»Después de don Benito no salió nadie. No había ruido en la plaza, porque todo el mundo estaba aguardando a ver quién sería el próximo. Entonces, un borracho se puso a gritar: "Que salga el toro. Que salga el toro."
«Alguien, desde las ventanas del Ayuntamiento, replicó: "No quieren moverse. Todos están rezando."
»Otro borracho gritó: "Sacadlos; vamos, sacadlos. Se acabó el rezo."
»Pero nadie salía, hasta que, por fin, vi salir a un hombre por la puerta.
»Era don Federico González, el propietario del molino y de la tienda de ultramarinos, un fascista de primer orden. Era un tipo grande y flaco, peinado con el pelo echado de un lado a otro de la cabeza, para tapar la calva, y llevaba una chaqueta de pijama metida de cualquier manera por el pantalón. Iba descalzo, como le sacaron de su casa, y marchaba delante de Pablo, con las manos en alto, y Pablo iba detrás de él, con el cañón de su escopeta apoyado contra la espalda de don Federico González, hasta el momento en que dejó a don Federico entre las dos filas de hombres. Pero cuando Pablo le dejó y se volvió a la puerta del Ayuntamiento, don Federico se quedó allí sin poder seguir adelante, con los ojos elevados hacia el cielo y las manos en alto, como si quisiera asirse de algún punto invisible.
»-No tiene piernas para andar -dijo alguien.
»-¿Qué te pasa, don Federico? ¿No puedes andar? -preguntó otro. Pero don Federico seguía allí, con las manos en alto, moviendo ligeramente los labios.
»-Vamos -le gritó Pablo desde lo alto de la escalera-. Camina.
»Don Federico seguía allí sin poder moverse. Uno de los borrachos le pegó por detrás con el mango de un bieldo y don Federico dio un salto como un caballo asustado; pero siguió en el mismo sitio, con las manos en alto y los ojos puestos en el cielo.
»Entonces, el campesino que estaba junto a mí, dijo: "Es una vergüenza. No tengo nada contra él, pero hay que acabar." Así es que se salió de la fila, se acercó a donde estaba don Federico y dijo: "Con su permiso", y le dio un golpe muy fuerte en la cabeza con un bastón.
»Entonces, don Federico bajó las manos y las puso sobre su cabeza, por encima de su calva, y con la cabeza baja y cubierta por las manos y sus largos cabellos ralos que se escapaban por entre sus dedos, corrió muy de prisa entre las dos filas, mientras le llovían los golpes sobre las espaldas y los hombros, hasta que cayó. Y los que estaban al final de la fila le cogieron en alto y le arrojaron por encima de la barranca. No había abierto la boca desde que salió con el fusil de Pablo apoyado sobre los riñones. Su única dificultad estaba en que no podía moverse. Parecía como si hubiera perdido el dominio de sus piernas.
Después de lo de don Federico vi que los hombres más fuertes se habían juntado al final de las hileras, al borde del barranco, y entonces me fui del sitio, me metí por los porches del Ayuntamiento, me abrí camino entre dos borrachos y me puse a mirar por la ventana. En el gran salón del Ayuntamiento estaban todos rezando, arrodillados en semicírculo y el cura estaba de rodillas y rezaba con ellos. Pablo y un tal Cuatrodedos, un zapatero remendón, que siempre estab»a con él por aquel entonces, y dos más, estaban de pie con los fusiles.
»Y Pablo le dijo al cura: "¿A quién le toca ahora?" Y el cura siguió rezando y no le respondió.
»-Escucha -dijo Pablo al cura, con voz ronca-: ¿A quién le toca ahora? ¿Quién está dispuesto?
El cura no quería hablar con Pablo y hacía como si no le viera y yo veía que Pablo se estaba poniendo enfadado.
»-Vayamos todos juntos -dijo don Ricardo Montalvo, que era un propietario, levantando la cabeza y dejando de rezar para hablar.
»-¡Qué va! -dijo Pablo-. Uno por uno y cuando estéis dispuestos.
»-Entonces, iré yo -dijo don Ricardo-. No estaré nunca más dispuesto que ahora.
El cura le bendijo mientras hablaba y le bendijo de nuevo cuando se levantó, sin dejar de rezar, y le tendió un crucifijo para que lo besara, y don Ricardo lo besó y luego se volvió y dijo a Pablo: "No estaré nunca tan bien dispuesto como ahora. Tú, cabrón de mala leche, vamos."
»Don Ricardo era un hombre pequeño, de cabellos grises y de cuello recio, y llevaba la camisa abierta. Tenía las piernas arqueadas de tanto montar a caballo. "Adiós -dijo a los que estaban de rodillas-; no estéis tristes. Morir no es nada. Lo único malo es morir entre las manos de esta canalla. No me toques -dijo a Pablo-, no me toques con tu fusil."
»Salió del Ayuntamiento con sus cabellos grises, sus ojillos grises, su cuello recio, achaparrado, pequeño y arrogante. Miró la doble fila de los campesinos y escupió al suelo. Podía escupir verdadera saliva, y en momentos semejantes tienes que saber, inglés, que eso es una cosa muy rara. Y gritó: "¡Arriba España! ¡Abajo la República! y me c… en la leche de vuestros padres."
»Le mataron a palos, rápidamente, acuciados por los insultos, golpeándole tan pronto como llegó a la altura del primer hombre; golpeándole mientras intentaba avanzar, con la cabeza alta, golpeándole hasta que cayó y desgarrándole con los garfios y las hoces una vez caído, y varios hombres le llevaron hasta el borde del barranco para arrojarle, y cuando lo hicieron las manos y las ropas de esos hombres estaban ensangrentadas; y empezaban a tener la sensación de que los que iban saliendo del Ayuntamiento eran verdaderos enemigos y tenían que morir.
»Hasta que salió don Ricardo con su bravura insultándoles, había muchos en las filas, estoy segura, que hubieran dado cualquier cosa por no haber estado en ellas. Y si uno de entre las filas hubiera gritado: "Vámonos, perdonemos a los otros, ya tienen una buena lección", estoy segura de que la mayoría habría estado de acuerdo.
»Pero don Ricardo, con toda su bravuconería, hizo a los otros un mal servicio. Porque excitó a los hombres de las filas y, mientras que antes habían estado cumpliendo con su deber sin muchas ganas, luego estaban furiosos y la diferencia era visible.
»-Haced salir al cura, y las cosas irán más de prisa -gritó alguien.
»-Haced salir al cura.
»-Ya hemos tenido tres ladrones; ahora queremos al cura.
»-Dos ladrones -dijo un campesino muy pequeño al hombre que había gritado-. Fueron dos ladrones los que había con Nuestro Señor.