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- ¡Sí, hombre! Claro que hay cosas que hacer. Tu saco de dormir por ejemplo hubiera debido sacudirlo esta mañana y airearlo, colgándolo al sol en alguna parte, y luego, antes que caiga el rocío, ponerlo a resguardo.

- Sigue, conejito.

- Tus calcetines habría que lavarlos y tenderlos a secar. Me ocuparé de que tengas siempre dos pares.

- ¿Quemas?

- Si me enseñas cómo tengo que hacerlo, limpiaré y engrasaré tu pistola.

- Dame un beso -dijo Robert Jordan.

- No, estoy hablando en serio. ¿Me enseñarás a limpiar tu pistola? Pilar tiene trapos y aceite. Y hay una baqueta en la cueva que creo que irá bien.

- Desde luego que te enseñaré.

- Y además, puedes enseñarme a disparar, y así cualquiera de los dos puede matar al otro y suicidarse después, si uno de los dos cae herido y no queremos que nos hagan prisioneros.

- Muy interesante -dijo Robert Jordan-; ¿tienes muchas ideas de ese estilo?

- No muchas -dijo María-, pero ésta es una buena idea. Pilar me ha dado esto y me ha dicho cómo utilizarlo. -Abrió el bolsillo de pecho de la camisa y sacó un estuche de cuero como los de los peines de bolsillo; luego quitó una goma que lo cerraba por ambos lados y sacó una cuchilla de afeitar-. Llevo siempre esto conmigo. Pilar dice que hay que cortar por aquí, debajo de la oreja y seguir hasta aquí -dijo. Mostró la trayectoria con el dedo-. Dice que aquí hay una gran arteria y que, apoyando bien la hoja, no se puede fallar. Dice también que no hace daño y que basta con apretar fuerte detrás de la oreja y tirar para abajo. Dice que no es nada, pero que no hay nada que hacer una vez que se corta.

- Es verdad -dijo Robert Jordan-. Esa es la carótida. «De manera -pensó- que lleva eso siempre encima como una contingencia prevista y aceptada.»

- A mí me gustaría más que me matases tú -dijo María-. Prométeme que si llega la ocasión me matarás.

- Claro que sí -dijo Robert Jordan-; te lo prometo.

- Muchas gracias -dijo María-. Ya sé que no es fácil.

- No importa -dijo Robert Jordan.

«Te olvidas de todas esas cosas; te olvidas de las bellezas de la guerra civil cuando te pones a pensar demasiado en tu trabajo. Te habías olvidado de esto. Bueno, es natural. Kashkin no pudo olvidarlo y fue lo que estropeó su trabajo. ¿O crees que el chico tuvo algún presentimiento? Es curioso, pero no experimenté ninguna emoción al matar a Kashkin. Pensaba que algún día acabaría sintiéndola. Pero hasta ahora no había sentido nada.»

- Hay otras cosas que puedo hacer por ti -dijo María, que andaba muy cerca de él, hablando de una manera muy seria y femenina.

- ¿Aparte de matarme?

- Sí, podría liarte los cigarrillos cuando no tengas paquetes. Pilar me ha enseñado a liarlos muy bien, apretados y sin desperdiciar tabaco.

- Estupendo -dijo Robert Jordan-. ¿Les pasas, además, la lengua?

- Sí -dijo la muchacha-, y cuando estés herido podré cuidarte, vendar tu herida, lavarte y darte de comer.

- Quizá no llegue a estar herido -dijo Robert Jordan.

- Entonces, cuando estés enfermo podré cuidar de ti y hacerte sopitas y limpiarte y hacer todo lo que te haga falta. Y puedo leerte también.

- Quizá no llegue a ponerme enfermo.

- Entonces te llevaré el café por la mañana, cuando te despiertes.

- A lo mejor no me gusta el café -dijo Robert Jordan.

- Pues claro que te gusta -dijo la muchacha alegremente-. Esta mañana has tomado dos tazas.

- Suponte que me canso del café, que no hay necesidad de matarme ni de vendarme, que no me pongo enfermo, que dejo de fumar, que tengo sólo un par de calcetines y que cuelgo yo mismo mi saco para que se airee. ¿Qué harás entonces, conejito? -preguntó dándole golpecitos cariñosos en la espalda-. ¿Qué harás?

- Entonces puedo pedirle las tijeras a Pilar y cortarte el pelo.

- No me gusta que me corten el pelo.

- Tampoco a mí -dijo María-. Y me gusta el pelo como lo llevas. Bueno, pues si no hay nada que hacer por ti, me sentaré a tu lado, te miraré y por la noche haremos el amor.

- Bueno -dijo Robert Jordan-; ese último proyecto es muy sensato.

- A mí también me lo parece -dijo María, sonriendo-, inglés.

- No me llamo inglés; mi nombre es Roberto.

- Bueno, pero yo te llamo inglés como te llama Pilar.

- Pero me llamo Roberto.

- No -insistió firmemente ella-. Te llamas inglés; hoy, te llamas inglés. Y dime, inglés, ¿puedo ayudarte en tu trabajo?

- No, lo que tengo que hacer tengo que hacerlo yo solo y con la cabeza muy despejada.

- Bueno -preguntó ella-. ¿Y cuándo terminas?

- Esta noche, si tengo suerte.

- Bien.

Delante de ellos se extendía la enorme porción boscosa que los separaba del campamento.

- ¿Qué es eso? -preguntó Robert Jordan, señalando con la mano.

- Es Pilar -contestó la muchacha, mirando hacia donde él señalaba-. Seguro que es Pilar.

En el extremo inferior del prado, donde comenzaban a crecer los primeros árboles, había una mujer sentada, con la cabeza apoyada en los brazos. Parecía un bulto entre los árboles, un bulto negro entre los árboles de un gris más claro.

- Vamos -dijo Jordan; y empezó a correr hacia ella entre la maleza, que le llegaba a la altura de la rodilla. Era difícil avanzar, y después de haber recorrido un trecho, retrasó el paso y se fue acercando más despacio. Vio que la mujer tenía apoyada la cabeza en los brazos y los brazos sobre el regazo y parecía un bulto inmenso y oscuro, apoyado junto al tronco del árbol. Se acercó a ella y dijo: «Pilar» en voz alta.

La mujer levantó la cabeza y se quedó mirándole.

- ¡Oh! -dijo-. ¿Habéis terminado?

- ¿Estás mala? -preguntó Jordan, tuteándola de repente e inclinándose hacia ella.

- ¡Qué va! -contestó-. Me quedé dormida.

- Pilar -dijo María, que llegaba corriendo, arrodillándose junto a ella-. ¿Cómo estás? ¿Te encuentras bien?

- Me encuentro estupendamente -dijo Pilar, sin moverse. Los miró con fijeza a los dos-. Bueno, inglés -añadió-, ¿has hecho cosas que merezcan la pena?

- ¿Se encuentra usted bien? -insistió Robert Jordan, haciendo caso omiso de su pregunta.

- ¿Cómo no? Me quedé dormida. ¿Habéis dormido vosotros?