»-¿El señor de quién? -preguntó el otro, furioso, con la cara colorada.
»-Es una manera de hablar: se dice Nuestro Señor.
»-Ese no es mi señor, ni en broma -dijo el otro-. Y harías mejor en tener la boca cerrada, si no quieres verte entre las dos filas.
»-Soy tan buen republicano libertario como tú -dijo el pequeño-. Le he dado a don Ricardo en la boca y le he pegado en la espalda a don Federico. Aunque he marrado a don Benito, ésa es la verdad. Pero digo que Nuestro Señor es así como se dice y que tenía consigo a dos ladrones.
»-Me c… en tu republicanismo. Tú hablas de don por aquí y por allá.
»-Así es como los llamamos aquí.
»-No seré yo. Para mí, son cabrones. Y tu señor… Ah, mira, aquí viene uno nuevo.
»Fue entonces cuando presencié una escena lamentable, porque el hombre que salía del Ayuntamiento era don Faustino Rivero, el hijo mayor de su padre, don Celestino Rivero, un rico propietario. Era un tipo grande, de cabellos rubios, muy bien peinados hacia atrás, porque siempre llevaba un peine en el bolsillo y acababa de repeinarse antes de salir. Era un Don Juan profesional, un cobarde que había querido ser torero. Iba mucho con gitanos y toreros y ganaderos, y le gustaba vestir el traje andaluz, pero no tenía valor y se le consideraba como un payaso. Una vez anunció que iba a presentarse en una corrida de Beneficencia para el asilo de ancianos de Avila y que mataría un toro a caballo al estilo andaluz, lo que durante mucho tiempo había estado practicando; pero cuando vio el tamaño del toro que le habían destinado en lugar del toro pequeño de patas flojas que él había apartado para sí, dijo que estaba enfermo y algunos dicen que se metió tres dedos en la garganta para obligarse a vomitar.
»Cuando le vieron los hombres de las filas empezaron a gritar:
»-Hola, don Faustino. Ten cuidado de no vomitar.
»-Oye, don Faustino, hay chicas guapas abajo, en el barranco.
»-Don Faustino, espera que te traigan un toro más grande que el otro.
»Y uno le gritó:
»-Oye, don Faustino, ¿no has oído hablar nunca de la muerte?
»Don Faustino permanecía allí, de pie, haciéndose el bravucón. Estaba aún bajo el impulso que le había hecho anunciar a los otros que iba a salir. Era el mismo impulso que le hizo ofrecerse para la corrida de toros. Ese impulso fue el que le permitió creer y esperar que podría ser un torero aficionado. Ahora estaba inspirado por el ejemplo de don Ricardo y permanecía allí, parado, guapetón, haciéndose el valiente y poniendo cara desdeñosa. Pero no podía hablar.
»-Vamos, don Faustino -gritó uno de las filas-. Vamos, don Faustino. Ahí está el toro más grande de todos.
»Don Faustino los miraba, y creo que mientras estaba mirándolos no había compasión por él en ninguna de las filas. Sin embargo, seguía allí con su hermosa estampa, guapetón y bravo; pero el tiempo pasaba y no había más que un camino.
»-Don Faustino -gritó alguien-. ¿Qué es lo que esperas, don Faustino?
»-Se está preparando para vomitar -dijo otro, y los hombres se echaron a reír.
»-Don Faustino -gritó un campesino-, vomita, si eso te gusta. Para mí es igual.
»Entonces, mientras nosotros le mirábamos, don Faustino acertó a mirar por entre las filas a través de la plaza hacia el barranco, y cuando vio el roquedal y el vacío detrás, se volvió de golpe y se metió por la puerta del Ayuntamiento.
»Los hombres de las filas soltaron un rugido y alguien gritó con voz aguda: "¿Adonde vas, don Faustino, adonde vas?"
»-Va a vomitar -contestó otro, y todo el mundo rompió a reír.
»Entonces vimos a don Faustino, que salía de nuevo, con Pablo a sus espaldas, apoyando el fusil en él. Todo su estilo había desaparecido. La vista de las filas de los hombres le había disipado el tipo y el estilo, y ahora reaparecía con Pablo detrás de él, como si Pablo estuviera barriendo una calle y don Faustino fuese la basura que tuviera delante. Don Faustino salió persignándose y rezando, y nada más salir, se puso las manos delante de los ojos y sin dejar de mover la boca, se adelantó entre las filas.
»-Que no lo toque nadie. Dejadle solo -gritó uno.
»Los de las filas lo entendieron y nadie hizo un movimiento para tocarle. Don Faustino, con las manos delante de los ojos siguió andando por entre las dos filas, sin dejar de mover los labios.
»Nadie decía nada y nadie le tocaba, y cuando estuvo hacia la mitad del camino, no pudo seguir más y cayó de rodillas.
»Nadie le golpeó. Yo me adelanté por detrás de una de las filas, para ver lo que pasaba, y vi que un campesino se había inclinado sobre él y le había puesto de pie, y le decía:
"Levántate, don Faustino, y sigue andando, que el toro no ha salido todavía."
»Don Faustino no podía andar solo y el campesino de blusa negra le ayudó por un lado y otro campesino, con blusa negra y botas de pastor, le ayudó por el otro, sosteniéndole por los sobacos, y don Faustino iba andando por entre las filas con las manos delante de los ojos, sin dejar de mover los labios, sus cabellos sudorosos brillando al sol; y los campesinos decían cuando pasaba: "Don Faustino, buen provecho." Y otros decían: "Don Faustino, a sus órdenes", y uno que había fracasado también como matador de toros dijo: "Don Faustino, matador, a sus órdenes"; y otro dijo: "Don Faustino, hay chicas guapas en el cielo, don Faustino." Y le hicieron marchar a todo lo largo de las dos filas teniéndole en vilo de uno y otro lado y sosteniéndole para que pudiera andar, y él seguía con las manos delante de los ojos. Pero debía de mirar por entre los dedos, porque cuando llegaron al borde de la barranquera se puso de nuevo de rodillas y se arrojó al suelo; y, agarrándose al suelo tiraba de las hierbas, diciendo: "No. No. No, por favor. No, por favor. No. No."
»Entonces, los campesinos que estaban con él y los otros hombres más fuertes del final de las filas se precipitaron rápidamente sobre él, mientras seguía de rodillas, y le dieron un empujón y don Faustino pasó sobre el borde de la barranquera sin que le hubiesen puesto siquiera la mano encima, y se le oyó gritar con fuerza y en voz muy alta mientras caía.
»Fue entonces cuando comprendí que los hombres de las filas se habían vuelto crueles y que habían sido los insultos de don Ricardo, primero, y la cobardía de don Faustino luego lo que los había puesto así.
»-Queremos otro -gritó un campesino, y otro campesino, golpeándole en la espalda, le dijo: "Don Faustino, qué cosa más grande, don Faustino."
»-Ahora ya habrá visto el toro -dijo un tercero-. Ahora no le servirá ya de nada vomitar.
»-En mi vida -dijo otro campesino-, en mi vida he visto nada parecido a don Faustino.
»-Hay otros -dijo el otro campesino-, ten paciencia. ¿Quién sabe lo que veremos todavía?
»-Ya puede haber gigantes y cabezudos -dijo el primer campesino que había hablado-. Ya puede haber negros y bestias raras del África. Para mí, nunca, nunca habrá nada parecido a don Faustino. Pero que salga otro, vamos; queremos otro.