuando era muchacho y se divertía sin más que imaginar el momento en que estaría en la plaza bañada de sol y de polvo, con las carretas alineadas alrededor para cortar las salidas y convertirla en redondel, viendo al toro entrar precipitándose de costado fuera del cajón y frenar luego con las cuatro patas su impulso cuando quitaran la reja. Pensaba de antemano con deleite, y también con un miedo que le hacía sudar, desde que oía en la plaza el golpe de los cuernos del toro contra la madera del cajón en que había llegado encerrado, en el momento en que le vería salir, resbalando y luego frenando en medio de la plaza, con la cabeza levantada, dilatadas las aletas de la nariz, las orejas erguidas, cubierto de polvo y de salpicones secos de barro el pelaje negro, abiertos los ojos, unos ojos muy separados entre sí que no parpadeaban nunca y que miraban de frente bajo los anchos y pulidos cuernos, unos cuernos tan pulidos como los restos de un naufragio, pulidos a su vez por la arena, y con las puntas curvadas de tal forma, que su sola vista hacía palpitar el corazón.