«Este no es un modo decente de pensar -se dijo a sí mismo-; pensar en lo que puede sucederte a ti y a los otros. Ni tú ni el viejo sois nada. Sois instrumentos de vuestro deber. Las órdenes no son cosa vuestra. Ahí tienes el puente, y el puente puede ser el lugar en donde el porvenir de la humanidad dé un giro. Cualquier cosa de las que sucedan en esta guerra puede cambiar el porvenir del género humano. Tú sólo tienes que pensar en una cosa, en lo que tienes que hacer. Diablo, ¿en una sola cosa? Si fuera en una sola cosa sería fácil. Está bien, estúpido. Basta de pensar en ti mismo. Piensa en algo diferente.»
Así es que se puso a pensar en María, en la muchacha, en su piel, su pelo y sus ojos, todo del mismo color dorado; en sus cabellos, un poco más oscuros que lo demás, aunque cada vez serían más rubios, a medida que su piel fuera haciéndose más oscura; en su suave epidermis, de un dorado pálido en la superficie, recubriendo un ardor profundo. Su piel debía de ser suave, como todo su cuerpo; se movía con torpeza, como si viese algo que le estorbase, algo que fuera visible aunque no lo era, porque estaba sólo en su mente. Y se ruborizaba cuando la miraba, y la recordaba sentada, con las manos sobre las rodillas y la camisa abierta, dejando ver el cuello, y el bulto de sus pequeños senos torneados debajo de la camisa, y al pensar en ella se le resecaba la garganta, y le costaba esfuerzo seguir andando. Y Anselmo y él no hablaron más hasta que el viejo dijo:
- Ahora no tenemos más que bajar por estas rocas y estaremos en el campamento.
Cuando se deslizaban por las rocas, en la oscuridad oyeron gritar a un hombre: «¡Alto! ¿Quién vive?» Oyeron el ruido del cerrojo de un fusil que era echado hacia atrás y luego el golpeteo contra la madera, al impulsarlo hacia adelante.
- Somos camaradas -dijo Anselmo.
- ¿Qué camaradas?
- Camaradas de Pablo -contestó el viejo-. ¿No nos conoces?
- Sí -dijo la voz-. Pero es una orden. ¿Sabéis el santo y seña?
- No, venimos de abajo.
- Ya lo sé -dijo el hombre de la oscuridad-; venís del puente. Lo sé. Pero la orden no es mía. Tenéis que conocer la segunda parte del santo y seña.
- ¿Cuál es la primera? -preguntó Jordan.
- La he olvidado -dijo el hombre en la oscuridad, y rompió a reír-. Vete a la puñeta con tu mierda de dinamita.
- Eso es lo que se llama disciplina de guerrilla -dijo Anselmo-. Quítale el cerrojo a tu fusil.
- Ya está quitado -contestó el hombre de la oscuridad-. Lo dejé caer con el pulgar y el índice.
- Como hicieras eso con un máuser, se te dispararía.
- Es un máuser -explicó el hombre-; pero tengo un pulgar y un índice como un elefante. Siempre lo sujeto así.
- ¿Hacia dónde apunta el fusil? -preguntó Anselmo en la oscuridad.
- Hacia ti -respondió el hombre-. Lo tengo apuntado hacia ti todo el tiempo. Y cuando vayas al campamento di a alguien que venga a relevarme, porque tengo un hambre que me j… el estómago y he olvidado el santo y seña.
- ¿Cómo te llamas? -preguntó Jordan.
- Agustín -dijo el hombre-. Me llamo Agustín y me muero de aburrimiento en este lugar.
- Daremos tu mensaje -dijo Jordan, y pensó que aburrimiento era una palabra que ningún campesino del mundo usaría en ninguna otra lengua. Y sin embargo, es la palabra más corriente en boca de un español de cualquier clase.
- Escucha -dijo Agustín, y acercándose puso la mano en el hombro de Robert. Luego encendió un yesquero y sopiando en la mecha, para alumbrarse mejor, miró a la cara al extranjero.
- Te pareces al otro -dijo-; pero un poco distinto. Escucha -agregó apagando el yesquero y volviendo a coger el fusil-. Dime, ¿es verdad lo del puente?
- ¿El qué del puente?
- Que vas a volar esa mierda de puente y que vamos a tener que irnos de estas puñeteras montañas.
- No lo sé.
- No lo sabes -dijo Agustín-; ¡qué barbaridad! ¿Para qué es entonces esa dinamita?
- Es mía.
- ¿Y no sabes para qué es? No me cuentes cuentos.
- Sé para qué es y lo sabrás tú cuando llegue el momento -prometió Jordan-; pero ahora vamos al campamento.
- Vete a la mierda -dijo Agustín-. J… con el tío. ¿Quieres que te diga algo que te interesa?
- Sí, si no es una mierda -repuso Jordan, empleando la palabra grosera que había salpicado la conversación.
Aquel hombre hablaba de un modo tan grosero, añadiendo una indecencia a cada nombre y adjetivo, utilizando la misma indecencia en forma de verbo, que Jordan se preguntaba si podría decir una sola palabra sin adornarla. Agustín se rió en la oscuridad al oírle decir mierda.
- Es una manera de hablar que yo tengo. A lo mejor es fea. ¿Quién sabe? Cada cual habla a su estilo. Escucha, no me importa nada el puente. Se me da tanto del puente como de cualquier otra cosa. Además, me aburro a muerte en estas montañas. Ojalá tengamos que marcharnos. Estas montañas no me dicen nada a mí. Ojalá tengamos que abandonarlas. Pero quiero decirte una cosa. Guarda bien tus explosivos.
- Gracias -dijo Jordan-. Pero ¿de quién tengo que guardarlos? ¿De ti?
- No -dijo Agustín-. De gente menos j… que yo.
- ¿Y por qué? -preguntó Jordan.
- ¿Tú comprendes el español? -preguntó Agustín, hablando menos seriamente-. Bueno, pues ten cuidado de esa mierda de explosivos.
- Gracias.
- No, no me des las gracias. Cuida bien de ellos.
- ¿Ha sucedido algo?
- No, o no perdería el tiempo hablándote de esta forma.
- Gracias de todas maneras. Vamos al campamento.
- Bueno -dijo Agustín-. Decidles que envíen aquí alguien que sepa el santo y seña.
- ¿Te veremos en el campamento?
- Sí, hombre, en seguida.
- Vamos -dijo Jordan a Anselmo.
Empezaron a bordear la pradera, que estaba envuelta en una niebla gris. La hierba formaba una espesa alfombra debajo de sus pies, con las agujas de pino, y el rocío de la noche mojaba la suela de sus alpargatas. Más allá, por entre los árboles, Jordan vio una luz que imaginó que señalaba la boca de la cueva.