Pero para sus adentros pensó: «Búrlate de él, anda. Imagínate que eres tú, que vuelves a un territorio ocupado por los tuyos y que te encuentras con que te disparan en la carretera principal; luego, con que salta un puente. ¿No creerías que había sido minado o bien que se trataba de una trampa? Claro que sí. Así es que hace lo que tiene que hacer. Está aguardando que venga alguien en su ayuda. Entretanto, distrae al enemigo. El enemigo somos nosotros; pero no puede saberlo. Mira al muy hijo de puta.»
El tanquecillo asomaba ligeramente el morro por el recodo.
Entonces vio Agustín aparecer a Pablo, saliendo del desfiladero, y le vio trepar, arrastrándose, con el barbudo rostro lleno de sudor.
- Ahí viene ese hijo de puta -anunció.
- ¿Quién?
- Pablo.
Robert Jordan vio a Pablo y comenzó a disparar sobre la torrecilla camuflada del tanquecillo, hacia el punto en donde sabía que tenía que estar la hendidura que servía de mira más abajo de la ametralladora. El tanquecillo retrocedió, desapareció y Jordan recogió el fusil ametrallador, plegó las patas del trípode y se lo echó al hombro. El cañón estaba todavía caliente; tan caliente, que le quemaba la piel. Jordan lo echó hacia atrás, de forma que la culata descansara en la palma de su mano.
- Trae el saco de las municiones y mi pequeña máquina, y date prisa. Vamos.
Robert Jordan subió corriendo por entre los pinos. Agustín iba detrás de él y Pablo un poco más lejos.
- Pilar -gritó Jordan-. Vamos, mujer.
Subían la empinada cuesta todo lo de prisa que podían. No podían correr porque era demasiado empinada. Pablo, que no llevaba más impedimenta que el fusil automático de caballería, llegó pronto hasta ellos.
- ¿Y tu gente? -preguntó Agustín a Pablo, con la boca seca.
- Han muerto todos -dijo Pablo. Apenas si podía respirar. Agustín volvió la cabeza y le miró fijamente.
- Ahora tenemos muchos caballos, inglés -dijo Pablo, jadeando.
- Bueno -dijo Robert Jordan. «Este bastardo asesino», pensó.
- ¿Qué os ha pasado?
- Nos ha pasado de todo -dijo Pablo, respirando penosamente-. ¿Qué tal le fue a Pilar?
- Ha perdido a Fernando y al hermano.
- Eladio -explicó Agustín.
- ¿Y tú? -preguntó Pablo.
- He perdido a Anselmo.
- Hay muchos caballos -dijo Pablo-; tendremos hasta para los equipajes.
Agustín se mordió los labios, miró a Jordan e hizo un movimiento con la cabeza. Debajo de ellos, oculto por los árboles, oyeron al tanque, que volvía a disparar sobre la carretera y el puente. Robert Jordan volvió la cabeza.
- ¿Qué fue lo que sucedió, pues? -preguntó a Pablo. Quería evitar mirar a Pablo y olerle, pero quería enterarse.
- No podía salir por allí con ese artefacto -dijo Pablo-. Estábamos atrapados en el puesto. Por fin, se alejó para ir en busca de no sé qué cosa, y yo escapé.
- ¿Contra quién disparabas ahí abajo? -preguntó brutalmente Agustín.
Pablo le miró, esbozó una sonrisa, se arrepintió y no dijo nada.
- ¿Fuiste tú quien los mató a todos? -preguntó Agustín.
Robert Jordan pensaba: «No te metas en eso. No hay que meterse en ello por el momento. Han hecho todo lo que tú querías e incluso más. Esta es una pelea de tribus. No te metas a juzgar a nadie. ¿Qué podías esperar de un asesino? Estás trabajando con un asesino. No te metas en eso. Ya sabías que lo era antes de empezar. No es ninguna sorpresa. Pero ¡qué cochino bastardo! ¡Qué cochino, inmundo bastardo!»
Le dolía el pecho de la escalada y pensaba que" iba a abrírsele en dos. Al fin, más arriba, entre los árboles, vio los caballos.
- Vamos -decía Agustín-. ¿Por qué no confiesas que fuiste tú quién los mató?
- Calla la boca -dijo Pablo-. He peleado mucho hoy y muy bien. Pregúntaselo al inglés.
- Y ahora, sácanos de aquí -dijo Robert Jordan-. Eres tú el que tenía un plan para sacarnos.
- Tengo un buen plan -dijo Pablo-; con un poco de suerte, todo irá bien.
Empezaba a respirar con más holgura. -No tendrás intenciones de matarnos, ¿eh? -preguntó Agustín-. Porque estoy dispuesto a matarte yo ahora mismo.
- Cierra el pico -dijo Pablo-; tengo que ocuparme de tus intereses y de los de la banda. Es la guerra. No se puede hacer lo que se quiere.
- Cabrón -dijo Agustín-; te llevas todos los premios. -Dime qué ocurrió allá abajo -dijo Robert Jordan a Pablo.
- Pasó de todo -contestó Pablo. Respiraba trabajosamente, como si le doliera el pecho, pero podía hablar con claridad. Su cara y su cráneo estaban empapados de sudor y tenía los hombros y el pecho asimismo empapados. Miró a Robert Jordan con precaución, para ver si no se. mostraba realmente hostil, y luego sonrió-: Me pasó de todo -dijo-. Primero tomamos el puesto. Después apareció un motociclista. Después, otro. Después, una ambulancia. Luego, un camión. Más tarde llegó el tanque. Un momento antes de que tú volaras el puente.
- ¿Y luego?
- El tanque no podía alcanzarnos, pero tampoco podíamos salir porque dominaba la carretera. Por fin se marchó, y entonces pude salir.
- ¿Y tu gente? -preguntó Agustín, buscando todavía camorra.
- Cállate -dijo Pablo, mirándole a la cara, y su cara era la de un hombre que se había batido bien antes de que sucediera lo otro-. No eran de nuestra banda.
Podían ver ahora a los caballos atados a los árboles. El sol les daba de lleno por entre las ramas y los animales, inquietos, sacudían la cabeza y tiraban de las trabas. Robert Jordan vio a María y un instante después la estrechaba entre sus brazos. La abrazó con tanta vehemencia, que el tapallamas del fusil ametrallador se le hundió en las costillas. María dijo:
- Roberto, Tú. Tú. Tú.
- Sí, conejito, conejito mío. Ahora nos iremos de aquí. -Pero ¿eres tú de verdad? -Sí, sí, de verdad.
No había pensado nunca que pudiera llegarse a saber que una mujer podía existir durante una batalla ni que ninguna parte de sí mismo pudiera saberlo o responder a ello; ni que, si había realmente una mujer, pudiera tener pequeños senos redondos y duros apretados contra uno, a través de una camisa; ni que se pudiera tener conciencia de esos senos durante una batalla. «Pero es verdad -pensó-. Y es bueno. Es bueno. No hubiera creído jamás en esto.» La apretó contra él, fuerte, muy fuerte, pero no la miró y le dio un cachete en un lugar donde no se lo había dado nunca, diciéndole:
- Sube a ese caballo, guapa.
Luego desataron las bridas. Robert Jordan había devuelto el arma automática a Agustín y había cogido su fusil ametrallador, cargándoselo al hombro. Sacó las granadas de los bolsillos para meterlas en las alforjas; luego metió una de las mochilas vacías en la otra y las ató detrás de la montura. Pilar llegó tan agotada por la cuesta, que no podía hablar más que por gestos.