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- Sí, guapa.

- En el trabajo de hoy estaremos juntos, ¿no es así?

- Después del comienzo, sí.

- ¿Y en el comienzo no?

- No. Tú estarás con los caballos.

- ¿No podré estar contigo?

- No. Tengo que hacer un trabajo que sólo puedo hacer yo, y estaría preocupado por ti.

- Pero ¿volverás en cuanto lo acabes?

- En seguida -dijo, y sonrió en la oscuridad-. Vamos, guapa, vamos a comer.

- ¿Y tu saco de dormir?

- Enróllalo, si quieres.

- Claro que quiero -dijo ella.

- Déjame que te ayude.

- No. Déjame que lo haga yo sola.

Se arrodilló para extender y enrollar el saco de dormir. Luego, cambiando de parecer, se levantó y lo sacudió. Después volvió a arrodillarse de nuevo para alisarlo y enrollarlo. Robert Jordan recogió las dos mochilas, sosteniéndolas con precaución, para que no se cayera nada por las hendiduras, y se fue por entre los pinos, hasta la entrada de la cueva, donde pendía la manta pringosa. Eran las tres menos diez en su reloj cuando levantó la manta con el codo para entrar en la cueva.

Capítulo treinta y ocho

Ya estaban todos en la cueva; los hombres, de pie delante del hogar; María, atizando el fuego. Pilar tenía el café listo en la cafetera. No había vuelto a acostarse después de haber despertado a Robert Jordan, y estaba sentada en un taburete en medio del ambiente saturado de humo, cosiendo el rasgón de una de las mochilas de Jordan. La otra mochila estaba ya repasada. El fuego iluminaba su cara.

- Come un poco más de cocido -le dijo a Fernando-. ¿Qué importa que tengas la barriga llena? No habrá médico para operarte si te coge el toro.

- No hables así, mujer -dijo Agustín-. Tienes una lengua de grandísima puta.

Estaba apoyado en el fusil automático, cuyos pies aparecían plegados junto al cañón, y tenía los bolsillos llenos de granadas; de un hombro le colgaba la bolsa con las cintas de los proyectiles y en bandolera llevaba una carga completa de municiones. Estaba fumándose un cigarrillo mientras sostenía en la mano una taza de café, que se llenaba de humo cada vez que se la acercaba a los labios.

- Eres una verdadera ferretería andante -le dijo Pilar-. No podrás ir más de cien metros con todo eso.

- ¡Qué va, mujer! -replicó Agustín-. Es cuesta abajo.

- Para ir al puesto es cuesta arriba -dijo Fernando-. Antes de que sea cuesta abajo es cuesta arriba.

- Treparé como una cabra -dijo Agustín-. ¿Y tu hermano? -preguntó a Eladio-. ¿Tu preciosidad de hermano ha desaparecido?

Eladio estaba de pie, apoyado en el muro.

- Calla la boca -le contestó.

Estaba nervioso y sabía que nadie lo ignoraba. Estaba siempre nervioso e irritable antes de la acción. Se apartó de la pared, se acercó a la mesa y empezó a llenarse los bolsillos de granadas, que cogía de uno de los grandes capachos de cuero sin curtir que estaban apoyados contra una pata de la mesa.

Robert Jordan se agachó junto a él delante del capacho. Tomó del capacho cuatro granadas. Tres eran del tipo Mills, de forma ovalada, de casco de hierro dentado, con una palanca de resorte sujeta por una tuerca conectada con el dispositivo de que se tira para hacerla estallar.

- ¿De dónde habéis sacado esto? -preguntó a Eladio.

- ¿Eso? De la República. Fue el viejo quien las trajo.

- ¿Qué tal son?

- Valen más que pesan -dijo Eladio.

- Fui yo quien las trajo -expuso Anselmo-. Sesenta de una vez, y pesaban más de cuarenta kilos, inglés.

- ¿Las habéis utilizado ya? -preguntó Robert Jordan a Pilar.

- ¿Que si las hemos usado? Fue con eso con lo que Pablo acabó con el puesto de Otero.

Cuando Pilar pronunció el nombre de Pablo, Agustín se puso a blasfemar. Robert Jordan vio el semblante de Pilar a la luz del fuego.

- Acaba con eso ya -dijo vivamente a Agustín-. De nada vale hablar.

- ¿Han explotado siempre? -preguntó Robert Jordan, sosteniendo en la mano la granada pintada de gris y probando el mecanismo con la uña del pulgar.

- Siempre -dijo Eladio-. No ha fallado ni una de todas las que hemos gastado.

- ¿Y estallan rápidamente?

- Al tiempo de arrojarlas. Rápidamente; bastante rápidamente.

- ¿Y esas otras?

Tenía en sus manos una bomba en forma de lata de conserva con una cinta enrollada alrededor de un resorte de alambre.

- Eso es una basura -contestó Eladio-. Explotan, sí; pero de golpe, y no arrojan metralla.

- Pero ¿explotan siempre?

- ¡Qué va siempre! -dijo Pilar-. Siempre no existe, ni para nuestras municiones ni para las suyas.

- Pero dices que las otras estallan siempre.

- Yo no he dicho eso -contestó Pilar-. Se lo has preguntado a otro. Yo no he visto nunca un siempre en estos artefactos.

- Explotaron todas -afirmó Eladio-. Di la verdad, mujer.

- ¿Cómo sabes tú que explotaron todas? Era Pablo el que las arrojaba. Tú no mataste a nadie cuando lo de Otero.

- Ese hijo de la gran puta -reiteró Agustín.

- Calla la boca -dijo Pilar, irritada. Luego continuó-: Todas valen, inglés; pero las dentadas son más sencillas.

«Valdría más que probase una en cada carga -pensó Robert Jordan-. Pero las dentadas deben de salir con más facilidad y son más seguras.»

- ¿Vas a arrojar bombas, inglés? -preguntó Agustín.

- ¿Cómo no? -fue la respuesta de Jordan.

Pero agachado allí, eligiendo las granadas, pensaba: «Es imposible; no sé cómo he podido engañarme a mí mismo. Hemos estado todos perdidos desde el momento en que atacaron al Sordo, como lo estuvo el Sordo desde que dejó de nevar. Lo que pasa es que no quiero reconocerlo. Hace falta seguir adelante con un plan que es irrealizable. Eres tú quien lo ha concebido y ahora sabes que es malo. Ahora, a la luz del día, sabes que es malo. Puedes perfectamente tomar uno de los dos puestos con la gente que tienes. Pero no puedes tomar los dos. No puedes estar seguro de tomarlos, quiero decir. No te engañes. No te engañes ahora a la luz del día. Pretender tomar los dos es imposible. Pablo lo ha sabido siempre. Probablemente tuvo siempre la intención de hacer la faena, pero supo que estábamos fritos cuando el Sordo fue atacado. No puede montarse una operación contando con milagros. Vas a hacer que los maten a todos y tu puesto no va a volar siquiera si no dispones de algo más de lo que tienes ahora. Harás que mueran Pilar, Anselmo, Agustín, Primitivo, ese cobarde de Eladio, ese sinvergüenza de gitano y ese bueno de Fernando, y tu puente no volará. ¿Te imaginas que se obrará un milagro y que Golz recibirá el mensaje que le lleva Andrés y que lo detendrá todo? Si no se obra un milagro, vas a hacer que mueran todos por orden tuya. María también. Vas a matarla a ella también con tus órdenes. ¿No podrías sacarla de aquí, por lo menos a ella? Maldito sea Pablo.