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- ¡Deja! -dijo el chico, y volvió la cabeza bruscamente-. Dejadme tranquilo. No me pasa nada y siento haber hablado.

Estaba allí parado, tratando de dominar la expresión de su rostro. María cogió de la mano a Robert Jordan. Pilar, parada en medio del camino, puesta en jarras, miraba al muchacho con aire burlón.

- Cuando yo te bese no será como una hermana. Vaya un truco ése de besarte como una hermana.

- No hay que dar tanta broma -dijo el muchacho-; ya os he dicho que no me pasa nada. Siento haber hablado.

- Muy bien, entonces, vamos a ver al viejo -dijo Pilar-. Tantas emociones me fatigan.

El chico la miró. A todas luces había sido herido por las palabras de Pilar.

- No hablo de tus emociones -dijo Pilar-; hablo de las mías. Eres muy tierno para ser torero.

- No tuve suerte -dijo Joaquín-; pero no vale la pena insistir en ello.

- Entonces, ¿por qué te dejas crecer la coleta?

- ¿Por qué no? Las corridas son muy útiles económicamente. Dan trabajo a muchos y el Estado va a dirigir ahora todo eso; y quizá la próxima vez no tenga miedo.

- Quizá sí -dijo Pilar- y quizá no.

- ¿Por qué le hablas con tanta dureza? -preguntó María-. Yo te quiero mucho, Pilar, pero te portas como una verdadera bruta.

- Es posible que sea un poco bruta -dijo Pilar-. Escucha, inglés, ¿sabes bien lo que vas a decirle al Sordo?

- Sí.

- Porque es hombre que habla poco; no es como tú ni como yo ni como esta parejita sentimental.

- ¿Por qué hablas así? -preguntó de nuevo María, irritada.

- No lo sé -dijo Pilar, volviendo a caminar-. ¿Por qué piensas que lo hago?

- Tampoco lo sé.

- Hay cosas que me aburren -dijo Pilar, de mal humor-. ¿Comprendes? Y una de ellas es tener cuarenta y ocho años. ¿Lo has entendido? Cuarenta y ocho años y una cara tan fea como la mía. Y otra es ver el pánico en la cara de un torero fracasado, de tendencias comunistas, cuando digo en son de broma que voy a besarle.

- No es verdad, Pilar -dijo el muchacho-. No has visto eso.

- ¿Qué va a ser verdad? Claro que no. Y a la mierda; todos. ¡Ah, aquí está! Hola, Santiago. ¿Qué tal?

El hombre al que hablaba Pilar era un tipo de baja estatura, fuerte, de cara tostada, pómulos anchos, cabello gris, ojos muy separados y de un color pardo amarillento, nariz de puente, afilada como la de un indio, boca grande y delgada con un labio superior muy largo. Iba recién afeitado! y se acercó a ellos desde la entrada de la cueva moviéndose ágilmente con sus arqueadas piernas, que hacían juego con su pantalón, sus polainas y sus botas de pastor. El día era caluroso, pero llevaba un chaquetón de cuero forrado de piel de cordero, abrochado hasta el cuello. Tendió a Pilar una mano grande, morena:

- Hola, mujer -dijo-. Hola -dijo a Robert Jordan, le estrechó la mano, mirándole atentamente a la cara. Robert Jordan vio que los ojos del hombre eran amarillos, como los de los gatos, y aplastados como los de los reptiles-.

- ¡Guapa! -dijo a María, dándole un golpecito en el hombro-. ¿Habéis comido?-preguntó a Pilar.

Pilar negó con la cabeza.

- ¿Comer? -dijo, mirando a Robert Jordan-. ¿Beber? -preguntó, haciendo un ademán con el pulgar hacia abajo, como si estuviera vertiendo algo de una botella.

- Sí, muchas gracias -contestó Jordan.

- Bien -dijo el Sordo-. ¿Whisky?

- ¿Tiene usted whisky?

El Sordo afirmó con la cabeza.

- ¿Inglés?-preguntó-.¿No ruso?

- Americano.

- Pocos americanos aquí -dijo.

- Ahora habrá más.

- Mejor. ¿Norte o Sur?

- Norte.

- Como inglés. ¿Cuándo saltar puente?

- ¿Está usted enterado de lo del puente?

El Sordo dijo que sí con la cabeza.

- Pasado mañana, por la mañana.

- Bien -dijo el Sordo.

- ¿Pablo? -preguntó a Pilar.

Ella movió la cabeza. El Sordo sonrió.

- Vete -dijo a María, y volvió a sonreír-. Vuelve luego. -Sacó de su chaqueta un gran reloj, pendiente de una correa-. Dentro de una media hora.

Les hizo señas para que se sentaran en un tronco pulido, que servía de banco, y, mirando a Joaquín, extendió el índice hacia el sendero en la dirección en que habían venido.

- Bajaré con Joaquín y volveré luego -dijo María.

El Sordo entró en la cueva y salió con un frasco de whisky y tres vasos; el frasco, debajo del brazo, los vasos en una mano, un dedo en cada vaso. En la otra mano llevaba una cántara llena de agua, cogida por el cuello. Dejó los vasos y el frasco sobre el tronco del árbol y puso la cántara en el suelo.

- No hielo -dijo a Robert Jordan, y le pasó el frasco.

- Yo no quiero de eso -dijo Pilar, tapando su vaso con la mano.

- Hielo, noche última, por suelo -dijo el viejo, y sonrió-. Todo derretido. Hielo, allá arriba -añadió, y señaló la nieve que se veía sobre la cima desnuda de la montaña-. Muy lejos.

Robert Jordan empezó a llenar el vaso del Sordo; pero el viejo movió la cabeza y le indicó por señas que tenía que servirse él primero.

Robert Jordan se sirvió un buen trago de whisky; el Sordo le miraba, muy atento, y, terminada la operación, tendió la cántara de agua a Robert Jordan, que la inclinó suavemente, dejando que el agua fría se deslizara por el pico de barro cocido de la cántara.

El Sordo se sirvió medio vaso y acabó de llenarlo con agua.

- ¿Vino? -preguntó a Pilar.

- No; agua.

- Toma -dijo-. No bueno -dijo a Robert Jordan, y sonrió-. Yo conocido muchos ingleses. Siempre mucho whisky.

- ¿Dónde?

- Finca -dijo el Sordo-; amigos dueño.

- ¿Dónde consiguió usted este whisky?

- ¿Qué?-No oía.

- Tienes que gritarle -dijo Pilar-. Por la otra oreja.

El Sordo señaló su mejor oreja, sonriendo.