- Lleváoslos y vigiladlos.
El cabo y el soldado se cruzaron una mirada. Para ser una entrevista con Marty, había sido poco ruidosa.
- Camarada Marty -dijo Gómez-, no procedas como un demente. Escúchame a mí, un oficial leal, un camarada. Ese mensaje tiene que ser entregado. Este camarada lo ha traído atravesando las líneas fascistas para entregárselo al camarada general Golz.
- Lleváoslos -ordenó Marty al centinela, expresándose con gran dulzura. Los compadecía como seres humanos aunque fuese necesario liquidarlos. Pero era la tragedia de Golz lo que le obsesionaba. Que tuviera que ser Golz, pensaba. Era preciso llevar en seguida el mensaje fascista a Varloff.
No, sería mejor que él mismo se lo entregara a Golz y le observara en su reacción. ¿Cómo estar seguro de Varloff, si Golz mismo era uno de ellos? No. Era un asunto que requería grandes precauciones.
Andrés se dirigió a Gómez.
- ¿Crees que no va a enviar el mensaje? -preguntó, sin acabar de creerlo.
- ¿No lo estás viendo? -dijo Gómez.
- Me cago en su puta madre -dijo Andrés-. Está loco.
- Sí -asintió Gómez-; está loco. Estás loco. ¿Me oyes? Loco -gritó a Marty, que estaba de espaldas a ellos, inclinado sobre el mapa, esgrimiendo su lápiz rojo y azul-. ¿Me oyes, loco asesino?
- Lleváoslos -volvió a decir Marty-. Su cabeza está desquiciada bajo el peso de su enorme culpa.
Aquélla era una frase que al cabo le resultaba familiar. La había oído ya otras veces.
- Loco. Asesino -gritaba Gómez.
- Hijo de la gran puta -gritaba Andrés-. Loco.
La estupidez de aquel hombre le exasperaba. Si era un loco, que le encerrasen, que le quitaran el mensaje del bolsillo. Al diablo con aquel loco. La furia española empezaba a manifestarse, sobreponiéndose a su manera de ser calmosa y a su humor afable. Un poco más, y le cegaría.
Marty, con los ojos fijos en el mapa, movió tristemente la cabeza mientras los guardias hacían salir a Gómez y a Andrés. Los guardias se divirtieron al oír cómo le insultaban; pero, en conjunto, la representación había resultado floja. Habían visto otras mucho mejores. A André Marty no le importaban las injurias. Muchos hombres le habían maldecido, al fin y al cabo. Sentía piedad de todos, sinceramente, como seres humanos. Era algo que se repetía a menudo y era una de las pocas ideas sanas que le quedaban y que fuera realmente suya.
Siguió sentado allí, con los ojos fijos en el mapa, hacia el que apuntaban también las guías de sus bigotes; aquel mapa que no comprendería nunca, con los círculos de color castaño finos como la tela de una araña. Podía discernir las cimas y los valles, pero no comprendía en absoluto por qué era preciso elegir esa cima o aquel valle. En el Estado Mayor, donde, gracias al régimen de los comisarios políticos, tenía derecho a intervenir, sabía poner el dedo sobre tal o cual lugar numerado, rodeado de un círculo castaño, en medio de las manchas verdes de los bosques, cortado por las líneas de las carreteras que corrían paralelas a las líneas sinuosas de los ríos, y decir: «Aquí. Este es el punto vulnerable.»
Gall y Copie, que eran los dos políticos y hombres ambiciosos, asentían y, más tarde, hombres que nunca habían visto el mapa, y a quienes habían dicho el número de la cota antes de salir, treparían por las laderas en busca de su muerte, a menos que, detenidos por el fuego de las ametralladoras ocultas entre los olivares no la alcanzasen jamás. Podía suceder asimismo que en otros frentes trepasen fácilmente para descubrir que no habían mejorado en nada su posición anterior. Pero cuando Marty ponía el dedo sobre el mapa en el Estado Mayor de Golz, los músculos de la mandíbula del general de cráneo lleno de cicatrices y rostro blanco se crispaban, mientras se decía para sí: «Debiera matarte, André Marty, antes de consentir que pusieras tu inmundo dedo sobre uno de mis mapas. Maldito seas por todos los hombres que has hecho morir mezclándote en cosas que no conocías. Maldito sea el día en que se dio tu nombre a la fábrica de tractores, a las aldeas, a las cooperativas, convirtiéndote en un símbolo al que yo no puedo tocar. Vete a otra parte a sospechar, a exhortar, a intervenir, a denunciar y a asesinar, y deja en paz mi Estado Mayor.»
Pero en lugar de decir eso, Golz se limitaba a apartarse de la inmensa mole inclinada sobre el mapa con el dedo extendido, los ojos acuosos, el mostacho de un blanco grisáceo, y el aliento fétido, y decía: «Sí, camarada Marty; comprendo tu punto de vista; pero no está enteramente justificado y no estoy de acuerdo. Puedes pasar sobre mi cadáver, si lo prefieres. Sí, puedes convertirlo en una cuestión de partido, como dices. Pero no estoy de acuerdo.»
Así, pues, André Marty seguía en aquellos momentos sentado, estudiando su mapa, extendido sobre la mesa, a la luz cruda de una bombilla eléctrica sin pantalla suspendida por encima de su cabeza y, consultando las copias de las órdenes de ataque, trataba de buscar el lugar lentamente, cuidadosa y laboriosamente sobre el mapa como un joven oficial que tratara de resolver un problema en un curso preparatorio de Estado Mayor.
Hacía la guerra. Con su pensamiento mandaba las tropas; tenía derecho a intervenir y pensaba que ese derecho era un mando Seguía sentado allí, con la carta de Robert Jordan a Golz en el bolsillo, mientras Gómez y Andrés esperaban en el cuarto de guardia y Robert Jordan estaba tumbado en el bosque, más arriba del puente.
Es más que dudoso que la misión de Andrés hubiera concluido de forma distinta si hubieran podido seguir su camino Gómez y él sin los estorbos impuestos por André Marty. No había nadie en el frente con autoridad bastante para suspender el ataque. El mecanismo se había puesto en movimiento desde hacía demasiado tiempo para que se pudiera detener de golpe. En las operaciones militares, cualesquiera que sean, hay siempre mucha inercia. Pero una vez que esa inercia ha sido sobrepasada y que el mecanismo se ha puesto en marcha, es tan difícil detenerlo como desencadenarlo.
Aquella noche, el anciano, con su boina echada sobre los ojos, permanecía sentado ante la mesa mirando el mapa cuando la puerta se abrió y Karkov, el periodista ruso, entró acompañado de otros dos rusos, vestidos de paisanos, con gorra y chaqueta de cuero. El cabo de guardia lamentó tener que cerrar la puerta detrás de ellos. Karkov había sido el primer hombre de solvencia con quien había podido comunicarse.