Выбрать главу

- Soy yo quien manda aquí -dijo un hombre-. Déjame ver tus papeles.

Se los llevó a un refugio y los examinó a la luz de una vela. Había el pequeño cuadrado de seda con los colores de la República y, en el centro, el sello del S. I. M. Había el salvoconducto con su nombre, su edad, su estatura, el lugar de su nacimiento y su misión, que Robert Jordan le había redactado en una hoja de su cuaderno de notas y sellado con el sello de goma del S. I. M. y había, en fin, los cuatro pliegos doblados del mensaje para Golz, atados con un cordón, sellados con un sello de cera, timbrados con el sello de metal S. I. M., que estaba fijado a la otra extremidad del sello de goma.

- Esto lo he visto ya -dijo el hombre que mandaba el puesto devolviéndole el trozo de seda-. Esto lo tenéis todos; ya lo conozco. Pero esto no prueba nada sin esto. -Cogió el salvoconducto y volvió a leerlo-. ¿Dónde has nacido?

- En Villaconejos -dijo Andrés.

- ¿Y qué es lo que se cría allí?

- Melones -contestó Andrés-. Todo el mundo lo sabe.

- ¿A quién conoces tú de por allí?

- ¿Por qué? ¿Eres tú de por allí?

- No, pero he estado por allí. Soy de Aranjuez.

- Pregúntame lo que quieras.

- Háblame de José Rincón.

- ¿El que tiene la bodega?

- Ese.

- Es calvo, con mucha barriga y una nube en un ojo.

- Está bien -dijo el hombre, devolviéndole el documento-. Pero ¿qué es lo que haces al otro lado?

- Nuestro padre se avecinó en Villacastín antes del Movimiento -dijo Andrés-. Allí, en el llano de la otra parte de las montañas. Fue allí en donde le sorprendió el Movimiento. Yo peleo en la banda de Pablo. Pero tengo mucha prisa por llevar ese mensaje.

- ¿Cómo van las cosas en las tierras de los fascistas? -preguntó el hombre que mandaba el puesto. No tenía, por supuesto, ninguna prisa.

- Hoy ha habido mucho tomate -dijo orgullosamente Andrés-. Hoy ha habido mucha polvareda en la carretera todo el día. Hoy han aplastado a la banda del Sordo.

- ¿Y quién es ese Sordo? -preguntó el otro, con tono despectivo.

- Era el jefe de una de las mejores bandas de las montañas.

- Tendríais que veniros todos a la República y entrar en el ejército -dijo el oficial-. Hay demasiadas tonterías de guerrillas. Tendríais que veniros todos y someteros a nuestra disciplina libertaria. Y luego, si tuviéramos necesidad de guerrillas, ya se enviarían en la medida que fueran necesarias.

Andrés estaba dotado de una paciencia casi sublime. Había sufrido con calma el paso por entre la alambrada. Nada le había asombrado del interrogatorio; encontraba perfectamente normal que aquel hombre no supiera nada de ellos, ni de lo que hacían, y estaba dispuesto a aguardar que todo aquello sucediera lentamente; pero quería irse ya.

- Escucha, compadre -dijo-, es posible que tengas razón. Pero tengo orden de entregar este mensaje al general que manda la XXXV División, que lanza un ataque de madrugada en estas colinas, y la noche está ya avanzada; es preciso que me vaya.

- ¿Qué ataque? ¿Qué es lo que sabes tú de un ataque?

- No. No sé nada. Pero ahora tengo que irme a Navacerrada. ¿Quieres enviarme a tu comandante, que me facilitará un medio de transporte? Haz que me acompañe alguien que responda de mí, para no perder el tiempo.

- Todo esto no me gusta nada -dijo el hombre-. Hubiera sido mejor pegarte un tiro cuando te acercaste a la alambrada.

- Has visto mis papeles, camarada, y te he explicado mi misión -le dijo pacientemente Andrés.

- Esto de los papeles se fabrica -dijo el oficial-. Cualquier fascista podría inventar una misión de este género. Te acompañaré yo mismo al comandante.

- Bueno -dijo Andrés-. Vamos. Vayamos en seguida.

- Tú, Sánchez, tú mandas en mi lugar -dijo el oficial-. Conoces la consigna tan bien como yo. Yo me llevo a este supuesto camarada a ver al comandante.

Se pusieron en marcha a lo largo de la trinchera menos profunda, abierta tras la cresta de la colina, y Andrés sentía que le llegaba en la oscuridad el olor de los excrementos depositados por los defensores de la colina en torno a los helechos de la cuesta. No le gustaban aquellos hombres, que eran como niños peligrosos, sucios, groseros, indisciplinados, buenos, cariñosos, tontos e ignorantes, aunque peligrosos siempre, porque estaban armados. El, Andrés, no tenía opiniones políticas salvo que estaba con la República. Había oído hablar a veces a aquellas gentes y encontraba que lo que decían era con frecuencia muy bonito, pero no los quería. «La libertad no consiste en no enterrar los excrementos que se hacen -pensó-. No hay animal más libre que el gato; pero entierra sus excrementos. El gato es el mejor anarquista. Mientras no aprendan a comportarse como el gato, no podré estimarlos.»

El oficial, que marchaba delante de él, se detuvo bruscamente.

- Sigues llevando tu carabina -dijo.

- Sí -contestó Andrés.

- ¿Por qué? Dámela -dijo el oficial-. Podrías descerrajarme un tiro por la espalda.

- ¿Por qué? -le preguntó Andrés-. ¿Por qué iba a dispararte un tiro por la espalda?

- Nunca se sabe -dijo el oficial-. No tengo confianza en nadie. Dame la carabina.

Andrés se la descolgó y se la entregó. -Si tienes ganas de cargar con ella… -dijo. -Es mejor así -dijo el oficial-. Así estamos más tranquilos.

Y descendieron por la colina en la oscuridad.

Capítulo treinta y siete

Así es que Robert Jordan estaba acostado junto a la muchacha y miraba pasar el tiempo en su reloj de pulsera. El tiempo pasaba lentamente, casi imperceptiblemente. El reloj era muy pequeño y no podía ver bien la aguja que marcaba los minutos. No obstante, a fuerza de observarla y de concentrarse acabó por adivinarla, por seguirla casi, a fuerza de atención. La cabeza de la muchacha estaba debajo de su barbilla y al moverla para mirar el reloj sentía el roce suave de la cabellera rapada, tan viva, sedosa y deslizante como el pelaje de una marta cuando, después de bien abierta la trampa, se saca al animalito y se le golpea delicadamente para levantarle la piel.

Se le hacía un nudo en la garganta cuando rozaba el cabello de María y al abrazarla experimentaba una sensación de dolor, de vacío, que desde la garganta le recorría todo el cuerpo. Con la cabeza baja y los ojos fijos en la esfera del reloj, en donde la punta de lanza de la aguja fosforescente se movía lentamente hacia la izquierda, apretó a María contra sí como para retardar el paso del tiempo. No quería despertarla, pero no quería dejarla tranquila mientras el fin de la noche se acercaba. Posó sus labios detrás de la oreja y fue corriéndolos a lo largo del cuello, sintiendo con delicia la piel lisa y el dulce contacto de los pequeños cabellos que crecían en la nuca. Veía la aguja deslizarse por la esfera y apretaba a María con más fuerza, pasándole la punta de la lengua por la mejilla y luego por el lóbulo de la oreja, siguiendo las graciosas circunvoluciones hasta llegar al firme extremo superior. Le temblaba la lengua y el temblor se adueñaba del vacío doloroso de su interior, mientras veía la aguja que señalaba los minutos formando un ángulo más agudo cada vez hacia el punto en donde señalaría una nueva hora. Como ella seguía durmiendo, le volvió la cabeza y apoyó los labios sobre los suyos. Los dejó allí, rozando apenas su boca, hinchada por el sueño, y luego los paseó por la boca de la muchacha en un roce suave y acariciador. Se volvió hacia ella y la sintió estremecerse todo lo largo de su cuerpo, ligero y esbelto. Ella suspiró en sueños y, dormida aún, se aferró a él, hasta que la tomó en sus brazos. Entonces se despertó, juntó sus labios con los de él, oprimiéndolos fuerte y firmemente y él dijo: