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- Oye, Pilar -dijo a la mujerona.

Pilar le miró y sonrió.

- ¿Qué te pasa? -preguntó.

- No seas misteriosa. Los misterios me aburren mucho.

- ¿Seguro? -preguntó Pilar.

- No creo en ogros, en los que dicen la buenaventura ni en toda esa brujería gitana de tres al cuarto.

- ¡Vaya! -dijo Pilar.

- Así es, y haga usted el favor de dejar a la chica tranquila.

- Dejaré a tu chica tranquila.

- Y haga el favor de acabar con esos misterios -dijo Robert Jordan-; ya tenemos bastantes complicaciones para estar hasta satisfechos, sin complicarnos más con tonterías. Menos misterios y más mano a la obra.

- De acuerdo -dijo Pilar, asintiendo con la cabeza-. Pero escucha, inglés -prosiguió, sonriendo-. ¿Se movió la tierra, sí o no?

- Se movió. Maldita seas. Se movió.

Pilar rompió a reír; se detuvo, se quedó mirando a Robert Jordan y volvió a reír con todas sus ganas.

- ¡Ay, inglés, inglés! -dijo, riendo-. Eres muy cómico. Tendrás que trabajar mucho en adelante para recuperar tu dignidad.

«Vete al diablo», pensó Robert Jordan. Pero no dijo nada. Mientras hablaban, el sol se había nublado y al mirar atrás, hacia las montañas, vio que el cielo se había puesto sucio y gris.

- Sí -dijo Pilar, mirando también al cielo-. Va a nevar.

- ¿Nevar? -preguntó él-. Si estamos en junio.

- ¿Por qué no? Los montes no saben los nombres de los meses. Estamos en la luna de mayo.

- No puede nevar -dijo Jordan-. No puede nevar.

- Pues, quieras o no quieras, inglés -dijo ella-, nevará.

Robert Jordan miró al cielo plomizo y al sol que desaparecía, de un color amarillo pálido. Según miraba, el sol se ocultó por completo y el cielo se volvió de un gris uniforme, plomizo y dulce que perfilaba las cimas de las montañas.

- Así es -dijo-; creo que tiene usted razón.

Capítulo catorce

Al tiempo en que llegaban al campamento empezó a nevar, y los copos caían diagonalmente entre los pinos. Descendían sesgados entre los árboles, escasos al principio, más abundantes luego y describiendo círculos, cuando el viento frío empezó a soplar de las montañas, a torbellinos y espesos. Robert Jordan, furioso, se detuvo ante la boca de la cueva, para contemplarlos.

- Vamos a tener mucha nieve -dijo Pablo. Tenía la voz ronca y los ojos encarnados y turbios. -¿Ha vuelto el gitano? -preguntó Robert Jordan. -No -contestó Pablo-; no han vuelto ni él ni el viejo. -¿Quieres venir conmigo al puesto de arriba, al que está en la carretera?

- No -dijo Pablo-; no quiero tomar parte en nada de esto.

- Bueno, entonces iré solo.

- Con esta tormenta puede que no lo encuentres -dijo Pablo-; yo, en tu lugar, no iría.

- No hay más que bajar por la carretera y luego seguirla cuesta arriba.

- Puede que lo encuentres; pero tus dos centinelas van a subir con esta nieve y te cruzarás con ellos sin verlos. -El viejo me aguardará.

- ¡Qué va! Volverá a casa con esta nieve. -Pablo miró la que caía rápidamente frente a la entrada de la cueva, y dijo:- No te gusta la nieve, ¿eh, inglés?

Robert Jordan soltó un juramento; Pablo le miró con sus turbios ojos y se echó a reír.

- Con esto, tu ofensiva se va a pique, inglés -dijo-. Vamos, entra en la cueva, que tu gente volverá en seguida.

En la cueva, María se ocupaba del fuego y Pilar de la cocina. El fuego humeaba y la muchacha lo iba atizando con un palo, soplando luego con un papel doblado; hubo de repente una llamarada intensa y después el viento tiró del humo hacia arriba, por el agujero del techo.

- ¡Qué manera de nevar! -exclamó Robert Jordan-. ¿Crees que va a caer mucha?

- Mucha -dijo Pablo, con satisfacción. Luego se dirigió a Pilar-: Tú, mujer, ¿no te gusta la nieve? Ahora que mandas tú, ¿no te gusta esta nieve?

- ¿Y a mí qué? -dijo Pilar, sin volverse-. Si nieva, que nieve.

- Echa un trago, inglés -dijo Pablo-. Yo he estado bebiendo todo el día esperando que nevara.

- Dame un jarro -dijo Robert Jordan.

- Por la nieve -dijo Pablo, brindando con él.

Robert Jordan le miró fijamente y chocó los jarros. «Tú, asesino legañoso -pensó-, quisiera romperte el jarro entre los dientes. Vamos, cálmate, tómalo con calma.»

- Es muy bonita la nieve -dijo Pablo-; pero no vas a poder dormir fuera con tanta como cae.

«Ah, eso es lo que piensas -se dijo Robert Jordan-. Eso es lo que te tiene preocupado, ¿no, Pablo?»

- ¿No? -dijo cortésmente en voz alta.

- No; hace mucho frío -dijo Pablo- y mucha humedad.

«Lo que tú no sabes -pensó Robert Jordan- es por qué esos viejos edredones, lo que se llama un saco de noche, cuestan sesenta y cinco dólares. Quisiera que me dieses un dólar por cada vez que he dormido en la nieve, guapo.»

- Entonces -volvió a preguntar en voz alta, cortésmente- ¿tendré que dormir aquí?

- Claro.

- Gracias -dijo Robert Jordan-; pero prefiero dormir fuera.

- ¿En la nieve?

- Claro. -«Al diablo tus ojos sanguinolentos de puerco y tu cara de puerco con pelos de puerco», pensó y luego dijo en voz alta:- En la nieve. -«En esa condenada desastrosa y destructora nieve.»

Se acercó a María que acababa de echar al fuego otra brazada de pino.

- Es muy bonita la nieve -dijo a la muchacha.

- Pero es mala para tu trabajo, ¿no es así? -preguntó ella-. ¿Estás preocupado?

- ¡Qué va! -dijo él-. No vale de nada el preocuparse. ¿Cuándo estará lista la cena?