La muchacha miró a la mujer, que no dijo nada ni dio señales de haber oído. Luego fue a un barreño que tenía agua y llenó una taza. Volvió a la mesa y la puso delante de Jordan, que le sonrió. Al mismo tiempo contrajo los músculos del vientre y volviéndose un poco hacia la izquierda, en su taburete, hizo que se deslizara la pistola a lo largo de su cintura hasta el lugar que deseaba. Bajó la mano hacia el bolsillo del pantalón. Pablo no le quitaba ojo de encima. Jordan sabía que todos le miraban, pero él no miraba más que a Pablo. Su mano salió del bolsillo con la cantimplora. Desenroscó y luego alzó la tapa, bebió la mitad de su contenido y dejó caer lentamente en el interior unas gotas del líquido de la cantimplora.
- Es demasiado fuerte para ti; si no, te daría para que lo probases -dijo Jordan a la muchacha, volviendo a sonreírle-. Queda poco; si no, te ofrecería -dijo a Pablo.
- No me gusta el anís -dijo Pablo.
El olor acre procedente de la taza había llegado al otro extremo de la mesa y Pablo había reconocido el único componente que le era familiar.
- Me alegro -dijo Jordan-, porque queda muy poco.
- ¿Qué bebida es ésa? -preguntó el gitano.
- Es una medicina -dijo Jordan-. ¿Quieres probarla?
- ¿Para qué sirve?
- Para nada -contestó Jordan-, pero lo cura todo. Si tienes algo que te duela, esto te lo curará.
- Déjame probarlo -pidió el gitano.
Jordan empujó la taza hacia él. Era un líquido amarillento mezclado con el agua y Jordan confió en que el gitano no tomaría más que un trago. Quedaba realmente muy poco y un trago de esta bebida reemplazaba para él todos los periódicos de la tarde, todas las veladas pasadas en los cafés, todos los castaños, que debían de estar en flor en aquella época del año; los grandes y lentos caballos de los bulevares, las librerías, los quioscos y las salas de exposiciones, el Parque Montsouris, al Estadio Buffalo, la Butte Chaumont, la Guaranty Trust Company, la lie de la Cité, el viejo hotel Foyot y el placer de leer y descansar por la noche; todas las cosas, en fin, que él había amado y olvidado y que retornaban con aquel brebaje opaco, amargo, que entorpecía la lengua, que calentaba el cerebro, que acariciaba el estómago; con aquel brebaje que, en suma, hacía cambiar las ideas.
El gitano hizo una mueca y le devolvió la taza.
- Huele a anís, pero es más amargo que la hiél -dijo-; es mejor estar malo que tener que tomar esa medicina.
- Es ajenjo -explicó Jordan-. Es un verdadero matarratas. Se supone que destruye el cerebro, pero yo no lo creo. Solamente cambia las ideas. Hay que mezclar el agua muy despacio, gota a gota. Pero yo lo he hecho al revés: lo he echado al agua.
- ¿Qué es lo que está usted diciendo? -preguntó Pablo, malhumorado, dándose cuenta de la burla.
- Estaba explicándole cómo se hace esta medicina -repuso Jordan, sonriendo-. La compré en Madrid. Era la última botella y me ha durado tres semanas. -Tomó un buen sorbo y notó que por su lengua se extendía una sensación de delicada anestesia. Miró a Pablo y volvió a sonreír.
- ¿Cómo van las cosas? -preguntó.
Pablo no contestó y Jordan observó detenidamente a los otros tres hombres sentados a la mesa. Uno de ellos tenía una cara grande, chata y morena como un jamón serrano, con la nariz aplastada y rota; el largo y delgado cigarrillo ruso que sostenía en la comisura de los labios hacía que el rostro pareciese aún más aplastado. Tenía un pelo gris, como erizado, y un rastrojo de barbas igualmente gris, y llevaba la habitual blusa negra de los campesinos, abrochada hasta el cuello. Bajó los ojos hacia la mesa cuando Jordan le miró, pero lo hizo de una forma tranquila; sin parpadear. Los otros dos eran, evidentemente, hermanos; se parecían mucho: los dos eran bajos, achaparrados, de pelo negro, que les crecía a dos dedos de la frente, ojos oscuros y piel cetrina. Uno de ellos tenía una cicatriz que le cruzaba la frente sobre el ojo izquierdo. Mientras Jordan los observaba, ellos le devolvieron la mirada con tranquilidad. Uno de ellos podría tener veintiséis o veintiocho años; el otro era posiblemente algo mayor.
- ¿Qué es lo que miras? -preguntó uno de los hermanos, el de la cicatriz.
- Te estoy mirando a ti -dijo Jordan.
- ¿Tengo algo raro en la cara?
- No -dijo Jordan-; ¿quieres un cigarrillo?
- Venga -dijo el hermano. No lo había querido antes-. Son como los que llevaba el otro, el del tren.
- ¿Estuvo usted en el tren?
- Estuvimos todos en el tren -contestó el hermano calmosamente-. Todos, menos el viejo.
- Eso es lo que deberíamos hacer ahora -dijo Pablo-. Otro tren.
- Podemos hacerlo -dijo Jordan-. Después del puente.
Vio que la mujer de Pablo se había vuelto de frente y estaba escuchando. Cuando pronunció la palabra puente, todos guardaron silencio.
- Después del puente -volvió a decir Jordan con intención. Y tomó un trago de ajenjo. «Será mejor poner las cartas sobre la mesa -pensó-. De todas formas, me veré obligado a hacerlo.»
- No estoy por lo del puente -dijo Pablo, mirando hacia la mesa-. Ni yo ni mi gente.
Jordan no le discutió. Miró a Anselmo y levantó el jarro.
- Entonces tendremos que hacerlo solos, viejo-y sonrió.
- Sin ese cobarde -dijo Anselmo.
- ¿Qué es lo que has dicho? -preguntó Pablo al viejo.
- No he dicho nada para ti; no hablaba para ti -contestó Anselmo.
Robert Jordan miró al otro lado de la mesa, hacia donde la mujer de Pablo estaba de pie, junto al fuego. No había dicho nada ni había hecho ningún gesto. Pero entonces empezó a decir algo a la muchacha, algo que él no podía oír, y la chica se levantó del rincón que ocupaba junto al fuego, se deslizó al amparo del muro, levantó la manta que tapaba la entrada de la cueva y salió. «Creo que lo feo va a plantearse ahora -pensó Robert Jordan-. Creo que ya se ha planteado. No hubiera querido que las cosas ocurrieran de este modo, pero parece que suceden así.»
- Bueno, haremos lo del puente sin tu ayuda -dijo Jordan a Pablo tuteándole de repente.
- No -replicó Pablo, y Jordan vio que su rostro se había cubierto de sudor-. Tú no harás volar aquí ningún puente.
- ¿No?
- Tú no harás volar aquí ningún puente -insistió Pablo.
- ¿Y tú? -preguntó Jordan, dirigiéndose a la mujer de Pablo, que estaba de pie, tranquila y arrogante junto al fuego. La mujer se volvió hacia ellos y dijo:
- Yo estoy por lo del puente. -Su rostro, iluminado por el resplandor del fogón, aparecía oscuro, bronceado y hermoso, como el de una estatua -¿Qué dices tú? -preguntó Pablo, y Jordan vio que se sentía traicionado y que el sudor le caía de la frente al volver hacia ella la cabeza.