»Los borrachos se pasaban botellas de anís y de coñac que habían robado en el bar del centro de los fascistas, las cuales se metían entre pecho y espalda como si fueran de vino, y muchos hombres de entre las filas empezaron también a sentirse un poco beodos de lo que habían bebido después de la emoción de don Benito, don Federico, don Ricardo y, sobre todo, don Faustino. Los que no bebían de las botellas de licor bebían de botas que corrían de mano en mano. Me ofrecieron una bota y bebí un gran trago, dejando que el vino me refrescase bien la garganta al salir de la bota, porque yo también tenía mucha sed.
»-Matar da mucha sed -dijo el hombre que me había tendido la bota.
»-¡Qué va! -dije yo-; ¿has matado tú?
»-Hemos matado a cuatro -dijo orgullosamente-, sin contar a los civiles. ¿Es verdad que has matado tú a uno de los civiles, Pilar?
»-Ni a uno solo -contesté yo-; disparé en la humareda, como los otros, cuando cayó el muro. Eso es todo.
»-¿De dónde has sacado esa pistola, Pilar?
»-Me la dio Pablo; me la dio Pablo después de haber matado a los civiles.
»-¿Los mató con esa pistola?
»-Con ésta mismamente, y luego me la dio.
»-¿Puedo verla, Pilar? ¿Me la dejas?
»-¿Cómo no, hombre? -dije yo, y le di la pistola. Me preguntaba por qué no salía nadie y en ese momento, ¿qué es lo que veo sino a don Guillermo Martín, el dueño de la tienda en donde habían cogido los bieldos, los cayados y las horcas de madera? Don Guillermo era un fascista, pero aparte de eso, nadie tenía nada contra él.
»Es verdad que no pagaba mucho a los que le hacían los bieldos; pero tampoco los vendía caros, y si no se quería ir a comprar los bieldos en casa de don Guillermo, uno mismo podía hacérselos por poco más que el coste de la madera y el cuero. Don Guillermo tenía una manera muy ruda de hablar y era, sin duda alguna, un fascista, miembro del centro de los fascistas, en donde se sentaba a mediodía y por la tarde en uno de los sillones cuadrados de mimbre, para leer El Debate, para hacer que le limpiaran las botas y para beber vermut con agua de Seltz y comer almendras tostadas, gambas a la plancha y anchoas. Pero no se mata a nadie por eso, y estoy segura de que, de no haber sido por los insultos de don Ricardo Montalvo y por la escena lamentable de don Faustino y por la bebida consiguiente a la emoción que habían despertado don Faustino y los otros, alguien hubiera gritado: "Que se vaya en paz don Guillermo. Ya tenemos sus bieldos. Que se vaya."
»Porque las gentes de ese pueblo podían ser tan buenas como crueles y tenían un sentimiento natural de la justicia y un deseo de hacer lo que es justo. Pero la crueldad había penetrado en las filas de los hombres y también la bebida o un comienzo de la borrachera, y las filas no eran ya lo que eran cuando salió don Benito. Yo no sé qué pasa en los otros países y a nadie le gusta la bebida más que a mí; pero en España, cuando la borrachera se produce por otras bebidas que no sean el vino, es una cosa muy fea y la gente hace cosas que no hubiera hecho de otro modo. ¿Es así en tu país, inglés?»
- Así es -dijo Robert Jordan-. Cuando yo tenía siete años, yendo con mi madre a una boda en el estado de Ohio, en donde yo tenía que ser paje de honor y llevar las flores con otra niña…
- ¿Has hecho tú eso? -preguntó María-. ¡Qué bonito!
- En aquella ciudad, un negro fue ahorcado de un farol y después quemado. La lámpara se podía bajar con un mecanismo hasta el pavimento. Se izó primero al negro utilizando el mecanismo que servía para izar la lámpara; pero se rompió…
- ¿Un negro? -preguntó María-. ¡Qué bárbaros!
- ¿Estaba borracha la gente? -preguntó María-. ¿Estaban tan borrachos como para quemar a un negro?
- No lo sé -contestó Robert Jordan-; la casa en donde yo me hallaba estaba situada justamente en una esquina de la calle, frente al farol, y yo miraba por entre los visillos de una ventana. La calle estaba llena de gente, y cuando fueron a izar al negro por segunda vez…
- Si tú no tenías más que siete años y estabas dentro de una casa, no podías saber si estaban borrachos o no -dijo Pilar.
- Como decía, cuando izaron al negro por segunda vez, mi madre me apartó de la ventana y no vi más -dijo Jordan-; pero después me han ocurrido aventuras que prueban que la borrachera es igual en mi país, igual de fea y brutal.
- Eras demasiado pequeño a los siete años -comentó María-. Eras demasiado pequeño para esas cosas. Yo nunca he visto un negro más que en los circos. A menos que los moros sean negros.
- Unos lo son y otros no lo son -dijo Pilar-; podría contarte un montón de cosas sobre los moros.
- No tantas como yo -dijo María-; No; no tantas como yo.
- No hablemos de eso -dijo Pilar-; no es bueno. ¿Donde nos quedamos?
- Hablábamos de la borrachera entre las filas -dijo Robert Jordan-. Continúa.
- No es justo decir borrachera -dijo Pilar-. Porque estaban todavía muy lejos de hallarse borrachos. Pero habían cambiado, y cuando don Guillermo salió y se quedó allí, derecho, miope, con sus cabellos grises, su estatura no más que mediana, con una camisa que tenía un botón en el cuello, aunque no tenía cuello y cuando miró de frente, aunque no veía nada sin sus lentes, y empezó a andar con mucha calma, era como para inspirar piedad. Pero alguien gritó en las filas: "Por aquí, don Guillermo. Por aquí, don Guillermo. En esta dirección. Aquí tenemos todos sus productos."
»Se habían divertido tanto con don Faustino que no se daban cuenta de que don Guillermo era otra cosa y que si hacía falta matar a don Guillermo, era menester matarle en seguida y con dignidad.
»-Don Guillermo -gritó otro-, ¿quieres enviar a alguien a tu casa a buscar tus lentes?
»La casa de don Guillermo no era una casa, porque no tenía mucho dinero; don Guillermo era un fascista sólo por esnobismo y para consolarse de verse obligado a trabajar sin ganar gran cosa en su almacén de utensilios agrícolas. Era un fascista también por la religiosidad de su mujer, que compartía, como si fuera suya, por amor a ella. Don Guillermo vivía en un piso a poca distancia de la plaza. Y mientras don Guillermo estaba allí parado, mirando, con sus ojos miopes, las filas entre las cuales tenía que pasar, una mujer se puso a gritar desde el balcón del piso en donde vivía don Guillermo. Podía verle desde el balcón. Era su mujer.
»-Guillermo -gritaba-. Guillermo, espérame, voy contigo.
»Don Guillermo volvió la cabeza del lado de donde llegaban los gritos. No podía ver a su mujer. Quiso decir algo, pero no pudo. Entonces hizo una seña con la mano hacia donde su mujer le había llamado y se adelantó entre las filas.
»-Guillermo -gritaba ella-. Guillermo. Guillermo. -Se había agarrado con las manos al barandal del balcón y se balanceaba de alante atrás-. ¡Guillermo!