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- ¿De dónde es esa luz? -preguntó Agustín.

- Es la de la garita del centinela del otro lado del puente -susurró Robert Jordan.

- ¿Quién se encargará de los centinelas?

- El viejo y yo, como te he dicho; pero si no es así, tú disparas sobre las garitas y sobre ellos, si logras verlos.

- Ya lo sé. Ya me lo has dicho.

- Después de la explosión, cuando la gente de Pablo venga volviendo el recodo, tendrás que disparar muy alto, por encima de su cabeza, si son perseguidos. Habrá que disparar muy alto en cuanto los veas, para evitar que sean perseguidos. ¿Lo entiendes?

- ¿Cómo no? Fue lo que me dijiste anoche.

- ¿No se te ocurre nada que preguntarme?

- No. Tengo dos sacos que puedo llenarlos de tierra ahí arriba, donde no me vean, y traerlos aquí.

- Pero no caves por aquí. Tienes que estar bien escondido, como lo estábamos el otro día allá arriba.

- Sí, los llenaré en la oscuridad. Ya verás. No se podrá ver nada tal y como yo los disponga.

- Estás muy cerca, ¿sabes? A la luz del día, este bosquecillo se ve muy bien desde abajo.

- No te preocupes, inglés. ¿Adonde vas tú?

- Voy allá abajo, con mi máquina pequeña. El viejo atravesará la garganta, para estar en disposición de ocuparse de la garita del otro lado del puente. La garita que mira en esa dirección.

- Entonces, nada más -dijo Agustín-. Salud, inglés. ¿Tienes tabaco?

- No puedes fumar. Estás demasiado cerca.

- No es para fumar. Sólo para tenerlo en la boca. Para fumar después.

Robert Jordan le tendió su pitillera y Agustín cogió tres cigarrillos, que puso en la vuelta de su gorra de pastor. Abrió el trípode y colocó el fusil ametrallador en batería entre los pinos. Luego comenzó a deshacer a tientas sus paquetes y a disponer su contenido en el lugar que le parecía más apropiado.

- Nada más -dijo.

Anselmo y Robert Jordan se apartaron de él para volver junto a las mochilas.

¿Dónde convendría dejarlas? -susurró Robert Jordan.

- Aquí, creo yo. Pero ¿estás seguro de que podrás acercarte al centinela y acertarle con tu pequeña máquina?

- ¿No fue aquí en donde estuvimos el otro día?

- En ese mismo árbol -susurró Anselmo, en voz tan baja que apenas Robert Jordan podía oírle. Sabía que hablaba sin mover los labios como había hecho el primer día-. Le he hecho una señal con mi cuchillo.

Robert Jordan tenía de nuevo la sensación de que todo aquello había sucedido ya; pero ahora la causa era la repetición de una pregunta y de la respuesta de Anselmo. Había ocurrido lo mismo con Agustín, que había hecho una pregunta sobre los centinelas cuando de antemano sabía la respuesta.

- Es lo suficientemente cerca; quizá demasiado cerca -susurró Jordan-. Pero la luz está a nuestra espalda y estaremos bien. Es perfecto.

- Entonces, me iré al otro lado de la garganta y me colocaré en posición -dijo Anselmo. Luego añadió-: Perdóname, inglés. Para que no haya ningún error. Por si me siento estúpido.

- ¿Qué dices? -preguntó Robert Jordan en voz muy baja.

- Repíteme una vez más lo que tengo que hacer.

- Cuando yo dispare, disparas tú. En cuanto elimines a tu hombre, atraviesa el puente y reúnete conmigo. Yo tendré las mochilas allá abajo y tú irás colocando las cargas en la forma que yo te diga. Te lo iré explicando todo con la mayor claridad. Si me sucediera algo, procederás en la forma que te he indicado ya. Harás las cosas despacio y bien, sujetando firmemente las cargas por medio de las cuñas de madera y asegurando bien las granadas.

- Ahora, todo está claro -dijo Anselmo-. Lo recordaré todo. Ahora me voy. Mantente bien cubierto, inglés, cuando se haga de día.

- Cuando dispares -siguió diciendo Robert Jordan-, apunta cuidadosamente y con calma. No pienses en él como en un hombre, sino como en un blanco. ¿De acuerdo? No dispares al bulto, sino a un punto determinado. Si está de cara hacia ti, trata de tirar al centro del vientre. Si está vuelto de espaldas, apunta al centro de la espalda. Oye, viejo, si cuando yo dispare, tu hombre está sentado, se levantará un instante, antes de echar a correr o agazaparse. Dispárale entonces. Si no se levanta, tírale igual. No esperes. Pero asegura bien tu puntería. Acércate a una distancia de cincuenta metros. Eres cazador, de modo que no tendrás ningún problema.

- Lo haré como me ordenes -contestó Anselmo.

- Sí, así lo mando -dijo Robert Jordan.

«Me alegro de haberme acordado de darle una orden -se dijo-. Eso le ayudará y atenúa su responsabilidad. Al menos espero que sea así. Había olvidado lo que me dijo el primer día a propósito de matar.»

- Eso es lo que ordeno -repitió-. Y ahora, vete.

- Me voy -dijo Anselmo-. Hasta pronto, inglés.

- Hasta pronto, abuelo -dijo Robert.

Se acordó de su padre en la estación y de la humedad de aquel adiós y no dijo salud, ni hasta luego, ni buena suerte, ni nada parecido.

- ¿Has limpiado el aceite del cañón de tu fusil, abuelo? -susurró-. ¿Para que dispare sin desviarse?

- En la cueva los limpié todos con la baqueta -repuso Anselmo.

- Entonces, hasta pronto -dijo Robert Jordan. Y el viejo se alejó sin ruido, deslizándose con sus alpargatas por entre los árboles.

Robert Jordan estaba tendido sobre las agujas de pino que cubrían el bosque, espiando el primer estremecimiento de la brisa, que agitaría las ramas con el día. Sacó el cargador de la ametralladora y jugó con el cerrojo atrás y adelante. Luego volvió el arma hacia él y en la oscuridad se llevó el cañón a los labios y sopló dentro; sintió el sabor a grasa del metal al apoyar su lengua en los bordes. Apoyó su arma contra el antebrazo, con el almacén puesto de forma que ninguna aguja de pino ni ninguna ramita penetrase en él; sacó todas las balas del cargador con el dedo pulgar y las depositó sobre un pañuelo que había extendido en el suelo. Palpando cada una de las balas en la oscuridad, volvió a meterlas, una tras otra, en el cargador. Sentía el peso del cargador en su mano; lo metió en el arma y lo ajustó en su lugar. Se tumbó de bruces detrás del tronco de un pino, con el arma de través, en su brazo izquierdo, y miró el punto luminoso que se divisaba abajo. En algunos momentos dejaba de verlo, cuando el centinela se detenía junto al brasero. Robert Jordan, tumbado allí, aguardó a que se hiciera de día.

Capítulo cuarenta y dos