- Sí, sí que lo sé.
- ¡Qué va! ¡Qué vas a saber! Tú eres para el inglés. Eso está claro y así tiene que ser. Y es lo que yo quiero. No hubiera permitido otra cosa. No soy una pervertida, pero digo las cosas como son. No hay mucha gente que diga la verdad; ninguna mujer te la dirá. Yo sí me siento celosa lo digo bien claro.
- No lo digas -replicó María-; no lo digas, Pilar.
- ¿Por qué no lo digas? -preguntó la mujer, sin mirarla-; lo diré hasta que se me vayan las ganas de decirlo. Y en este mismo momento -dijo, sin mirar a ninguno de los dos- se me han acabado. No voy a decirlo más; ¿entiendes?
- Pilar -dijo María-, no hables así.
- Tú eres una gatita muy mona -dijo Pilar- y quítame esa cabeza del regazo. Se ha pasado el momento de las tonterías.
- No eran tonterías -dijo María-, y mi cabeza está bien donde está.
- No, quítamela -dijo Pilar. Pasó sus grandes manos por debajo de la cabeza de la joven y la levantó-. Y tú, inglés -preguntó, sosteniendo aún la cabeza de la muchacha y mirando insistentemente a lo lejos, hacia las montañas, como había hecho todo el tiempo-, ¿se te ha comido la lengua el gato?
- No fue el gato -contestó Robert Jordan.
- ¿Qué animal fue? -preguntó Pilar depositando la cabeza de la muchacha en el suelo.
- No fue un animal -dijo Robert Jordan.
- ¿Te la has tragado entonces?
- Así es -dijo Robert Jordan.
- ¿Y estaba buena? -preguntó Pilar, volviéndose hacia él y sonriéndole.
- No mucho.
- Ya me lo figuraba yo. Ya me lo figuraba. Pero voy a devolverte a tu conejito. No he tratado nunca de quitártelo. Ese nombre le sienta bien, conejito. Te he oído llamarla así esta mañana.
Robert Jordan sintió que se ruborizaba.
- Es usted muy dura para ser mujer -le dijo.
- No -dijo Pilar-; soy tan sencilla que parezco muy complicada. ¿Tú no eres complicado, inglés?
- No, ni tampoco tan sencillo.
- Me gustas, inglés -dijo Pilar. Luego sonrió, se inclinó hacia delante, y volvió a sonreír, moviendo la cabeza-. ¿Y si yo quisiera quitarte la gatita o quitarle a la gatita su gatito?
- No podrías hacerlo.
- Claro que no -dijo Pilar, sonriendo de nuevo-. Ni tampoco lo quiero. Aunque cuando era joven podía haberlo hecho.
- Lo creo.
- ¿Lo crees?
- Sin ninguna duda -dijo Robert Jordan-; pero esta clase de conversación es una tontería.
- No es propia de ti -dijo María.
- No es propia de mí -dijo Pilar-; pero es que hoy no me parezco mucho a mí misma. Me parezco muy poco. Tu puente me ha dado dolor de cabeza, inglés.
- Podemos llamarle el puente del dolor de cabeza -dijo Robert Jordan-; pero yo le haré caer en esa garganta como si fuera una jaula de grillos.
- Bien -contestó Pilar-. Sigue hablando así.
- Me lo voy a merendar como si fuera un plátano sin cáscara.
- Me gustaría comerme un plátano ahora -dijo PilarContinúa, inglés. Anda, sigue hablando así.
- No vale la pena -dijo Robert Jordan-. Vámonos al campamento.
- Tu deber -dijo Pilar-. Ya llegará, hombre. Pero antes voy a dejaros solos.
- No, tengo mucho que hacer.
- Eso vale la pena también y no se requiere mucho tiempo.
- Cállate, Pilar -dijo María-. Eres muy grosera.
- Soy muy grosera -dijo Pilar-; pero soy también muy delicada. Soy muy delicada. Ahora voy a dejaros solos. Y todo eso de los celos es una tontería. Estaba furiosa contra Joaquín porque vi en sus ojos lo fea que soy. Estoy celosa porque tienes diecinueve años; eso es todo. Pero no son celos que duran. No tendrás siempre diecinueve años. Y ahora me iré.
Se levantó y, apoyándose una mano en la cadera, se quedó mirando a Robert Jordan, que se había puesto también de pie. María continuaba sentada en el suelo, debajo de un árbol, con la cabeza baja.
- Volvamos al campamento todos juntos -dijo Robert Jordan-. Será mejor; hay mucho que hacer.
Pilar señaló con la barbilla a María, que continuaba sentada con la cabeza baja, sin decir nada. Luego sonrió, se encogió visiblemente de hombros y preguntó:
- ¿Sabéis el camino?
- Sí -respondió María, sin levantar la cabeza.
- Pues me voy -dijo Pilar-; me voy. Tendremos listo algún reconstituyente para agregarlo a la cena, inglés.
Comenzó a andar por la pradera hacia las malezas que bordeaban el arroyo que corría hasta el campamento.
- Espera -le gritó Jordan-. Es mejor que volvamos todos juntos.
María continuaba sentada sin decir palabra. Pilar no se volvió.
- ¡Qué va! ¡Volver todos juntos! -dijo-. Os veré luego.
Robert Jordan permanecía de pie, inmóvil.
- ¿Crees que se encuentra bien? -preguntó a María-. Tenía mala cara.
- Déjala -dijo María, que continuaba con la cabeza gacha.
- Creo que debería acompañarla.
- Déjala -dijo María-. Déjala.
Capítulo trece
Caminando por la alta pradera Robert Jordan sentía el roce de la maleza contra sus piernas; sentía el peso de la pistola sobre la cadera; sentía el sol sobre su cabeza; sentía a su espalda la frescura de la brisa que soplaba de las cumbres nevadas; sentía en su mano la mano firme y fuerte de la muchacha y sus dedos entrelazados. De aquella mano, de la palma de aquella mano apoyada contra la suya, de sus dedos entrelazados y de la muñeca que rozaba su muñeca, de aquella mano, de aquellos dedos y de aquella muñeca emanaba algo tan fresco como el soplo que os llega del mar por la mañana, ese soplo que apenas riza la superficie de plata; y algo tan ligero como la pluma que os roza los labios o la hoja que cae al suelo en el aire inmóvil. Algo tan ligero que sólo podía notarse con el roce de los dedos, pero tan fortificante, tan intenso y tan amoroso en la forma de apretar de los dedos y en la proximidad estrecha de la palma y de la muñeca, como si una corriente ascendiera por su brazo y le llenase todo el cuerpo con el penoso vacío del deseo. El sol brillaba en los cabellos de la muchacha, dorados como el trigo, en su cara bruñida y morena y en la suave curva de su cuello, y Jordan le echó la cabeza hacia atrás, la estrechó entre sus brazos y la besó. Al besarla la sintió temblar, y acercando todo su cuerpo al de ella, sintió contra su propio pecho, a través de su camisa, la presión de sus senos pequeños y redondos; alargó la mano, desabrochó los botones de su camisa, se inclinó sobre la muchacha y la besó. Ella se quedó temblando, con la cabeza echada hacia atrás, sostenida apenas por el brazo de él. Luego bajó la barbilla y rozó con ella los cabellos de Robert Jordan, y cogió la cabeza de él entre sus manos como para acunarla. Entonces él se irguió y, rodeándola con ambos brazos, la abrazó con tanta fuerza, que la levantó del suelo mientras sentía el temblor que le recorría todo el cuerpo. Ella apoyó los labios en el cuello de él y Jordan la dejó caer suavemente mientras decía: