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Pablo se detuvo y se apeó del caballo. Robert Jordan oyó en la oscuridad el crujido de las monturas y el pesado resoplar de los hombres según ponían pie a tierra, así como el tintineo del freno de un caballo que sacudía la cabeza. El olor de los caballos, el olor de los hombres, olor agrio de personas sin aseo, acostumbradas a dormir vestidas, y el olor rancio, a leña ahumada, de los de la cueva se confundió en uno solo. Pablo estaba de pie a su lado y le llegaba un olor a vino y a hierro viejo, semejante al gusto de una moneda de cobre cuando se mete en la boca. Encendió un cigarrillo, cuidando bien de cubrir la llama con sus manos, aspiró profundamente y oyó decir a Pablo en voz muy baja:

- Coge el saco de las granadas, Pilar, mientras atamos a los caballos.

- Agustín -dijo Robert Jordan en el mismo tono de 'voz-, Anselmo y tú venís conmigo al puente. ¿Tienes el saco de los platos para la máquina?

- Sí-dijo Agustín; ¿cómo no?

Robert Jordan fue hasta donde Pilar estaba descargando uno de los caballos, ayudada por Primitivo.

- Oye, mujer -susurró.

- ¿Qué pasa? -le contestó ella, tratando de amoldar al mismo tono su ronca voz, mientras desataba una cincha.

- ¿Has comprendido bien que no se debe comenzar el ataque mientras no oigas caer las bombas?

- ¿Cuántas veces tienes que repetírmelo? -preguntó Pilar-. Te estás volviendo una vieja gruñona, inglés.

- Es sólo para estar seguro -dijo Robert Jordan-; y después de la destrucción del puesto te repliegas sobre el puente y cubres la carretera desde arriba, para proteger mi flanco izquierdo.

- Lo comprendí la primera vez que lo explicaste. ¿O es que no comprendo nada? -susurró Pilar-. Ocúpate de tus asuntos.

- Que nadie haga ningún movimiento, que nadie dispare ni arroje una bomba antes que se haya oído el ruido de la voladura -dijo Robert Jordan, siempre en voz baja.

- No me aburras más -contestó Pilar, encolerizada-. Entendí muy bien todo eso cuando estuvimos en el campamento del Sordo.

Robert Jordan se acercó a Pablo, que estaba atando los caballos.

- No he atado más que los que podrían asustarse -explicó Pablo-. Los otros están atados de manera que basta tirar de la cuerda para desatarlos. ¿Te das cuenta?

- Bueno.

- Voy a explicar a la muchacha y al gitano cómo tienen que hacer para manejarlos -dijo Pablo. Sus nuevos compañeros estaban de pie, apoyados en sus carabinas, formando un grupo aparte.

- ¿Lo has entendido todo? -preguntó Robert Jordan.

- ¿Cómo no? -dijo Pablo-. Destruir el puesto, cortar los hilos, volver al puente. Cubrir el puente hasta que tú lo hagas saltar.

- Y no hacer nada hasta que no comience la voladura -insistió Jordan.

- Eso es.

- Bueno, entonces, buena suerte.

Pablo gruñó a modo de contestación. Luego dijo:

- Nos cubrirás bien con la máquina y con la otra máquina pequeña cuando volvamos, ¿no es cierto, inglés?

- De primera. Os cubriré de primera.

- Entonces, eso es todo. Pero en ese momento conviene que prestes bien atención, inglés. No será fácil si no estás sobre ello.

- Cogeré la máquina yo mismo -dijo Robert Jordan.

- ¿Tienes mucha práctica? Porque no tengo ganas de que me mate Agustín, con todas las buenas intenciones que tiene.

- Tengo mucha práctica. Ya verás. Y si Agustín se sirve de una de las dos máquinas, me cuidaré de que dispare bien por encima de tu cabeza. Muy alto, siempre por encima de tu cabeza.

- Entonces, nada más -dijo Pablo. Luego dijo en voz baja, en tono de confianza-: No tenemos caballos para todos.

«Este hijo de perra -pensó Robert Jordan-. Se creerá que no lo entendí la primera vez.»

- Yo iré a pie -dijo Robert Jordan-; los caballos son para ti.

- No, habrá un caballo para ti, inglés -dijo Pablo en voz baja-. Habrá caballos para todos nosotros.

- Los caballos son tuyos -dijo Robert Jordan-. No tienes que contar conmigo. ¿Tienes bastantes municiones para tu nueva máquina?

- Sí -contestó Pablo-. Todas las que llevaba el jinete. No he disparado más que cuatro tiros, para ensayar. La probé ayer en las montañas.

- Entonces, vamos -dijo Robert Jordan-; hay que estar allí muy temprano y escondernos bien.

- Vámonos todos -dijo Pablo-. Suerte, inglés.

«Me pregunto qué es lo que piensa ahora este bastardo -se dijo Robert Jordan-. Tengo la impresión de saberlo. Bueno, eso es cosa suya. A Dios gracias, no conozco a los nuevos.»

Le tendió la mano y dijo:

- Suerte, Pablo. -Y se estrecharon la mano en la oscuridad.

Robert Jordan, al tender su mano, esperaba encontrarse con algo así como la mano de un reptil o la de un leproso. No sabía cómo era la mano de Pablo. Pero, en la oscuridad, aquella mano que apretó la suya, la apretó francamente y él devolvió la presión. Pablo tenía una mano buena en la oscuridad y su contacto dio a Robert Jordan la impresión más extraña de todas las que había experimentado aquella madrugada. «De manera que tenemos que ser aliados ahora -pensó-. Hay siempre muchos apretones de manos entre aliados, sin hablar de las declaraciones y de los abrazos. Por lo que hace a los abrazos, me alegro de que podamos pasar sin ellos. Creo que todos los aliados son del mismo estilo. Se odian siempre au fond; pero ese Pablo es un tipo raro.»

- Suerte, Pablo -dijo, y apretó aquella extraña mano, firme, decidida y dura-. Te cubriré bien; no te preocupes.

- Siento haberte quitado el material -dijo Pablo-; fue un error.

- Pero me has traído lo que necesitábamos.

- No pongo esto del puente en contra tuya, inglés. Le veo buen fin -dijo Pablo.

- ¿Qué estáis haciendo vosotros dos? ¿Os habéis vuelto maricones? -preguntó Pilar, surgiendo bruscamente al lado de ellos en la oscuridad-. No te faltaba más que eso -le dijo a Pablo-. Vamos, inglés, acaba con las despedidas, antes que éste te robe el resto de tus explosivos.

- No me entiendes, mujer. El inglés y yo nos entendemos.

- Nadie te entiende; ni Dios ni tu madre -dijo Pilar-. Ni yo. Vete, inglés; despídete de la rapadita y vete. Me cago en tu padre; creo que tienes miedo de ver salir el toro.

- Tu madre -replicó Robert Jordan.

- Tú no has tenido jamás una -susurró alegremente Pilar-. Y ahora, vete, porque tengo muchas ganas de que todo comience, para que haya terminado. Vete con tus hombres -dijo a Pablo-. Cualquiera sabe el tiempo que va a durar su hermosa resolución. Tienes uno o dos que no cambiaría ni por ti. Llévatelos y vete.