- A mí me gustan los pinos -dijo la muchacha.
- ¿Qué es lo que te gusta de los pinos?
- Me gusta el olor y me gusta sentir las agujas debajo de mis pies. Me gusta oír el viento entre las copas y el ruido que hacen las ramas cuando se dan unas contra otras.
- A ti te gusta todo -dijo Pilar-; serías una alhaja para cualquier hombre si fueses mejor cocinera. Pues a mí los pinos son algo que me harta. ¿No has visto nunca un bosque de hayas, de castaños, de nogales? Esos son bosques. En esos bosques todos los árboles son distintos, lo que les da fuerza y hermosura. Un bosque de pinos es un aburrimiento. ¿Qué dices tú a eso, inglés?
- A mí también me gustan los pinos.
- Pero venga -dijo Pilar-, los dos igual. A mí también me gustan los pinos, pero hemos estado demasiado tiempo entre ellos. Y estoy harta de estas montañas. En las montañas no hay más que dos caminos: arriba y abajo, y cuando se va para abajo se llega a la carretera y a los pueblos de los fascistas.
- ¿Va usted algunas veces a Segovia?
- ¡Qué va! ¿Con mi cara? Esta cara es demasiado conocida. ¿Qué te parecería si fueras tan fea como yo, guapa? -preguntó la mujer de Pablo a María.
- Tú no eres fea.
- Vamos, que yo no soy fea. Soy fea de nacimiento. He sido fea toda mi vida. Tú, inglés, que no sabes nada de mujeres, ¿sabes lo que se siente cuando se es una mujer fea? ¿Sabes tú lo que es ser fea toda la vida y sentir por dentro que una es guapa? Es algo muy raro -dijo, metiendo el otro pie en el agua y retirándolo rápidamente-. ¡Dios, qué fría está! Mira la pajarita de las nieves -dijo, señalando con el dedo un pájaro, parecido a una pequeña bola gris que revoloteaba de piedra en piedra remontando el torrente-. No es buena para nada. Ni para cantar ni para comer. Todo lo que sabe hacer es mover la cola. Dame un cigarrillo, inglés -dijo, y, tomando el que le ofrecía, lo encendió con un yesquero que sacó del bolsillo de su camisa. Aspiró una bocanada y miró a María y a Jordan.
- Esta vida es una cosa muy cómica -dijo, echando el humo por la nariz-• Yo hubiera hecho un hombre estupendo; pero soy mujer de los pies a la cabeza y una mujer fea. Sin embargo, me han querido muchos hombres y yo he querido también a muchos. Es cómico. Oye esto, inglés, es interesante. Mírame; mira qué fea soy. Mírame de cerca, inglés.
- Tú no eres fea -dijo Robert Jordan tuteándola sin saber por qué.
- ¿Que no? No quieras engañarme. O será -y rió con su risa profunda- que empiezo a hacerte impresión. No, estoy bromeando. Mira bien lo fea que soy. Y sin embargo, una lleva dentro algo que ciega a un hombre mientras el hombre la quiere a una. Con ese sentimiento se ciega el hombre y se ciega una misma. Y luego un día, sin saber por qué, el hombre te ve tan fea como realmente eres y se le cae la venda de los ojos, y pierdes al hombre y el sentimiento. ¿Comprendes, guapa? -Y dio unos golpes en el hombro de la muchacha.
- No -contestó María-; no lo entiendo; porque tú no eres fea.
- Trata de valerte de la cabeza y no del corazón, y escucha -dijo Pilar-. Os estoy diciendo cosas muy interesantes. ¿No te interesa lo que te digo, inglés?
- Sí, pero convendría que nos fuéramos.
- ¿Irnos? Yo estoy muy bien aquí. Así, pues -continuó diciendo, dirigiéndose ahora a Robert Jordan, como si estuviese hablando a un grupo de alumnos (se hubiera dicho casi que estaba pronunciando una conferencia)- que al cabo de cierto tiempo, cuando se es tan fea como yo, que es todo lo fea que una mujer puede ser, al cabo de cierto tiempo, como digo, la sensación idiota de que una es guapa te vuelve suavemente. Es algo que crece dentro de una como una col. Y entonces, cuando ha crecido lo suficiente, otro hombre te ve, te encuentra guapa, y todo vuelve a comenzar. Ahora creo que he dejado atrás la edad de esas cosas; pero podría volver. Tienes suerte, guapa, por no ser fea.
- Pero si soy fea… -afirmó María.
- Pregúntaselo a él -dijo Pilar-; y no metas tanto los pies en el agua, que se te van a quedar helados.
- Roberto dice que deberíamos seguir, y yo creo que sería mejor -intervino María.
- Escucha bien lo que te digo -dijo Pilar-: este asunto me interesa tanto como a tu Roberto, y te digo que se está aquí muy bien, descansando junto al agua, y que tenemos tiempo de sobra. Además, me gusta hablar. Es la única cosa civilizada que nos queda. ¿Qué otra cosa tenemos para pasar el rato? ¿No te interesa lo que te digo, inglés?
- Habla usted muy bien, pero hay otras cosas que me interesan más que la belleza o la fealdad.
- Entonces, hablemos de lo que te interesa.
- ¿Dónde estaba usted a comienzos del Movimiento?
- En mi pueblo.
- ¿Avila?
- ¡Qué va, Avila!
- Pablo me dijo que era de Avila.
- Miente. Le gustaría ser de una ciudad grande. Su pueblo es… -y nombró un pueblo muy pequeño.
- ¿Y qué fue lo que sucedió?
- Muchas cosas -contestó la mujer-. Muchas, muchas, y todas bellacas. Todas, incluso las gloriosas.
- Cuente -dijo Robert Jordan.
- Es algo brutal -dijo la mujer de Pablo-. No me gusta hablar de eso delante de la pequeña.
- Cuente, cuente -dijo Robert Jordan-. Y si no va con ella, que no escuche.
- Puedo escuchar -dijo María, y puso su mano en la de Jordan-. No hay nada que yo no pueda escuchar.
- No se trata de saber si puedes escuchar -dijo Pilar-; sino de saber si debo contarlo delante de ti y darte pesadillas.
- No hay nada que pueda darme pesadillas. ¿Crees que después de lo que me ha pasado podría tener pesadillas por nada de lo que cuentes?
- Quizá se las dé al inglés.
- Cuénteme usted, y veremos…
- No, inglés, no estoy de bromas. ¿Has visto el comienzo del Movimiento en los pueblos?
- No -contestó Robert Jordan.
- Entonces no has visto nada. Sólo has visto a Pablo ahora, desinflado. Pero era cosa de haberle visto entonces.
- Cuente, cuente usted.
- No, no tengo ganas.
- Cuente.
- Bueno, contaré la verdad, tal como pasó. Pero tú, guapa, si llega un momento en que te molesta, dímelo.
- Si llega un momento en que me moleste, trataré de no escuchar -replicó María-; pero no puede ser peor que otras cosas que he visto.
- Creo que sí que lo es -dijo la mujer de Pablo-. Dame otro cigarrillo, inglés, y vámonos.
La joven se recostó en las matas que bordeaban la orilla en pendiente del arroyo y Robert Jordan se tumbó en el suelo, con la cabeza apoyada sobre una de las matas. Extendió el brazo buscando la mano de María; la encontró y frotó suavemente la mano de la muchacha junto con la suya contra la maleza hasta que ella abrió la mano, y, mientras escuchaba, la dejó quieta sobre la de Robert Jordan.