- Guapa -dijo a María, cogiéndole las manos entre las suyas-. Oye. Ya no iremos a Madrid.
Entonces, ella se puso a llorar.
- No, guapa; no llores. Escucha. No iremos a Madrid ahora; pero iré contigo a todas partes adonde vayas. ¿Comprendes?
Ella no dijo nada. Apoyó la cabeza contra la mejilla de Robert Jordan y le echó los brazos al cuello.
- Oye bien, conejito -dijo-, lo que voy a decirte. -Sabía que era preciso darse prisa y estaba sudando y transpiraba abundantemente; pero era menester que las cosas fueran dichas y comprendidas.- Tú te vas ahora, conejito, pero yo voy contigo. Mientras viva uno de nosotros, viviremos los dos. ¿Lo comprendes?
- No. Me quedo contigo.
- No, conejito. Lo que hago ahora, tengo que hacerlo solo. No podría hacerlo contigo. ¿Te das cuenta? Cualquiera que sea el que se quede, es como si nos quedáramos los dos.
- Yo quiero quedarme contigo.
- No, conejito, oye. Esto no podemos hacerlo juntos. Cada cual tiene que hacerlo a solas. Pero si te vas, yo me voy contigo. De esa manera, yo me iré también. Tú te vas ahora; sé que te irás. Porque eres buena y cariñosa. Te vas ahora para que nos vayamos los dos.
- Pero es más fácil si me quedo contigo -dijo ella-. Es más fácil para mí.
- Sí, pero hazme el favor de irte. Hazlo por mí; porque puedes hacerlo.
- Pero ¿no lo entiendes, Roberto? ¿Y yo? Es peor para mí el irme.
- Claro que sí -dijo él-; es más difícil para ti. Pero yo soy tú ahora.
Ella no dijo nada.
Jordan la miró. Estaba sudando de una manera tremenda. Hizo un esfuerzo para hablar, deseando convencerla de una manera más intensa de lo que había deseado nunca en su vida.
- Ahora te irás como si fuéramos los dos -dijo-; no hay que ser egoísta, conejito, tienes que hacer lo que debes.
Ella negó con la cabeza.
- Tú eres yo -siguió él-; tienes que darte cuenta, conejito. Conejito, escucha. Es verdad. Me voy contigo. Te lo juro.
Ella no dijo nada.
- ¿No lo comprendes? -preguntó-. Ahora veo que lo comprendes. Ahora vas a marcharte. Bien. Ahora te vas. Ahora has dicho que te ibas. -Ella no había dicho nada.- Ahora te voy a dar las gracias por irte. Vete dulcemente y en seguida. Vete en seguida, para que nos vayamos los dos en ti. Ponme la mano aquí. La cabeza ahora. No, aquí. Muy bien. Ahora yo pondré mi mano aquí. Está muy bien. ¡Qué buena eres! Ahora no pienses más. Ahora vas a hacer lo que debes. Ahora obedecerás. No a mí, sino a los dos. A mí, que estoy en ti. Ahora te irás por los dos. Así es. Nos vamos los dos contigo ahora. Es así. Te lo he prometido. Eres muy buena si te vas, muy buena.
Hizo una seña con la cabeza a Pablo, que le miraba desde detrás de un árbol, y Pablo se acercó. Pablo hizo un signo a Pilar con el pulgar.
- Iremos a Madrid otra vez, conejito -siguió él-. Es cierto. Ahora levántate y vete, y nos iremos los dos. Levántate. ¿No ves?
- No -dijo ella, y se agarró a su cuello.
Jordan hablaba con mucha calma, aunque con una gran autoridad.
- Levántate -dijo-. Tú eres yo ahora. Tú eres todo lo que quedará de mí desde ahora. Levántate.
Ella se levantó lentamente, llorando con la cabeza baja. Luego volvió a sentarse en seguida a su lado y se levantó de nuevo, muy lentamente, muy pesadamente, mientras Jordan decía:
- Levántate, guapa.
Pilar la sujetaba por los brazos, de pie, junto a ella.
- Vámonos -dijo Pilar-. ¿No necesitas nada, inglés? -le miró y movió la cabeza.
- No -dijo Jordan, y continuó hablando a María-. Nada de adioses, guapa; porque no nos separaremos. Espero que todo vaya bien en Gredos. Vete ahora mismo. Vete por las buenas.
- ¡No!
Siguió hablando tranquilamente, sensatamente, mientras Pilar arrastraba a la muchacha.
- No te vuelvas. Pon el pie en el estribo. Sí, el pie. Ayúdale-dijo a Pilar-. Levántala. Ponla en la montura.
Volvió la cabeza, empapado en sudor, y miró hacia la bajada de la cuesta y luego dirigió de nuevo la mirada al lugar donde la muchacha estaba montada en el caballo con Pilar a su lado y Pablo detrás.
- Ahora, vete -añadió-. Vete.
María fue a volver la cabeza.
- No mires hacia atrás -dijo Robert Jordan-. Vete.
Pablo golpeó al caballo en las ancas con una maniota y María intentó deslizarse de la montura, pero Pilar y Pablo cabalgaban junto a ella y Pilar la sostenía. Los tres caballos subieron por el sendero.
- Roberto -gritó María-; déjame contigo. Déjame que me quede.
- Estoy contigo -gritó Robert Jordan-. Estoy contigo ahora. Estamos los dos juntos. Vete.
Y se perdieron de vista en el recodo del sendero mientras él se quedaba allí, empapado de sudor, mirando hacia un punto en donde no había nadie.
Agustín estaba de pie junto a él.
- ¿Quieres que te mate, inglés? -preguntó, inclinándose hacia él-. ¿Quieres? Es una cosa sin importancia.
- No hace falta -contestó Robert Jordan-. Puedes marcharte; estoy muy bien aquí.
- Me cago en la leche que me han dado -gritó Agustín. Lloraba y no veía a Robert Jordan con claridad-. Salud, inglés.
- Salud, hombre -dijo Robert Jordan. Miró cuesta abajo-. Cuida bien de la rapadita, ¿quieres?
- Eso, ni se pregunta -dijo Agustín-. ¿Tienes todo lo que te hace falta?
- Hay muy pocas municiones para esta máquina; así es que me quedo yo con ella -dijo Robert Jordan-. Tú no podrías hacerte con más. Para la otra y la de Pablo, sí.
- He limpiado el cañón -dijo Agustín-. Se llenó de tierra al caer tú al suelo.
- ¿Qué fue del caballo carguero?
- El gitano logró cazarlo.
Agustín estaba ya a caballo, pero no tenía ganas de marcharse. Se inclinó hacia el árbol, contra el que Robert Jordan estaba recostado.
- Vete, amigo -le pidió Robert Jordan-. En la guerra suceden cosas como ésta.
- ¡Qué puta es la guerra! -dijo Agustín.
- Sí, hombre, sí; pero vete.
- Salud, inglés -dijo Agustín, cerrando el puño derecho.
- Salud -dijo Robert Jordan-; pero vete, hombre.
Agustín dio media vuelta a su caballo, bajó el puño de golpe, como si maldijera, y subió por el sendero. Todos los demás estaban fuera del alcance de la vista desde hacía rato.