- Hace más de cinco minutos que no le oigo -dijo Agustín-. Más de cinco minutos. No. Mira. Ahí está. Sí, es él.
Se oyó el tableteo del fusil automático de caballería. Primero, una serie breve de disparos. Luego otra y, en seguida, una tercera serie de disparos.
- Ahí está ese hijo de puta -dijo Robert Jordan.
Vio llegar más aviones por el alto cielo azul limpio de núbes y observó la expresión de Agustín cuando éste levantó la vista hacia ellos. Luego miró hacia el puente destrozado y el trecho de carretera de más allá que seguía sin nadie. Tosió, escupió y prestó oído al tableteo de la ametralladora pesada, que comenzaba a disparar al otro lado del recodo de la carretera. Parecía hallarse en el mismo sitio que antes.
- ¿Qué ha sido eso? -preguntó Agustín-. ¿Qué es esa porquería?
•-Ha estado disparando desde antes que volara el puente -dijo Robert Jordan.
Podía ver ahora la corriente de agua mirando por entre los soportes descuajados y distinguir los restos del tramo central colgando en el vacío, semejantes a un mandil de hierro, retorcido. Oyó a los primeros aviones, que estaban descargando sus bombas más arriba del puerto, y vio que acudían otros en la misma dirección. El ruido de los motores parecía llenar el alto cielo y, mirando con atención, distinguió los diminutos y ágiles cazas que iban detrás de ellos, describiendo círculos mucho más altos, entre las nubes.
- No creo que ésos cruzaran las líneas el otro día -dijo Primitivo-. Han debido de ir hacia el Oeste y ahora están volviendo. No se hubiera organizado una ofensiva de haberlos visto.
- La mayor parte de esos aparatos son nuevos -dijo Robert Jordan.
Tenía la impresión de que algo que había comenzado normalmente provocaba de golpe repercusiones enormes, desproporcionadas, gigantescas. Era como si se hubiera arrojado una piedra al agua, la piedra hubiese descrito un círculo y ese círculo se hubiera ido haciendo más grande, rugiendo, hinchándose, abriéndose en círculos más grandes hasta hacerse una montaña de olas. O como si se hubiera gritado y el eco hubiese respondido, desencadenando una tormenta aparatosa, una tormenta mortal. O como si se hubiera golpeado a un hombre, como si el hombre hubiese caído y como si por alguna parte hubieran aparecido otros hombres provistos de armas. Se alegraba de no encontrarse en lo alto del puerto con Golz.
Tumbado en el suelo, junto a Agustín, mirando a los aviones que pasaban, escuchando el tiroteo, vigilando la carretera, esperaba que sucediera algo, aunque no sabía qué, y se sentía aún como entontecido por la sorpresa de no haber muerto en el puente. Había aceptado de manera tan completa el morir, que todo aquello se le antojaba irreal. «Espabila -se dijo-. Deja todo eso. Hay mucho, mucho, mucho que hacer todavía.» Pero no lograba zafarse de aquella especie de entontecimiento y sentía de manera inconsciente que todo aquello se estaba convirtiendo en un sueño.
«Has tragado demasiado humo.» Pero sabía que no era aquello. Se daba muy bien cuenta de hasta qué punto todo aquello era irreal a través de la realidad absoluta. Miró al puente; luego al centinela que yacía sobre la carretera, no lejos del sitio en donde Anselmo yacía también; después, a Fernando, tumbado en la cuesta, y luego volvió a mirar la carretera, oscura y bien asfaltada hasta el camión reventado, y todo aquello le pareció enteramente irreal.
«Sería mejor que dejaras de pensar en esas cosas -reflexionó-. Eres como esos gallos de pelea, que nadie ve la herida que han recibido, y están ya muertos. Estupideces. Estás un poco entontecido; eso es todo, y deprimido por tanta responsabilidad; eso es todo. Tranquilízate.»
Agustín le cogió del brazo para llamar su atención sobre alguna cosa. Miró al otro lado del desfiladero y vio a Pablo. Vieron a Pablo desembocar, corriendo, por el recodo de la carretera. En el ángulo de rocas en que la carretera desaparecía le vieron detenerse, pegarse a la muralla rocosa y disparar con la pequeña ametralladora de caballería, que arrojaba al sol una cascada de cobre brillante. Vieron a Pablo agacharse y disparar otra vez. Luego, sin mirar hacia atrás, volvió a correr, pequeño, con las piernas torcidas y la cabeza inclinada camino del puente.
Robert Jordan apartó a Agustín y se hizo cargo de la gran ametralladora automática. Apuntó cuidadosamente hacia el recodo. Su fusil automático estaba en el suelo, a su izquierda. No le servía para disparar a aquella distancia.
Mientras Pablo corría hacia ellos, Robert Jordan seguía apuntando hacia el recodo; pero nada apareció por él. Pablo, al llegar al puente, se volvió hacia atrás, echó por encima del hombro una mirada rápida, giró hacia la izquierda y descendió por el desfiladero, perdiéndose de vista. Robert Jordan seguía vigilando el recodo, pero nada aparecía. Agustín se irguió sobre sus rodillas. Veía a Pablo deslizándose por el desfiladero como una cabra. Desde que Pablo apareció, el tiroteo había cesado.
- ¿Ves algo por allá arriba, entre las rocas? -preguntó Robert Jordan. -Nada.
Jordan seguía vigilando el recodo. Sabía que el paredón era demasiado abrupto para que pudiera escalarse por aquella parte; pero más abajo la cuesta se hacía más suave y se podía subir dando un rodeo.
Si las cosas habían sido irreales hasta entonces, he aquí que, de repente, se hacían enteramente reales. Era como si el ocular de una máquina fotográfica hubiese encontrado repentinamente su foco. Fue entonces cuando vio el artefacto de hocico anguloso y torrecilla cuadrada, pintado de verde gris y castaño, con su ametralladora apuntada, dando la vuelta al recodo iluminado por el sol. Disparó, y oyó el ruido que hacía la bala al chocar contra la cubierta de acero. El pequeño tanque dio marcha atrás, refugiándose tras la muralla rocosa. Vigilando el recodo, Robert Jordan vio asomar nuevamente la nariz del artefacto, luego el borde de la torrecilla y por último toda la torrecilla, hasta que el cañón de la ametralladora quedó enfilado a lo largo de la carretera.
- Parece un ratón saliendo de su agujero -dijo Agustín-.Mira, inglés.
- No está muy confiado -dijo Robert Jordan.
- Ese es el animal con que Pablo tuvo que pelear -dijo Agustín-. Dispara otra vez.
- No. No puedo hacerle daño. Y no quiero que se dé cuenta de dónde estamos.
El tanque comenzó a disparar sobre la carretera. Las balas rebotaban contra el suelo y resonaban contra los hierros del puente. Era la misma ametralladora que habían oído disparar más abajo.
- Cabrón -dijo Agustín-. Ese es uno de sus famosos tanques, ¿no, inglés?
- Sí, es un «Bebé».
- Cabrón. Si yo tuviese un biberón lleno de gasolina, se lo tiraría encima y le prendería fuego. ¿Qué vamos a hacer, inglés?
- Esperar un poco hasta que se asome de nuevo.
- Y eso es lo que mete tanto miedo -dijo en tono despectivo Agustín-. Mira, inglés. Está matando otra vez a los centinelas.
- Ya que no tiene otro blanco -dijo Robert Jordan Déjale.