Mientras Pablo volvía a la cueva, después de haber recorrído los montes, y la banda descendía hasta el lugar en donde habían dejado los caballos, Andrés había hecho rápidos progresos hacia el Cuartel General de Golz. Al llegar a la carretera general de Navacerrada, por donde descendían los camiones, se tropezaron con un control. Cuando Gómez exhibió el salvoconducto del teniente coronel Miranda, el centinela lo leyó a la luz de una linterna, se lo dio a otro hombre que estaba con él para que lo mirase, se lo devolvió y saludó:
- Siga -dijo-; pero apague las luces.
La motocicleta rugió nuevamente; Andrés volvió a aferrarse al asiento y siguieron a lo largo de la carretera general manejándose Gómez hábilmente entre los camiones. Ninguno de los camiones llevaba luces; era un convoy interminable. Había también camiones cargados que subían carretera arriba y que levantaban una polvareda que Andrés no podía ver en la oscuridad, aunque sentía que le golpeaba el rostro y podía haber hincado en ella los dientes.
Llegaron junto a la trasera de un camión y la motocicleta tamboreó unos instantes hasta que Gómez la aceleró, dejando atrás al camión y a otro, y otro, y otro y otros más, mientras a su izquierda seguía rugiendo la fila de camiones que volvían de la Sierra. Detrás de ellos se encontraba un automóvil rasgando el ruido y el polvo producidos por los camiones con sus insistentes bocinazos. Encendió y apagó los faros varias veces, iluminando la nube de polvo amarillento, y se lanzó adelante, entre el chirrido de los engranajes forzados por la aceleración y el concierto discordante de su bocina amenazadora.
Más adelante el tráfico se había detenido y la motocicleta fue dejando atrás los camiones, las ambulancias, los coches del Estado Mayor y los carros blindados, que parecían pesadas tortugas de metal erizadas de cañones en medio del polvo que aún no había llegado a posarse, hasta que llegaron a otro control, que se encontraba en donde se había producido la colisión. Un camión no había visto detenerse al camión que iba delante de él y había chocado con él, destrozando su parte posterior y desparramando por la carretera las cajas de municiones para armas ligeras que formaban su cargamento. Una caja se había roto al caer, y cuando Gómez y Andrés descendieron haciendo rodar su motocicleta delante de ellos, entre los vehículos inmovilizados, para enseñar sus salvoconductos, Andrés pisó los estuches de cobre de los millares de cartuchos esparcidos por el polvo. El segundo camión tenía el radiador completamente aplastado. El siguiente estaba pegado a la puerta trasera del anterior. Un centenar más se habían quedado inmovilizados detrás y un oficial, calzado con botas altas, corría remontando la fila y gritando a los conductores que retrocediesen para que pudieran sacar de la carretera el camión aplastado.
Había demasiados camiones para que ello fuese posible y pudieran retroceder los conductores, a menos que el oficial no llegase al final de la fila, que no cesaba de alargarse, y que le impedía avanzar. Andrés le vio correr, tropezando, con su linterna eléctrica, gritando, blasfemando, mientras los camiones seguían llegando.
Los hombres del control no querían devolverle el salvoconducto. Eran dos, con sus fusiles al hombro, y gritando también. El que llevaba el salvoconducto en la mano atravesó la carretera para acercarse a un camión que bajaba y pedirle que fuese al próximo control, a fin de que se diera orden de retener a todos los camiones hasta que pudiera despejarse el embotellamiento. El conductor del camión escuchó lo que se le decía y prosiguió su camino. Luego, siempre con el salvoconducto en la mano, el hombre del control volvió a gritar al conductor del camión cuya carga se había desparramado.
- Deja eso y avanza, por amor de Dios, para que podamos quitar todo eso.
- Tengo rota la transmisión -explicó el conductor, inclinado sobre la trasera de su camión.
- Me cago en tu transmisión. Adelante, te he dicho.
- No se puede andar con una transmisión rota -dijo el conductor, siempre inclinado sobre la parte posterior del camión.
- Entonces, que te remolquen para que podamos sacar del camión esa porquería.
El conductor le lanzó una mirada furiosa mientras el hombre del control enfocaba con su linterna eléctrica la parte trasera del camión.
- Adelante. Adelante -gritaba, llevando el salvoconducto en la mano.
- ¿Y mi salvoconducto? -preguntó Gómez-. Mi salvoconducto. Tenemos prisa.
- Vete al diablo con tu salvoconducto -dijo el hombre. Se lo tendió y atravesó la carretera corriendo, para detener a un camión que descendía.
- Da la vuelta al llegar al cruce y ponte en posición para remolcar a este camión averiado -dijo al conductor.
- Mis órdenes son…
- Me cago en tus órdenes. Haz lo que te he dicho.
El conductor puso en marcha el vehículo y siguió carretera adelante, perdiéndose de vista.
Mientras Gómez ponía en marcha su motocicleta y avanzaba por la carretera, despejada en un largo trecho una vez rebasado el lugar de la colisión, Andrés, agarrado de nuevo a su asiento, pudo ver al hombre del control, que detenía otro vehículo, y al conductor, que sacaba la cabeza de la cabina para oír lo que le decía.
Corría rápidamente, devorando la carretera, que ascendía regularmente hacia la Sierra. Toda la circulación en el mismo sentido que llevaban ellos había quedado inmovilizada en el control y sólo pasaban los camiones que descendían, que pasaban y seguían pasando a su izquierda, mientras la motocicleta subía rápida y regularmente hasta que alcanzó la columna de vehículos que había podido pasar el control antes del accidente.
Siempre con las luces apagadas, rebasaron cuatro automóviles blindados y luego una larga fila de camiones cargados de tropas. Los soldados iban silenciosos en la oscuridad. Al principio Andrés sólo sentía su presencia por encima de él, en lo alto de los camiones a través del polvo. Luego un coche del Estado Mayor intentó abrirse paso haciendo sonar su bocina y encendiendo y apagando los faros en rápida sucesión, y Andrés vio a la luz de éstos a los soldados con los cascos de metal, los fusiles enhiestos y las ametralladoras, apuntando hacia el cielo sombrío, recortarse nítidamente en la noche para volver de nuevo a desaparecer cuando las luces de los faros se apagaban. Hubo un momento, al pasar cerca de un camión de soldados, en que pudo ver su rostro triste e inmóvil a la súbita luz. Bajo los cascos de metal, viajando en la oscuridad hacia algo que sólo sabían que era un ataque, cada uno de aquellos rostros iba contraído por una preocupación particular, y la luz los revelaba tal y como eran, de un modo como no hubiesen aparecido a la luz del día, porque hubieran tenido miedo de mostrarse así los unos a los otros, hasta el momento en que el bombardeo o el ataque comenzasen y nadie pensara ya más en la cara que tenía que poner.
Al pasar Andrés por delante de ellos, camión tras camión, con Gómez siempre hábilmente delante del coche del Estado Mayor, no se hizo semejantes reflexiones sobre aquellas caras. Pensaba solamente: «¡Qué ejército! ¡Qué equipo! ¡Qué motorización! ¡Vaya gente! Míralos. Ese es el ejército de la República. Míralos, camión tras camión. Todos con el mismo uniforme. Todos con casco de metal en la cabeza. Mira esas máquinas apuntando para recibir a los aviones. Mira qué ejército han organizado.»