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- No.

- Bueno -dijo Pilar a la muchacha-. Parece que la cosa te sienta bien.

María se sonrojó y no dijo nada.

- Déjala en paz -dijo Robert Jordan.

- Nadie te ha hablado a ti -contestó Pilar-. María -insistió, y su voz se había hecho dura. La muchacha no se atrevió a mirarla-. María -insistió la mujer-, parece que te sienta bien.

- Déjela en paz -dijo Jordan.

- Cállate tú -dijo Pilar, sin molestarse en mirarle-. Escucha, María, dime solamente una cosa.

- No -dijo María, y negó con la cabeza.

- María -dijo Pilar, y su voz se había hecho tan dura como su rostro y su rostro se había vuelto enormemente duro-. Dime una cosa por tu propia voluntad.

La muchacha volvió a negarse con la cabeza.

«Si no tuviese que trabajar con esta mujer -pensó Robert Jordan- y con el borracho de su marido y su condenada banda, acabaría con ella a bofetadas.»

- Vamos, dímelo -rogó Pilar a la muchacha.

- No -dijo María-. No.

- Déjela en paz -volvió a decir Robert, con una voz que no parecía la suya. «De todas maneras voy a abofetearla, y al diablo con todo.»

Pilar no se molestó siquiera en contestarle. No era como la serpiente hipnotizando al pajarillo o como el gato. No había nada en ella de afán de rapiña. Ni tampoco nada de perversión. Era como un desplegarse de algo que ha estado enroscado demasiado tiempo, como cuando se despliega una cobra. Robert Jordan podía ver cómo se producía; podía sentir la amenaza de aquel despliegue. De un despliegue que no era, sin embargo, un deseo de dominio, que no era maldad; sino sencillamente curiosidad. «Preferiría no presenciar esto -pensó Robert Jordan-; pero, de todas formas, no es asunto como para acabar con él a bofetadas.»

- María -dijo Pilar-, no voy a obligarte por la fuerza. Dímelo por tu propia voluntad.

La chica negó con la cabeza.

.-María -insistió Pilar-, dímelo por tu propia voluntad. ¿Me has oído? Dime algo, cualquier cosa.

- No -dijo la chica con voz ahogada-. No, y no.

- Vamos, cuéntamelo. Cuéntame algo, lo que sea. Vamos, habla. Ya verás. Ahora vas a contármelo.

- La tierra se movió -dijo María, sin mirarla-. De verdad; es algo que no te puedo explicar.

- ¡Ah! -exclamó Pilar, y su voz era ahora cálida y afectuosa, y no había nada forzado en ella.

Pero Robert Jordan vio que en la frente y en los labios había pequeñas gotas de sudor-. De manera que fue eso. Fue eso.

- Es verdad -dijo María, mordiéndose los labios.

- Pues claro que es verdad -dijo Pilar cariñosamente-. Pero no se lo digas ni a tu propia familia; nunca te creerán. ¿No tienes sangre calé, inglés?

Se puso en pie, ayudada por Robert Jordan.

- No -contestó Jordan-; al menos, que yo sepa.

- Ni María tampoco, al menos que ella sepa -dijo Pilar-. Pues es muy raro; muy raro.

- Pero sucedió -dijo María.

- ¿Cómo que no, hija? -preguntó Pilar-. Claro que ocurrió. Cuando yo era joven, la tierra se movía tanto que podía sentir hasta cómo se escurría por el espacio y temía que se me escapara de debajo. Ocurría todas las noches.

- Mientes -dijo María.

- Sí, miento -dijo Pilar-; nunca se mueve más de tres veces en la vida. Pero ¿de veras se movió?

- Sí -repuso la muchacha-; de veras.

- ¿Y para ti también, inglés? -preguntó Pilar, mirando a Robert Jordan-. No mientas.

- Sí -contestó él-. De veras.

- Bueno -dijo Pilar-. Bueno. Esto es algo.

- ¿Qué quieres decir con eso de las tres veces? -preguntó María-. ¿Por qué has dicho eso?

- Tres veces -repitió Pilar-; y ahora ya has tenido una.

- ¿Sólo tres veces?

- Para la mayoría de la gente, ni una -dijo Pilar-. ¿Estás segura de que se movió?

- Tanto, que una podía haberse caído -contestó María.

- Entonces debe de haberse movido -dijo Pilar-. Vamos al campamento.

- Pero ¿qué es esa tontería de las tres veces? -preguntó Robert Jordan a la mujerona, mientras iban andando juntos por entre los pinos.

- ¿Tonterías? -preguntó ella, mirándole de reojo-. No me hables de tonterías, inglesito.

- ¿Es una brujería como lo de las palmas de las manos?

- No, es algo muy conocido y comprobado entre los gitanos.

- Pero nosotros no somos gitanos.

- No, pero habéis tenido suerte. Los que no son gitanos a veces tienen suerte.

- ¿Crees de veras en eso de las tres veces?

Ella le miró con expresión rara y le dijo:

- Déjame en paz, inglés. No me des la lata. Eres demasiado joven para que yo te haga caso.

- Pero, Pilar… -dijo María.

- Cierra el pico -dijo ella-. Ya has disfrutado una vez y el mundo te guarda dos veces más.

- ¿Y usted? -preguntó Robert Jordan.

- Dos -contestó Pilar, y enseñó dos dedos de la mano-. Dos. Y no tendré nunca la tercera.

- ¿Por qué? -preguntó María.

- Calla la boca -dijo Pilar-; cállate. Las chicas de tu edad me aburren.

- ¿Por qué no una tercera vez? -insistió Robert Jordan.

- Calla la boca, ¿quieres? -replicó Pilar-. Cállate ya.

«Bueno -se dijo Robert Jordan-, lo único que sé es que ya no voy a tener ninguna más. He conocido montones de gitanos y son todos la mar de extraños. Pero también nosotros somos extraños. La diferencia consiste en que tenemos que ganarnos la vida honradamente. Nadie sabe de qué tribus descendemos ni cuáles son nuestras herencias ni qué misterios poblaban los bosques de las gentes de quienes descendemos. Todo lo que sabemos es que no sabemos nada. No sabemos nada de lo que nos sucede durante la noche, pero cuando sucede durante el día, entonces es como para asombrarse. Sea lo que sea, el hecho es que ha ocurrido, y ahora, no solamente ha hecho esta mujer a la muchacha decirle lo que no quería decirle, sino que, además, se ha apoderado de ello y lo ha hecho suyo. Ha hecho de ello asunto de gitanos. Creí que había recibido lo suyo cuando estábamos en el monte, pero ya está de nuevo haciéndose la dueña de todo. Si hubiera sido por maldad, era como para haberla matado a tiros. Pero no es maldad. Es sólo un deseo de mantener su dominio sobre la vida. Y de mantenerlo a través de María. Cuando salgas de esta guerra puedes ponerte a estudiar a las mujeres. Podrías empezar por Pilar. Nos ha fabricado un día bastante complicado, si quieres que te dé mi opinión. Hasta ahora no había traído a cuento sus historias gitanas. Salvo lo de la mano, quizá. Sí, naturalmente, salvo lo de la mano. Y no creo que en lo que se refiere a la mano, estuviera fingiendo. No quiso decirme lo que vio en mi mano. Viera lo que viese, creyó en ello. Pero eso no prueba nada.»