- Para mí, lo más importante es que no se nos moleste -aclaró Pablo-. Para mí, la obligación consiste en conservar a los que están conmigo y a mí mismo.
- A ti mismo, sí -terció Anselmo-. Te preocupas mucho de ti mismo desde hace algún tiempo. De ti y de tus caballos. Mientras no tuviste caballos, estabas con nosotros. Pero ahora eres un capitalista, como los demás.
- No es verdad -contestó Pablo-. Me ocupo de los caballos por la causa.
- Muy pocas veces -respondió Anselmo secamente-. Muy pocas veces, a mi juicio. Robar te gusta. Comer bien te gusta. Asesinar te gusta. Pelear, no.
- Eres un viejo que vas a buscarte un disgusto por hablar demasiado.
- Soy un viejo que no tiene miedo a nadie -replicó Anselmo-. Soy un viejo que no tiene caballos.
- Eres un viejo que no va a vivir mucho tiempo.
- Soy un viejo que vivirá hasta que se muera -concluyó Anselmo-. Y no me dan miedo los zorros.
Pablo no añadió nada, pero cogió otra vez el bulto.
- Ni los lobos tampoco -siguió Anselmo, cogiendo su fardo-, en el caso de que fueras un lobo.
- Cierra el pico -ordenó Pablo-. Eres un viejo que habla demasiado.
- Y que hará lo que dice que va a hacer -repuso Anselmo, inclinado bajo el peso-. Y que está muerto de hambre. Y de sed. Vamos, jefe de cara triste, llévanos a algún sitio en donde nos den de comer.
«La cosa ha empezado bastante mal -pensó Robert Jordan-. Pero Anselmo es un hombre. Esta gente es maravillosa cuando es buena. No hay gente como ésta cuando es *buena, y cuando es mala no hay gente peor en el mundo. Anselmo debía de saber lo que hacía cuando le trajo aquí.» Pero no le gustaba nada cómo se ponía el asunto. No le gustaba nada. El único aspecto bueno de la cosa era que Pablo seguía llevando el bulto y que le había dado a él la carabina. «Quizá se comporte siempre así -siguió pensando Robert Jordan-. Quizá sea simplemente uno de esos tipos hoscos como hay muchos.»
«No, -se dijo en seguida-. No te engañes. No sabes cómo es ni cómo era antes; pero sabes que este hombre está echándose a perder rápidamente y que no se molesta en disimularlo. Cuando empiece a disimularlo será porque haya tomado una decisión. Acuérdate de esto. El primer gesto amistoso que tenga contigo querrá decir que ya ha tomado una decisión. Los caballos son estupendos; son caballos preciosos. Me pregunto si esos caballos podrían hacerme sentir a mí lo que hacen sentir a Pablo. El viejo tiene razón. Los caballos le hacen sentirse rico, y en cuanto uno se siente rico quiere disfrutar de la vida. Pronto se sentirá desgraciado por no poder inscribirse en el Jockey Club. Pauvre Pablo. II a manqué son Jockey.
Esta idea le hizo sentirse mejor. Sonrió viendo las dos figuras inclinadas y los grandes bultos que se movían delante de él entre los árboles. No se había gastado a sí mismo ninguna broma en todo el día, y ahora que bromeaba se sentía aliviado. «Estás empezando a ser como los demás -se dijo-. Estás empezando a ponerte sombrío, muchacho.» Se había mostrado sombrío y protocolario con Golz. La misión le había abrumado un poco. Un poco, pensó; le había abrumado un poco. O, más bien, le había abrumado mucho. Golz se mostró alegre y quiso que él se mostrase también alegre antes de despedirse, pero no lo había conseguido.
La gente buena, si se piensa un poco en ello, ha sido siempre gente alegre. Era mejor mostrarse alegre, y ello era una buena señal. Algo así como hacerse inmortal mientras uno está vivo todavía. Era una idea un poco complicada. Lo malo era que ya no quedaban con vida muchos de buen humor. Quedaban condenadamente pocos. «Y si sigues pensando así, muchacho, acabarás por largarte tú también. Cambia de disco, muchacho; cambia de disco, camarada. Ahora eres tú el que va a volar el puente. Un dinamitero, no un pensador. Muchacho, tengo hambre. Espero que Pablo nos dé bien de comer.»
Capítulo segundo
Habían llegado a través de la espesa arboleda hasta la parte alta en que acababa el valle, un valle en forma de cubeta, y Jordan sospechó que el campamento tenía que estar al otro lado de la pared rocosa que se levantaba detrás de los árboles.
Allí estaba efectivamente el campamento, y era de primera. No se le podía ver hasta que no estaba uno encima, y desde el aire no podía ser localizado. Nada podía descubrirse desde arriba. Estaba tan bien escondido como una cueva de osos. Y, más o menos, tan mal guardado. Jordan lo observó cuidadosamente a medida que se iban acercando.
Había una gran cueva en la pared rocosa y al pie de la entrada de la cueva vio a un hombre sentado con la espalda apoyada contra la roca y las piernas extendidas en el suelo. El hombre había dejado la carabina apoyada en la pared y estaba tallando un palo con un cuchillo. Al verlos llegar se quedó mirándolos un momento y luego prosiguió con su trabajo.
- ¡Hola! -dijo-. ¿Quién viene?
- El viejo y un dinamitero -dijo Pablo, depositando su bulto junto a la entrada de la cueva.
Anselmo se quitó el peso de las espaldas y Jordan se descolgó la carabina y la dejó apoyada contra la roca.
- No dejen eso tan cerca de la cueva -dijo el hombre que estaba tallando el palo. Era un gitano de buena presencia, de rostro aceitunado y ojos azules que formaban vivo contraste en aquella cara oscura-. Hay fuego dentro.
- Levántate y colócalos tú mismo -dijo Pablo-. Ponlos ahí, al pie de ese árbol.
El gitano no se movió; pero dijo algo que no puede escribirse, añadiendo:
- Déjalos donde están, y así revientes; con eso se curarán todos tus males.
- ¿Qué está usted haciendo? -preguntó Jordan, sentándose al lado del gitano, que se lo mostró. Era una trampa en forma de rectángulo y estaba tallando el travesaño.
- Es para los zorros -dijo-. Este palo los mata. Les rompe el espinazo. -Hizo un guiño a Jordan-. Mire usted; así.
Hizo funcionar la trampa de manera que el palo se hundiera; luego movió la cabeza y abrió los brazos para advertir cómo quedaba el zorro con el espinazo roto. Muy práctico -aseguró.
- Lo único que caza son conejos -dijo Anselmo-. Es gitano. Si caza conejos, dice que son zorros. Si cazara un zorro por casualidad, diría que era un elefante.
- ¿Y si cazara un elefante? -preguntó el gitano y, enseñando otra vez su blanca dentadura, hizo un guiño a Jordan.
- Dirías que era un tanque -dijo Anselmo.
- Ya me haré con el tanque -replicó el gitano-; me haré con el tanque, y podrá usted darle el nombre que le guste.