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- Purga es la expresión que andas buscando -dijo el oficial, sin molestarse en levantar los ojos-. Hay aquí un artículo sobre las purgas de tus famosos rusos. Están purgando más que el aceite de ricino en estos tiempos.

- Llámalo como quieras -dijo Gómez, furioso-. Llámalo como quieras, con tal que los individuos de tu calaña sean liquidados.

- ¿Liquidados? -preguntó el oficial insolentemente, y como si hablara consigo mismo-: Ahí tienes una palabra que casi no se parece al castellano.

- Fusilados entonces -dijo Gómez-; eso es buen castellano ¿no? ¿Lo entiendes?

- Sí, hombre; pero no hables tan fuerte. Además del teniente coronel, hay otros durmiendo en este Estado Mayor, y tus emociones me fatigan. Esa es la razón de que siempre me haya afeitado solo. Nunca me ha gustado la conversación.

Gómez miró a Andrés y movió la cabeza. Sus ojos brillaban con la humedad que provocan la rabia y el despecho. Pero sacudió la cabeza y no dijo nada, dejando todo aquello para un futuro más o menos próximo. Había ido dejando muchas cosas en el año y medio que estuvo en el puesto como jefe de batallón de la Sierra. Al entrar el teniente coronel en pijama, Gómez se levantó y saludó.

El teniente coronel Miranda era un hombre bajo, de cara grisácea, que había estado en el ejército toda su vida, que había perdido el amor de su esposa en Madrid y el apetito en Marruecos y que se había hecho republicano al descubrir que no podía divorciarse -de recobrar la buena digestión no hubo ninguna posibilidad-; había entrado en la guerra civil como teniente coronel y su única aspiración era terminarla con el mismo grado. Había defendido bien la Sierra y quería que se le dejara tranquilo para seguir defendiéndola. Se encontraba mucho mejor en guerra que en paz, sin duda a causa del régimen dietético que se veía forzado a seguir; tenía una inmensa reserva de bicarbonato de sosa, bebía whisky todas las noches; su amante, de veintitrés años, iba a tener un niño, como casi todas las muchachas que se habían hecho milicianas en julio del año anterior, y al entrar en la sala respondió con un cabeceo al saludo de Gómez, y le tendió la mano.

- ¿Qué te trae por aquí, Gómez? -preguntó; y luego, dirigiéndose al oficial sentado a la mesa, que era su ayudante, dijo-: Dame un cigarrillo, Pepe, por favor.

Gómez le enseñó los papeles de Andrés y el mensaje. El teniente coronel examinó rápidamente el salvoconducto, miró a Andrés, le saludó asimismo con la cabeza, sonrió y después se puso a estudiar ávidamente el mensaje. Palpó el sello, pasándole el índice, y por último devolvió el salvoconducto y el mensaje a Andrés.

- ¿Es muy dura la vida en las montañas?

- No, mi teniente coronel -contestó Andrés.

- ¿Te han señalado el lugar más próximo al Cuartel General del general Golz?

- Navacerrada, mi teniente coronel -dijo Andrés-. El inglés ha dicho que estaría en alguna parte cerca de Navacerrada, detrás de las líneas, a la derecha de aquí.

- ¿Qué inglés? -le preguntó cortésmente el teniente coronel.

- El inglés que está con nosotros como dinamitero.

El teniente coronel asintió con la cabeza. No era más que uno de tantos fenómenos inesperados e inexplicables de la guerra. «El inglés que está con nosotros de dinamitero.»

- Será mejor que lo lleves tú en la moto, Gómez -dijo el teniente coronel-. Prepárale un salvoconducto enérgico para el Estado Mayor del general Golz; yo lo firmaré -dijo al oficial de la visera de celuloide verde-. Escríbelo a máquina, Pepe. Ahí están los detalles. -Hizo un gesto a Andrés para que le entregara el salvoconducto-. Y ponle dos sellos. -Se volvió hacia Gómez-. Tendréis necesidad esta noche de un documento en regla. Así tiene que ser. Hay que ser prudentes cuando se prepara una ofensiva. Voy a daros algo todo lo enérgico que sea posible. -Luego, dirigiéndose a Andrés con cariño-: ¿Quieres algo? ¿Quieres algo de beber o de comer?

- No, mi teniente coronel -dijo Andrés-; no tengo hambre. Me han dado un coñac en el último puesto de mando y si tomo algo más acabaré por marearme.

- ¿Has visto movimientos o actividad al otro lado de mi frente cuando lo atravesaste? -preguntó cortésmente el teniente coronel a Andrés.

- Estaba todo como siempre, mi teniente coronel; tranquilo, tranquilo.

El teniente coronel preguntó:

, -¿No te he visto yo en Cercedilla hace cosa de tres meses?

- Sí, mi teniente coronel.

- Ya me lo parecía. -El teniente coronel le golpeó cariñosamente en la espalda-. Estabas con el viejo Anselmo. ¿Cómo está Anselmo?

Andrés respondió:

- Está muy bien, mi teniente coronel.

- Bueno; me alegro -dijo el teniente coronel. El oficial le mostró lo que acababa de escribir a máquina; el teniente coronel lo leyó y lo firmó-. Ahora tenéis que daros prisa -dijo a Gómez y a Andrés-. Atención con la moto -dijo a Gómez-. Utiliza las luces. No puede pasar nada por una simple motocicleta, y tienes que ser muy cuidadoso para que no os ocurra nada. Dadle recuerdos al camarada Golz de mi parte. Nos conocimos después de lo de Peguerinos. -Les dio la mano a los dos-. Pon los papeles en el bolsillo de tu camisa y abróchatela bien -dijo-. Se coge mucho aire cuando se va en moto.

Cuando se fueron, abrió un armario, sacó un vaso y una botella, se sirvió un poco de whisky y llenó el vaso de agua, que tomó de un botijo que había en el suelo, junto a la pared. Luego, con el vaso en la mano, bebiendo a pequeños sorbos, se acercó al gran mapa colgado en la pared y estudió las posibilidades de la ofensiva al norte de Navacerrada.

- Me alegro de que le toque a Golz y no a mí -dijo al oficial que estaba sentado delante de la mesa. El oficial no contestó y, cuando el teniente coronel levantó los ojos del mapa para mirarle, vio que estaba dormido con la cabeza sobre los brazos. El teniente coronel se acercó a la mesa y colocó los dos teléfonos de manera que rozasen la cabeza del oficial, uno a cada lado. Luego se volvió al armario, se sirvió un nuevo whisky con agua y de nuevo se puso a estudiar el mapa.

Sujetándose con fuerza al asiento, mientras Gómez bregaba con el motor, Andrés agachó la cabeza, para sortear el viento, y la motocicleta comenzó su carrera, entre el estrépito de las explosiones, hendiendo con sus luces la oscuridad de la carretera bordeada de álamos; la luz de los faros se hacía más suave cuando la carretera descendía por entre las brumas del lecho de un arroyo y más intensa cuando volvía a subir el camino.

Frente a ellos, un poco más allá, en un cruce de caminos, el faro alumbró la masa de los camiones vacíos que regresaban de las montañas.

Capítulo cuarenta y uno