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«Maldito sea -pensó-. ¿Qué les habrá pasado?» Seguían disparando en el puesto de arriba. Había demasiado tiroteo por todas partes. Continuó sujetando dos granadas, la una al lado de la otra, encima de los bloques de explosivos y enrollando el hilo en torno a las rugosidades, para apretarlas bien, y retorciendo los alambres con las tenazas. Palpó el conjunto y después, para consolidarlo, introdujo otra cuña por encima de las granadas, a fin de que toda la carga quedara bien sujeta contra las vigas de acero.

- Al otro lado ahora, viejo -gritó a Anselmo. Y atravesó el puente por la armazón como un Tarzán condenado a vivir en una selva de acero templado, según pensó. Luego salió de debajo del puente hacia la luz, con el río sonando siempre bajo sus pies, levantó la cabeza y vio a Anselmo, que le tendía las cargas de explosivos. «Tiene buena cara -pensó-. Ya no llora. Tanto mejor. Ya hay un lado hecho. Vamos a hacer este otro, y acabamos. Vamos a volarlo como un castillo de naipes. Vamos. No te pongas nervioso. Vamos. Hazlo como debes, como has hecho el otro lado. No te embarulles. Calma. No quieras ir más de prisa de lo que debes. Ahora no puedes fallar. Nadie te impedirá que vuele uno de los lados. Lo estas haciendo muy bien. Hace frío aquí. Cristo, esto está fresco como una bodega y sin moho. Por lo general, debajo de los puentes suele haber moho. Este es un puente de ensueño. Un condenado puente de ensueño. Es el viejo quien está arriba, en un sitio peligroso. No trates de ir más de prisa de lo que debes. Quisiera que todo este tiroteo acabase.»

- Alcánzame unas cuñas, viejo.

«Este tiroteo no me gusta nada. Pilar debe de andar metida en algún lío. Algún hombre del puesto debía de estar fuera. Fuera y a espaldas de ellos, o bien a espaldas del aserradero. Siguen disparando. Eso prueba que hay alguien en el aserradero. Y todo ese condenado serrín. Esos grandes montones de serrín. El serrín, cuando es viejo y está bien apretado, es una cosa buena para parapetarse detrás. Pero tiene que haber todavía combatiendo varios de ellos. Por el lado de Pablo todo está silencioso. Me pregunto qué significa ese segundo tiroteo. Ha debido de ser un coche o un motociclista. Dios quiera que no traigan por aquí coches blindados o tanques. Continúa. Coloca todo esto lo más rápidamente que puedas, sujétalo bien y átalo después con fuerza. Estás temblando como una mujercita. ¿Qué diablos te ocurre? Quieres ir demasiado de prisa. Apuesto a que esa condenada mujer no tiembla allá arriba. La Pilar esa. Puede que tiemble también. Tengo la impresión de que está metida en un buen lío. Debe de estar temblando en estos momentos. Como cualquier otro en su lugar.»

Salió de bajo del puente, hacia la luz del sol, y tendió la mano para coger lo que Anselmo le pasaba. Ahora que su cabeza estaba fuera del ruido del agua, oyó como arreciaba la intensidad del tiroteo y volvió a distinguir el ruido de la explosión de las granadas. Más granadas todavía.

«Han atacado el aserradero. Es una suerte que tenga los explosivos en bloques y no barras. ¡Qué diablo, es más limpio! Pero un condenado saco lleno de gelatina sería mucho más rápido. Sería mucho más rápido. Dos sacos. No. Con uno sería suficiente. Y si tuviéramos los detonadores y el viejo fulminante… Ese hijo de perra tiró el fulminante al río. Esa vieja caja que ha estado en tantos sitios. Fue a este río adonde la tiró ese hijo de puta de Pablo. Les está dando para el pelo en estos momentos.»

- Dame algunas más, viejo.

«El viejo lo hace todo muy bien. Está en un sitio muy peligroso ahí arriba en estos momentos. El viejo sentía horror ante la idea de matar al centinela. Yo también; pero no lo pensé. Y no lo pienso ya en estos momentos. Hay que hacerlo. Sí. Pero Anselmo tuvo que hacerlo con una carabina vieja. Sé lo que es eso. Matar con arma automática es más fácil. Para el que mata, por supuesto. Es cosa distinta. Tras el primer apretón al gatillo, es el arma quien dispara. No tú. Bueno, ya pensarás en eso más tarde. Tú, con esa cabeza tan buena. Tienes una cabeza muy buena de pensador, viejo camarada Jordan. Vuélvete, Jordan, vuélvete. Te gritaban eso en el fútbol, cuando tenías la pelota. ¿Sabes que en realidad no es más grande el río Jordán que este riachuelo que está ahí abajo? En su origen, quiero decir. Claro que eso puede decirse de cualquier cosa en su origen. Se está muy bien bajo este puente. Es una especie de hogar lejos del hogar. Vamos, Jordan, recóbrate. Esto es una cosa seria, Jordan. ¿No lo comprendes? Una cosa seria. Aunque va siendo cada vez menos seria. Fíjate en el otro lado. ¿Para qué? Ya estoy listo ahora, pase lo que pase. Como vaya el Maine irá la nación. Como vaya el Jordán irán esos condenados israelitas. Quiero decir, el puente. Como vaya Jordan, así irá el condenado puente. O más bien al revés.»

- Dame unas pocas más, Anselmo, hombre -dijo. El viejo asintió-. Estamos casi terminando -dijo Robert Jordan. El viejo asintió de nuevo.

Mientras terminaba de sujetar las granadas con alambre, dejó de oír el tiroteo en la parte alta de la carretera. De repente se encontró con que el único ruido que acompañaba su trabajo era el rumor de la corriente. Miró hacia abajo y vio las hirvientes aguas blanquecinas despeñándose por entre las rocas que poco trecho más abajo formaban un remanso de aguas quietas en las que giraba velozmente una cuña que, momentos antes, había dejado escapar. Una trucha se levantó para atrapar algún insecto, formando un círculo en la superficie del agua, muy cercano del lugar en donde giraba la astilla. Mientras retorcía el alambre con la tenaza para mantener las dos granadas en su sitio, vio a través de la armazón metálica del puente la verde ladera de la colina iluminada por el sol. «Hace tres días tenía un color más bien pardusco», pensó.

Salió de la oscuridad fresca del puente hacia el sol brillante, y gritó a Anselmo, que tenía la cara inclinada hacia éclass="underline"

- Dame el rollo grande de alambre.

«Por amor de Dios, no dejes que se aflojen. Esto las sostendrá sujetas. Quisieras poder atarlas a fondo. Pero con la extensión de hilo que empleas quedará bien», pensó Robert Jordan palpando las clavijas de las granadas. Se aseguró de que las granadas sujetas de lado tenían suficiente espacio para permitir a las cucharas levantarse cuando se tirase de las clavijas (el hilo que las mantenía sujetas pasaba por debajo de las cucharas), luego fijó un trozo de cable a una de las anillas, lo sujetó con el cable principal que pasaba por el anillo de la granada exterior, soltó algunas vueltas del rollo y pasó el hilo al través de una viga de acero. Por último, tendió el rollo a Anselmo:

- Sujétalo bien.

Saltó a lo alto del puente, tomó el rollo de las manos del viejo y retrocedió todo lo deprisa que pudo hacia el sitio donde el centinela yacía en medio de la carretera; sacó el alambre por encima de la balaustrada y fue soltando cable a medida que avanzaba.

- Trae las mochilas -gritó a Anselmo sin detenerse, marchando siempre de espaldas. Al pasar se inclinó para recoger la ametralladora, que colgó otra vez de su hombro.

Fue entonces cuando, al levantar los ojos, vio a lo lejos, en lo alto de la carretera, a los que volvían del puesto de arriba.