- Yo estoy por lo del puente y contra ti -dijo la mujer de Pablo-. Nada más que eso.
- Yo también estoy por lo del puente -dijo el hombre de la cara aplastada y la nariz rota, estrujando la colilla del cigarrillo sobre la mesa.
- A mí el puente no me dice nada -opinó uno de los hermanos-; pero estoy con la mujer de Pablo.
- Lo mismo digo -comentó el otro hermano.
- Y yo -dijo el gitano.
Jordan observaba a Pablo y, mientras le observaba, iba dejando caer su mano derecha cada vez más abajo, dispuesta, si fuera necesario, y esperando casi que lo fuera, sintiendo que acaso lo más sencillo y fácil fuera que se produjesen las cosas así, pero sin querer estropear lo que marchaba tan bien, sabiendo que toda una familia, una banda o un clan puede revolverse en una disputa contra un extraño; pero pensando, sin embargo, que lo que podía hacerse con la mano era lo más simple y lo mejor, y quirúrgicamente lo más sano, una vez que las cosas se habían planteado como se habían planteado; Jordan veía al mismo tiempo a la mujer de Pablo, parada allí, como una estatua, sonrojarse orgullosamente ante aquellos cumplidos.
- Yo estoy con la República -dijo la mujer de Pablo impetuosamente-. Y la República es el puente. Después tendremos tiempo de hacer otros planes.
- ¡Y tú! -dijo Pablo amargamente-, con tu cabeza de toro y tu corazón de puta, ¿crees que habrá un después? ¿Tienes la más mínima idea de lo que va a pasar?
- Pasará lo que tenga que pasar -repuso la mujer de Pablo-. Pasará lo que tenga que pasar.
- ¿Y no quiere decir nada para ti el verte arrojada como una bestia después de ese asunto, del que no vamos a sacar ningún provecho? ¿No te importa morir?
- No -contestó la mujer de Pablo-. Y no trates de meterme miedo, cobarde.
- Cobarde -repitió Pablo amargamente-. Tratas a un hombre de cobarde porque tiene sentido táctico. Porque es capaz de ver de antemano las consecuencias de una locura. No es cobardía saber lo que es locura.
- Ni es locura saber lo que es cobardía -dijo Anselmo, incapaz de resistir la tentación de hacer una frase.
- ¿Tienes ganas de morirte? -preguntó Pablo, y Jordan vio que la pregunta iba en serio.
- No.
- Entonces, cierra el pico; hablas demasiado de cosas que no entiendes. ¿No te das cuenta de que estamos jugando en serio? -dijo de una forma casi afectuosa-. Yo soy el único que ve lo grave de la situación «Lo creo -pensó Jordan-. Lo creo, Pablito, amigo; yo también lo creo. Nadie se da cuenta. Excepto yo. Tú eres capaz de darte cuenta y de verlo, y la mujer lo ha leído en mi mano, pero no ha sido capaz de verlo todavía. No, todavía no ha sido capaz de comprenderlo.»
- ¿Es que no soy el jefe aquí? -preguntó Pablo-. Yo sé de lo que hablo. Vosotros no lo sabéis. El viejo no tiene cabeza. Es un viejo que no sirve más que para dar recados y para hacer de guía en las montañas. Este extranjero ha venido aquí a hacer una cosa que es buena para los extranjeros. Y por su culpa tenemos que ser sacrificados. Yo estoy aquí para defender la seguridad y el bienestar de todos.
- Seguridad -comentó la mujer de Pablo-. No hay nada que pueda llamarse así. Hay ahora tanta gente aquí, buscando la seguridad, que todos corremos peligro. Buscando la seguridad tú nos pierdes ahora a todos.
Estaba junto a la mesa con el gran cucharón en la mano.
- Podemos sentirnos seguros -dijo Pablo-; en medio del peligro podemos sentirnos seguros si sabemos dónde está el peligro. Es como el torero que sabe lo que hace, que no se arriesga sin necesidad y se siente seguro.
- Hasta que es cogido -dijo la mujer agriamente-. ¡Cuántas veces he oído yo a los toreros decir eso antes que les dieran una cornada! ¡Cuántas veces he oído a Finito decir que todo consiste en saber o no saber cómo se hacen las cosas y que el toro no atrapa nunca al hombre, sino que es el hombre quien se deja atrapar entre los cuernos del toro! Siempre hablan así, con mucho orgullo, antes de ser cogidos. Luego, cuando vamos a verlos a la clínica -y se puso a hacer gestos, como si estuviera junto al lecho del herido-: «¡Hola, cariño, hola!» -dijo con voz sonora. Y luego, imitando una voz casi afeminada, la del torero herido-: «Bueñas, compadre. ¿Cómo va eso, Pilar?» «¿Qué te ha pasado, Finito, chico, cómo te ha ocurrido este cochino accidente?» -volvió a decir, con su poderosa voz. Luego, con voz débil, delgada-: «No es nada, Pilar; no es nada. No debiera haberme ocurrido. Le maté estupendamente, ya sabes. No hubiera podido matarle mejor. Luego, después de matarle como debía y de dejarle enteramente muerto, cayéndose por su propio peso y temblándole las patas, me aparté con cierto orgullo y mucho estilo, y por detrás me metió el cuerno entre las nalgas y me lo sacó por el hígado.» -Rompió a reír, dejando de imitar el habla casi afeminada del torero y recobrando su propio tono de voz.- Tú y tu seguridad. Y me lo dices a mí, que he vivido nueve años con tres de los toreros peor pagados del mundo. Y me lo dices a mí, que sé un rato de lo que es el miedo y de lo que es la seguridad. Háblame a mí de seguridad. Y tú. ¡Qué ilusiones puse yo en ti y cómo me has chasqueado! En un año de guerra te has convertido en un holgazán, en un borracho y en un cobarde.
- No tienes derecho a hablar así -dijo Pablo-. Y mucho menos delante de gente extraña y de un extranjero.
- Hablo como me da la gana -dijo la mujer de Pablo-. ¿Habéis oído? ¿Todavía crees que eres tú quien manda aquí?
- Sí -dijo Pablo-. Soy yo quien manda aquí.
- Ni en broma -dijo la mujer-. Aquí mando yo. ¿Lo habéis oído vosotros también? Aquí no manda nadie más que yo. Tú puedes quedarte, si quieres, y comer de lo que yo guiso y beber el vino que guardo; pero sin abusar mucho. Puedes trabajar con los demás, si quieres, pero la que manda aquí soy yo.
- Debiera matarte a ti y al extranjero -dijo Pablo, sombrío.
- Inténtalo -dijo la mujer de Pablo-; ya veremos lo que pasa.
- Una taza de agua para mí -dijo Jordan, sin dejar de mirar al hombre de la cabezota siniestra y a la mujer, que seguía de pie, llena de arrogancia y sosteniendo el cucharón con tanta autoridad como si fuese un cetro.
- María -llamó la mujer de Pablo, y cuando la muchacha apareció en la puerta, dijo-: Agua para este camarada.
Jordan sacó del bolsillo su cantimplora y al cogerla aflojó ligeramente la pistola del estuche y la deslizó junto a su cadera. Echó por segunda vez un poco de ajenjo en su taza de agua, cogió la que la muchacha acababa de traerle y empezó a echar el agua al ajenjo gota a gota. La muchacha se quedó en pie, a su lado, observándole.
- Vete fuera -dijo la mujer de Pablo, haciéndole un ademán con la cuchara.
- Afuera hace frío -contestó la chica, apoyando el codo en la mesa y acercando la mejilla a Jordan, para observar mejor lo que sucedía en la taza, donde el licor estaba empezando a formar nubéculas.