- Está loco -dijo el guardia.
- No; es una figura política muy importante -dijo Gómez-. Es el comisario supremo de las Brigadas Internacionales.
- A pesar de eso, está loco -insistió el cabo-. ¿Qué hacíais detrás de las líneas fascistas?
- Este camarada es un guerrillero de por allí -dijo Gómez, mientras el hombre le registraba-. Trae un mensaje para el general Golz. Ten mucho cuidado con mis papeles. Guárdame bien el dinero, y esa bala, atada con un hilo; es de mi primera herida en el Guadarrama.
- No te preocupes -contestó el cabo-; todo se guardará en este cajón. ¿Por qué no me preguntaste a mí dónde estaba Golz?
- Quisimos hacerlo. Pregunté al centinela y él te llamó.
- Pero llegó el loco y le preguntásteis a él. Nadie debiera preguntarle nada. Está loco. Tu Golz está a tres kilómetros de aquí, a la derecha de estos peñascos, en lo alto de la carretera.
- ¿No podrías dejar que nos fuéramos?
- No. Me va la cabeza. Tengo que conduciros a presencia del loco. Y además, él tiene tu mensaje.
- Pero ¿no podrías avisar a alguien?
- Sí -dijo el cabo-; se lo diré al primer responsable que me tropiece. Todos saben que está loco.
- Siempre le había tenido por una gran figura -comentó Gómez-. Por una de las glorias de Francia.
- Puede que sea una gloria y todo lo que tú quieras -dijo el cabo, poniendo una mano sobre el hombro de Andrés-; pero está más loco que una cabra. Tiene la manía de fusilar a la gente.
- ¿Fusilarlos? ¿En serio?
- Como lo oyes -dijo el cabo-. Ese viejo mata más que la peste bubónica. Pero no mata a los fascistas, como hacemos nosotros. ¡Qué va! Ni en broma. Mata a bichos raros. Trotskistas, desviacionistas, toda clase de bichos raros.
Andrés no comprendía nada de aquello.
- Cuando estábamos en El Escorial fusilamos no sé cuantos tipos por orden suya -dijo el cabo-. Siempre nos tocó a nosotros fusilar. Los de las Brigadas no querían fusilar a sus hombres, sobre todo, los franceses. Para evitar dificultades, siempre fusilábamos nosotros. Nosotros fusilábamos a los franceses. Nosotros fusilábamos a los belgas. Nosotros fusilábamos a otros de distintas nacionalidades. De todas las clases. Tiene la manía de fusilar gente. Siempre por cuestiones políticas. Está loco. Purifica más que el salvarsán.
- Pero ¿hablarás a alguien de ese mensaje?
- Sí, hombre. Sin ninguna duda. Los conozco a todos en estas dos brigadas. Todos pasan por aquí. Conozco incluso a los rusos, aunque no hay muchos que hablen español. Impediremos a ese loco que fusile a los españoles.
- Pero ¿y el mensaje?
- El mensaje también; no te preocupes, camarada. Sabemos cómo hay que gastarlas con ese loco. No es peligroso más que con sus compatriotas. Ahora ya le conocemos.
- Traed a los dos detenidos -dijo la voz de André Marty.
- ¿Queréis echar un trago? -preguntó el cabo.
- ¿Cómo no?
El cabo cogió de un armario una botella de anís, y Gómez y Andrés bebieron. El cabo también. Secóse la boca con el dorso de la mano.
- Vámonos -dijo.
Salieron del cuarto de guardia con la boca ardiendo por efecto del anís que habían tomado entrecortadamente, con la tripa y el espíritu templados; atravesaron el vestíbulo y penetraron en la habitación donde Marty se encontraba sentado ante una larga mesa, con un mapa extendido delante de él y sosteniendo en la mano un lápiz rojo y azul, con el que jugaba a general. Para Andrés, aquello no era sino un incidente más. Había habido muchos aquella noche. Era siempre así. Si se tenían los papeles en regla y la conciencia limpia, no se corría peligro. Acababan por soltar a uno y se proseguía el camino. Pero el inglés había dicho que se dieran prisa. Sabía que no volvería a tiempo para lo del puente; pero tenía que entregar un despacho, y aquel viejo detrás de la mesa lo guardaba en su bolsillo.
- Deteneos ahí -ordenó Marty, sin levantar sus ojos.
- Escucha, camarada Marty -comenzó a decir Gómez, fortificada su cólera por los efectos del anís-; ya hemos sido estorbados una vez esta noche por la ignorancia de los anarquistas. Luego, por la pereza de un burócrata fascista. Y ahora lo estamos siendo por la desconfianza de un comunista.
- Cállate -dijo Marty, sin mirarle-. No estamos en una reunión pública.
- Camarada Marty, se trata de un asunto muy urgente -insistió Gómez-, y de la mayor importancia.
El cabo y el soldado que los escoltaban seguían con el más vivo interés la conversación, como si estuvieran presenciando una obra cuyos lances más felices, aunque vistos ya muchas veces, saboreaban con deleite por anticipado.
- Todo es de la mayor urgencia -dijo Marty-. Todas las cosas tienen importancia. -Levantó la vista hacia ellos, con el lápiz en la mano.- ¿Cómo supísteis que Golz estaba aquí? ¿Os dais cuenta de la gravedad que supone el preguntar por un general antes de iniciarse un ataque? ¿Como pudísteis saber que ese general estaría aquí?
- Cuéntaselo tú -dijo Gómez a Andrés.
- Camarada general -empezó a decir Andrés. André Marty no corrigió el error de grado-. Ese paquete me lo dieron al otro lado de las líneas.
- ¿Al otro lado de las líneas? -preguntó Marty-. ¡Ah, sí!, ya os oí decir que veníais de las líneas fascistas.
- Me lo dio un inglés llamado Roberto, camarada general, que vino como dinamitero para lo del puente. ¿Entiendes?
- Continúa con tu cuento -dijo Marty, usando la palabra cuento para expresar mentira, falsedad o invención.
- Bueno, camarada general, el inglés me ordenó que a toda prisa se lo trajera al general Golz, que va a lanzar una ofensiva por estas montañas. Y lo único que te pedimos es podérselo llevar con toda la rapidez posible, si no tiene ningún inconveniente el camarada general.
Marty volvió a sacudir la cabeza. Miraba a Andrés, pero no le veía.
Golz, pensaba con una mezcla de horror y de satisfacción; esa mezcla que es capaz de experimentar un hombre al saber que su peor rival ha muerto en un accidente de coche particularmente atroz, o que una persona que odiaba, y cuya probidad no se puso nunca en duda, acababa de ser acusada de desfalco. Que Golz fuese también uno de ellos… Que Golz mantuviera relaciones tan evidentes con los fascistas… Golz, a quien él conocía desde hacía más de veinte años. Golz, que había capturado el tren de oro aquel invierno con Lucacz en Siberia. Golz, que se había batido contra Kolchak y en Polonia. Y en el Cáucaso, y en China. Y aquí, desde el primero de octubre. Pero había sido íntimo de Tukhachevsky. De Vorochilov también, ciertamente. Pero fue íntimo de Tukhachevsky. ¿Y de quién más? Aquí lo era de Karkov, desde luego. Y de Lucacz. Pero todos los húngaros eran intrigantes. El detestaba a Gall. «Acuérdate de eso. Anótalo.» Golz había detestado siempre a Gall. Pero sostenía a Putz. «Acuérdate de eso. Y Duval es su jefe de Estado Mayor. Fíjate en lo que hay detrás de todo eso. Se le ha oído decir que Copie era un imbécil. Eso es algo definitivo. Eso es algo que cuenta. Y ahora, ese mensaje procedente de las líneas fascistas.» Solamente cortando las ramas podridas podría conservarse el árbol sano y vigoroso. Era necesario que la podredumbre quedara al descubierto para que pudiera ser destruida. Pero que tuviera que ser Golz… Que fuera Golz uno de los traidores… Sabía que no era posible confiar en nadie. En nadie. Nunca. Ni en la propia mujer. Ni en el hermano. Ni en el más viejo camarada. En nadie. Nunca.