- ¿En qué piensas, Fernando? -preguntó Jordan.
- ¿Por qué me preguntas eso?
- Por curiosidad -contestó Jordan-. Soy un hombre muy curioso.
- Estaba pensando en la cena -dijo Fernando.
- ¿Te gusta comer?
- Sí. Mucho.
- ¿Qué tal guisa Pilar?
- Lo corriente -dijo Fernando.
«Es un segundo Coolidge -pensó Jordan-. Pero, bueno, de todos modos tengo la impresión de que es uno de los que se quedarían.»
Y siguieron trepando, colina arriba, entre la nieve.
Capítulo dieciséis
- El Sordo ha estado aquí -dijo Pilar a Robert Jordan. Acababan de dejar la tormenta para adentrarse en el calor humeante de la cueva y la mujer había hecho un gesto al inglés para que se acercase a ella-. Ha ido a buscar caballos.
- Bien. ¿Dejó dicho algo para mí?
- Sólo que iba a buscar caballos.
- ¿Y nosotros?
- No sé -dijo ella-. Ahí le tienes.
Robert Jordan había visto a Pablo al entrar y Pablo le había sonreído. Le miró de nuevo, desde su asiento junto a la mesa de tablones y le sonrió, agitando la mano.
- Inglés -dijo Pablo-, sigue cayendo, inglés.
Robert Jordan asintió con la cabeza.
- Déjame quitarte los calcetines para ponértelos a secar -dijo María-. Voy a colgarlos sobre el fuego.
- Cuidado con no quemarlos -dijo Robert Jordan-; no quiero andar por ahí con los pies desnudos. ¿Qué es lo que pasa? -preguntó a Pilar-. ¿Hay reunión? ¿No habéis puesto centinelas fuera?
- ¿Con esta tormenta? ¡Qué va!
Había seis hombres sentados a la mesa, con la espalda pegada al muro. Anselmo y Fernando seguían sacudiéndose la nieve de sus chaquetones, golpeando los pantalones y frotando los zapatos contra el muro cerca de la entrada.
- Dame tu chaqueta -dijo María-; no dejes que la nieve se derrita encima.
Robert Jordan se quitó la chaqueta, sacudió la nieve de su pantalón y se descalzó.
- Vas a mojarlo todo -dijo Pilar. -Eres tú la que me has llamado.
- No es una razón para no irte a la puerta y sacudirte allí.
- Perdona -dijo Robert Jordan, en pie, con los pies descalzos sobre el polvo del suelo-. Búscame un par de calcetines, María.
- El dueño y señor -comentó Pilar, y se puso a atizar el fuego.
- Hay que aprovechar el tiempo -dijo Robert Jordan- hay que tomar las cosas como vienen.
- Está cerrado -dijo María.
- Toma la llave -y se la tiró.
- No abre esta mochila.
- Es la de la otra. Los calcetines están en la parte de arriba, a un lado.
La muchacha encontró los calcetines y se los entregó juntamente con la llave, después de cerrar el saco.
- Siéntate y pónmelos, pero antes sécate los pies -dijo. Robert Jordan le sonrió.
- ¿No podrías secármelos tú con tus cabellos? -preguntó en voz alta, de modo que Pilar pudiese oírle.
- ¡Qué cerdo! -exclamó Pilar-. Hace un momento era el dueño de esta casa y ahora quiere ser nada menos que nuestro antiguo Señor Jesucristo. Dale un leñazo.
- No -dijo Robert Jordan-; es una broma, y bromeo porque estoy contento.
- ¿Estás contento?
- Sí -dijo-, estoy contento porque todo va muy bien.
- Roberto -dijo María-, ve a sentarte, y sécate los pies, que voy a darte algo de beber para calentarte.
- Se diría que es la primera vez en su vida que ese hombre ha tenido los pies mojados -dijo Pilar- y que jamás ha visto un copo de nieve.
María le llevó una piel de cordero, que depositó en el suelo polvoriento de la cueva.
- Ahí -le dijo-; pon los pies ahí hasta que estén secos los calcetines.
La piel de cordero era nueva y no estaba curtida, y al poner sus pies sobre ella Robert Jordan la oyó crujir como el pergamino.
El fogón humeaba y Pilar llamó a María. -Sopla ese fuego, holgazana. Eso es una humareda. -Sóplalo tú misma -replicó María-. Yo voy a buscar la botella que trajo el Sordo.
- Está detrás de los bultos -dijo Pilar-; y oye, ¿hace falta que lo cuides como si fuera un niño de pecho?
- No -contestó María-; pero sí como a un hombre que tiene frío y está calado. Un hombre que vuelve a su casa. Toma, aquí está. -Entregó la botella a Robert Jordan-. Es la botella del mediodía. Con ella se podría hacer una lámpara preciosa. Cuando tengamos otra vez electricidad, ¡qué bonita lámpara podrá hacerse con esta botella! -Miró con deleite la vasija-, ¿Cómo tomas esto, Roberto?
- Creí que era el inglés -dijo Robert Jordan.
- Te llamaré Roberto delante de los otros -dijo ella, en voz baja, sonrojándose-. ¿Cómo lo tomas, Roberto?
- Roberto -dijo Pablo, con voz estropajosa, moviendo a uno y otro lado la cabeza-. ¿Cómo lo tomas, don Roberto?
- ¿Quieres un poco? -le preguntó Robert Jordan.
Pablo rehusó con la cabeza.
- No, yo me emborracho con vino -dijo con dignidad.
- Vete a paseo con Baco -contestó Robert Jordan.
- ¿Quién es Baco? -preguntó Pablo.
- Un camarada tuyo.
- No he oído nunca hablar de él -dijo Pablo pesadamente-. No he oído hablar nunca en estas montañas.
- Dale un trago a Anselmo -dijo Robert Jordan a María-. El sí que debe de tener frío. -Se puso los calcetines secos: el whisky con agua del jarro olía bien y le calentó suavemente el cuerpo. «Pero esto no se enrosca adentro como el ajenjo -pensó-. No hay nada como el ajenjo.»
«¿Quién hubiera imaginado que tenían whisky por aquí?», pensó. Aunque La Granja era el lugar de España con más posibilidades de encontrarlo. Imagina a ese Sordo que va a comprar una botella para el dinamitero que viene de visita, que piensa luego en traérsela y en dejársela. No era sólo cortesía lo de aquellas gentes. La cortesía hubiera consistido en sacar ceremoniosamente la botella y ofrecerle un vaso. Eso es lo que los franceses hubieran hecho, y hubieran guardado el resto para otra ocasión. No, esa atención profunda, la idea de que al huésped le gustaría, la delicadeza de llevársela para causarle placer, cuando estaba uno metido hasta el cuello en una empresa en que se tenían todas las razones para no pensar más que en uno mismo y en nada más, eso era típicamente español. Era un rasgo muy español. Haber pensado en llevarle el whisky era una de las cosas que hacían que uno quisiera a tales gentes. «Vamos, no te pongas romántico -pensó-. Hay tantas clases de españoles como de norteamericanos.» No obstante, era un rasgo el haberle traído el whisky. Un rasgo muy hermoso.