- Supongo que tienes apetito -dijo Pilar-. ¿Quieres un trozo de queso, mientras aguardas?
- Gracias -dijo Jordan. Y Pilar le cortó un trozo de queso de la enorme pieza que colgaba de un cordel, del techo. Se quedó parado allí comiéndoselo. El queso sabía demasiado a cabra, para su gusto.
- María -dijo Pablo, sin moverse de la mesa.
- ¿Qué? -preguntó la chica.
- Limpia la mesa, María -dijo Pablo, con una sonrisa maliciosa.
- Límpiate las babas antes -dijo Pilar-. Límpiate antes la barbilla y la camisa y después se limpiará la mesa.
- María -llamó Pablo.
- No le hagas caso; está borracho -dijo Pilar.
- María -llamó Pablo-, sigue nevando y es muy bonita la nieve.
«No saben lo que es ese saco de dormir -pensó Robert Jordan-. Este ojos de puerco no sabe que he pagado sesenta y cinco dólares por ese saco en Woods. En cuanto vuelva el gitano iré a buscar al viejo. Debería ir ahora, pero es posible que me cruce con ellos. No sé dónde está de guardia el gitano.»
- ¿Quieres que hagamos bolas de nieve? -dijo a Pablo-. ¿Quieres que organicemos una batalla con bolas de nieve?
- ¿Qué dices? -preguntó Pablo-, ¿qué me propones?
- Nada -contestó Robert Jordan-. ¿Están los caballos bien guarecidos?
- Sí.
- Entonces -preguntó en inglés-, ¿vas a dejar a los caballos que echen raíces? ¿O vas a soltarlos para que se busquen ellos mismos el alimento, escarbando?
- ¿Qué dices? -preguntó Pablo.
- Nada. Es asunto tuyo, hombre. Yo voy a salir de aquí a pie de todas maneras.
- ¿Por qué hablas en inglés? -preguntó Pablo.
- No lo sé -contestó Robert Jordan-; algunas veces, cuando estoy cansado, hablo en inglés. O cuando estoy disgustado. O aburrido, digamos. Defraudado. Cuando me encuentro muy defraudado hablo en inglés para oír cómo suena. Es un sonido tranquilizador. Debieras intentarlo uno de estos días.
- ¿Qué es lo que dices, inglés? -preguntó Pilar-. Eso tiene que ser muy interesante, pero no lo entiendo.
- Nothing -dijo Robert-; he dicho nada en inglés.
- Bueno, pues ahora, habla en español -dijo Pilar-; es más fácil y más claro.
- Por supuesto -dijo Robert Jordan. «Pero -pensó-: ¡Oh, Pablo! ¡Oh, Pilar! ¡Oh, María! ¡Oh, vosotros, los dos hermanos que estáis en el rincón y cuyo nombre he olvidado; pero de cuya presencia tengo que acordarme! En algunos momentos me encuentro realmente harto. De todo esto, de vosotros, de mí, de la guerra; y ¿por qué, por si fuera poco, tenía que nevar ahora? Todo esto es demasiada porquería. Bueno, no; no lo es. Nada es demasiado. Hay que tomar las cosas como son y salir como se pueda; y ahora deja de hacer la prima donna y acepta el hecho de que está nevando, como lo has hecho hace un momento y vete a saber qué pasa con el gitano y vete a recoger a tu viejo. ¡Mira que nevar! En este mes. Bueno, basta; deja eso. Deja eso y toma las cosas como vienen. Lo de la copa. Eso de la copa. ¿Qué era aquello de la copa? Haría mejor en ejercitar la memoria o no tratar de citar ninguna cosa, porque cuando hay algo que se escapa queda en la memoria como un colgajo y no hay manera de quitárselo de encima. ¿Cómo era aquello de la copa?»
- Dame un trago de vino, por favor -dijo en español. Y luego: No deja de nevar, ¿eh? -dirigiéndose a Pablo-. Mucha nieve.
El borracho levantó la vista hacia él y sonrió. Movió la cabeza a uno y otro lado y volvió a sonreír.
- Ni ofensiva, ni aviones, ni puente. Nada más que nieve -dijo.
- ¿Crees que durará mucho? -preguntó Robert Jordan, sentándose a su lado-. ¿Crees que va a estar nevando todo el verano, Pablo?
- Todo el verano, no -dijo Pablo-; esta noche y mañana, sí.
- ¿Por qué lo supones así?
- Hay dos clases de tormentas -dijo Pablo, sentenciosamente-; unas vienen de los Pirineos. Esas traen mucho frío. Pero ahora la estación está demasiado adelantada.
- Bueno -dijo Robert Jordan-; algo es algo.
- Esta tormenta viene del Cantábrico -dijo Pablo-; viene del mar. Con el viento en esa dirección, será una gran tormenta con mucha nieve.
- ¿En dónde has aprendido todo eso, veterano? -preguntó Robert Jordan.
Ya que su rabia se había disipado se encontraba excitado placenteramente con la tormenta, como le sucedía siempre con las tormentas. En una nevada, un temporal, un aguacero tropical o una tormenta de verano con muchos truenos en las montañas hallaba siempre una excitación que no se parecía a nada. Era como la excitación de la batalla, pero más limpia. En las batallas sopla un viento que es un viento caliente que reseca la boca, un viento que sopla de manera angustiosa, un viento caliente y sucio, un viento que se levanta o amaina según la suerte del día. Conocía muy bien esa clase de viento.
Pero una tormenta de nieve era justamente todo lo contrario. En las tormentas de nieve es posible acercarse a los animales salvajes sin que os teman. Los animales vagan por el campo sin saber dónde están y a veces le había ocurrido encontrarse un ciervo en el mismo umbral de su casa. En una tempestad de nieve se puede llegar galopando hasta un gamo, y el gamo toma a vuestro caballo por otro gamo y se pone a trotar a su encuentro. En una tempestad de nieve puede el viento soplar en ráfagas, pero sopla una pureza blanca y el aire está lleno de corrientes de blancura, todo queda transfigurado, y cuando el viento cesa, entonces es la paz.
Aquella tormenta era una gran tormenta y convenía gozar de ella. La tormenta deshacía todos sus planes; pero, al menos, podía disfrutarla.
- He sido arriero durante muchos años -dijo Pablo-• llevábamos las mercancías a través de las montañas en grandes carros, antes que hubiese camiones. En ese trabajo se aprende a conocer el tiempo.
- ¿Y cómo entraste en el Movimiento? -He sido siempre de izquierdas -dijo Pablo-; teníamos muchas relaciones con las gentes de Asturias, que son muy avanzadas en política. Yo he sido siempre republicano. -¿Pero ¿qué hacías antes del Movimiento? -Por entonces trabajaba con un tratante de caballos en Zaragoza. Ese tratante proporcionaba los caballos para las corridas de toros y para las remontas del ejército. Fue entonces cuando conocí a Pilar que, como te he dicho, estaba entonces con el torero Finito, de Valencia.
Estas últimas palabras las dijo con evidente complacencia.
- No era gran cosa como torero -comentó uno de los dos hermanos que estaban sentados a la mesa, mirando de reojo a Pilar, que estaba de espaldas a ellos delante del fogón.
- ¿No? -dijo Pilar, volviéndose y mirándole retadoramente-. ¿No valía gran cosa como torero?
Parada allí, en aquella cueva, junto al fogón, volvía a verlo moreno y chico, con el rostro bien dibujado, los ojos tristes, las mejillas flacas y los cabellos negros y rizados pegados a la frente por el sudor, en la parte en que la apretada montera le marcaba una raya roja, que nadie advertía. Le veía enfrentándose con un toro de cinco años, encarándose con los cuernos que habían lanzado al aire a los caballos -el poderoso cuello manteniendo al caballo en vilo, mientras el picador hundía la pica en aquel cuello, que levantaba en alto al caballo, cada vez más alto, hasta que el animal caía para atrás con estrépito y el jinete iba a darse contra la barrera, y el toro, con las patas delanteras hincadas en el suelo, clavaba con toda la fuerza de su cabeza los cuernos más y más en las entrañas del caballo, buscando el último aliento de vida que quedase en él. Veía a Finito, aquel torero que no valía gran cosa, parado frente al toro o girando suavemente para acercársele de costado. Le veía nítidamente, mientras arrollaba el pesado paño de franela en torno al estoque. Y veía el paño, que colgaba pesadamente, por la sangre que lo había ido empapando en los pases, cuando pasaba de la cabeza al rabo, y veía el brillo húmedo, titilante de la cruz y el lomo, mientras el toro levantaba a lo alto la cabeza, haciendo entrechocar las banderillas. Veía a Finito colocarse de perfil, a cinco pasos de la cabeza del toro, inmóvil y macizo, levantar lentamente la espada, hasta que la punta se hallaba al nivel de su hombro, y luego inclinar la espada, apuntando hacia un lugar que no podía ver, porque la cabeza del toro quedaba más alta que su mirada. Hacía bajar la cabeza del toro con las ligeras sacudidas que su brazo izquierdo imprimía al paño húmedo y pesado, y retrocedía ligeramente sobre los talones y miraba a lo largo del filo, perfilándose delante de los quebrados cuernos; el pecho del toro se movía agitadamente y sus ojos estaban fijos en la muleta.