En ese preciso instante oyó un camión que bajaba y, por encima de su hombro, le vio acercarse al puente. Arrollandose el alambre en torno de su muñeca, gritó a Anselmo:
- Hazlo saltar.
Y hundió los talones en el suelo, echándose hacia atrás con todas sus fuerzas para tirar del alambre. Se oyó el ruido del camión al acercarse, cada vez más potente, y allí estaba la carretera, con el centinela muerto, el largo puente, el trecho de carretera, más allá, aún libre, y luego hubo un estrépito infernal y el centro del puente se levantó por los aires, como una ola que se estrella contra los rompientes, y Robert Jordan sintió la ráfaga de la explosión llegar hasta él en el mismo instante en que se arrojaba de bruces en la cuneta llena de piedras, protegiéndose la cabeza con las manos. Aún tenía la cara pegada a las piedras cuando el puente descendió de los aires y el olor acre y familiar del humo amarillento le envolvió mientras comenzaban a llover los trozos de acero.
Cuando los pedazos de acero dejaron de caer, él seguía vivo aún. Levantó la cabeza y miró al puente. La parte central había desaparecido. La carretera y el resto del puente estaban sembrados de pedazos de hierro, retorcidos y relucientes. El camión se había detenido un centenar de metros más arriba. El conductor y los dos hombres que le acompañaban corrían buscando refugio.
Fernando seguía recostado en la cuesta y respiraba aún, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo y las manos abiertas.
Anselmo estaba tendido de bruces detrás del poyo blanco. Su brazo izquierdo aparecía doblado debajo de la cabeza y el brazo derecho extendido. Aún llevaba el alambre arrollado a la muñeca derecha.
Robert Jordan se levantó, atravesó la carretera, se arrodilló junto a él y vio que estaba muerto. No le volvió la cara por no ver de qué manera le había golpeado el trozo de acero. Estaba muerto, y eso era todo.
Parecía muy pequeño muerto, pensó Robert Jordan. Parecía pequeño con su cabeza gris, y Robert Jordan pensó: «Me pregunto cómo ha podido llevar encima semejantes cargas, si era verdaderamente tan pequeño.» Luego se fijó en la forma de las pantorrillas y en los gruesos muslos por debajo del estrecho pantalón de pana gris y en las alpargatas de suela de cáñamo, muy gastadas. Recogió la carabina y las dos mochilas, casi vacías, atravesó la carretera y cogió el fusil de Fernando.
De un puntapié, apartó un trozo de hierro que había quedado en la carretera. Luego se echó los dos fusiles al hombro, sujetándolos por el cañón, y comenzó a subir la cuesta hacia los árboles. No volvió la cabeza para mirar atrás ni tampoco al otro lado del puente, hacia la carretera. Más abajo seguían disparando, pero aquello no le preocupaba.
Los humos del TNT le hicieron toser. Estaba como entontecido.
Cuando llegó junto a Pilar, escondida detrás de un árbol, dejó caer uno de los fusiles, junto a los que ya estaban allí. Pilar echó un vistazo y vio que volvían a tener tres fusiles.
- Estáis colocados aquí demasiado arriba -dijo-; hay un camión en la carretera y no podéis verlo. Han creído que era un avión. Sería preferible que os apostárais más abajo. Yo voy a bajar con Agustín para cubrir a Pablo.
- ¿Y el viejo? -preguntó ella, mirándole a la cara.
- Muerto.
Tosió, carraspeó y escupió al suelo.
- Tu puente ha volado, inglés -dijo Pilar, sin dejar de mirarle-. No olvides eso.
- No olvido nada -contestó-; tienes una voz muy recia. Te he oído gritar desde abajo como un energúmeno. Dile a María que estoy bien.
- Hemos perdido dos en el aserradero -dijo Pilar tratando de hacerle comprender la situación.
- Ya lo he visto -dijo Robert Jordan-. ¿Has hecho muchas tonterías?
- Vete a hacer puñetas, inglés. Fernando y Eladio eran hombres también.
- ¿Por qué no te vuelves con los caballos? -preguntó Jordan-. Yo puedo vigilar este trecho mejor que tú.
- No, tú tienes que cubrir a Pablo.
- Al diablo con Pablo. Que se cubra con mierda.
- No, inglés. Pablo ha vuelto. Ha luchado mucho ahí abajo. ¿No lo has oído? Ahora está luchando contra algún peligro. ¿No lo oyes?
- Le cubriré. Pero luego os iréis todos a la mierda. Tú y tu Pablo.
- Inglés -dijo Pilar-, cálmate. Yo he estado junto a ti y te he ayudado como nadie. Pablo te hizo daño, pero luego volvió.
- Si hubiera tenido el fulminante, el viejo no habría muerto. Hubiera podido volar el puente desde aquí.
- Sí, sí, sí… -dijo Pilar.
La cólera, la sensación de vacío y el odio que había sentido cuando, al levantarse de la cuneta, había visto a Anselmo, seguían dominándole. Y sentía también desesperación, esa desesperación que nace de la pena y que inspira a los soldados el odio suficiente para continuar siendo soldados. Ahora que todo había acabado, se sentía solo, abandonado, sin ganas de nada y odiando a todos los que tenía alrededor.
- Si no hubiera nevado… -dijo Pilar.
Y entonces, no de una manera súbita, como hubiera ocurrido tratándose de un desahogo físico, si, por ejemplo, Pilar le hubiera puesto el brazo encima del hombro, sino lentamente y de una forma reflexiva, empezó a aceptar lo que había pasado y a dejar que el odio se disipara.
Claro, la nieve. Había sido la culpable de todo. La nieve. La nieve había jugado a otros una mala pasada también. Y al ver cómo sucedieron las cosas a los demás, al conseguir desembarazarse de sí mismo, de ese del que había que desembarazarse constantemente en una guerra, volvía a ver las cosas de una manera objetiva. En la guerra no había lugar para uno mismo. Y al olvidarse de sí mismo, le oyó a Pilar decir: «El Sordo…»
- ¿Qué dices? -preguntó.
- El Sordo…
- Sí -dijo Robert Jordan, y sonrió con una sonrisa crispada, tensa, una sonrisa que le hacía daño en los músculos de la cara.
- Perdóname. He hecho mal. Lo siento, mujer. Hagámoslo todo bien y de acuerdo. Como tú dices, el puente ha volado.
- Sí, tienes que poner las cosas en su lugar.
- Voy a reunirme ahora con Agustín. Coloca a tu gitano más abajo, para que pueda ver la carretera. Dale estos fusiles a Primitivo y coge tú la máquina. Déjame que te enseñe cómo.