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- Pero ¿no hay latifundios que convendría parcelar? -Sí, pero hay muchos que piensan que los impuestos los parcelarán.

- ¿Cómo es eso?

Robert Jordan, rebañando la salsa de su cuenco de barro con un trozo de pan, explicó cómo funcionaba el impuesto sobre la renta y sobre la herencia.

- Pero las grandes propiedades siguen existiendo -dijo-, y hay también impuestos sobre el suelo.

- Pero, seguramente, los grandes propietarios y los ricos harán una revolución contra esos impuestos. Esos impuestos me parecen revolucionarios. Los ricos se levantarán contra el Gobierno cuando se vean amenazados, igual que han hecho aquí los fascistas -dijo Primitivo. -Es posible.

- Entonces tendréis que pelear en vuestro país como lo estamos haciendo aquí.

- Sí, tendríamos que hacerlo. -¿Hay muchos fascistas en vuestro país? -Hay muchos que no saben que lo son, aunque lo descubrirán cuando llegue el momento. -¿No podríais acabar con ellos antes que se subleven?

- No -dijo Robert Jordan-; no podemos acabar con ellos. Pero podemos educar al pueblo de forma que tema al fascismo y que lo reconozca y lo combata en cuanto aparezca.

- ¿Sabes dónde no hay fascistas? -preguntó Andrés.

- ¿Dónde?

- En el pueblo de Pablo -contestó Andrés, y sonrió.

- ¿Sabes lo que se hizo en ese pueblo? -preguntó Primitivo a Robert Jordan.

- Sí, me lo han contado.

- ¿Te lo contó Pilar?

- Sí.

- Ella no ha podido contártelo todo -terció Pablo, con voz estropajosa-; porque no vio el final. Se cayó de la silla cuando estaba mirando por la ventana.

- Cuéntalo tú ahora mismo -dijo Pilar-. Tú conoces la historia; cuéntalo.

- No -dijo Pablo-. Yo no lo he contado jamás.

- No -dijo Pilar-, y no lo contarás nunca. Y ahora querrías además que no hubiese ocurrido.

- No -dijo Pablo-; eso no es verdad. Si todos hubiesen matado a los fascistas como yo, no hubiera habido esta guerra. Pero ahora querría que las cosas no hubiesen sucedido como sucedieron.

- ¿Por qué dices eso? -le preguntó Primitivo-. ¿Es que has cambiado de política?

- No, pero fue algo brutal -dijo Pablo-. En aquella época yo era un bárbaro.

- Y ahora eres un borracho -dijo Pilar.

- Sí-contestó Pablo-; con tu permiso.

- Me gustabas más cuando eras un bruto -dijo la mujer-; de todos los hombres, el borracho es el peor. El ladrón, cuando no roba, es como cualquier hombre. El estafador no estafa a los suyos. El asesino tiene en su casa las manos limpias. Pero el borracho hiede y vomita en su propia cama y disuelve sus órganos en el alcohol.

- Tú eres mujer y no puedes comprenderlo -dijo Pablo con resignación-. Yo me he emborrachado con vino y sería feliz si no fuera por esa gente a la que maté. Esa gente me llena de pesar.

Movió la cabeza con aire lúgubre.

- Dadle un poco de eso que ha traído el Sordo -dijo Pilar-. Dadle alguna cosa que le anime. Se está poniendo triste; se está poniendo insoportable.

- Si pudiera devolverles la vida, se la devolvería -dijo Pablo.

- Vete a la mierda -dijo Agustín-. ¿Qué clase de lugar es éste?

- Les devolvería la vida -dijo tristemente Pablo- a todos.

- ¡Tu madre! -le gritó Agustín-. Deja de hablar como hablas, o lárgate ahora mismo. Los que mataste eran fascistas.

- Pues ya me habéis oído -dijo Pablo-; quisiera devolverles a todos la vida.

- Y después caminaría sobre las aguas -dijo Pilar-. En mi vida he visto un hombre semejante. Hasta ayer aún te quedaba algo de hombría. Pero hoy tienes menos valor que una gata enferma. Ahora, eso sí, te sientes más contento cuanto más mojado te sientes.

- Debiéramos haberlos matado a todos o a nadie -siguió diciendo Pablo, moviendo la cabeza-. A todos o a nadie.

- Escucha, inglés -dijo Agustín-: ¿cómo se te ocurrió venir a España? No hagas caso a Pablo. Está borracho.

- Vine por vez primera hace doce años, para conocer este país y aprender el idioma -dijo Robert Jordan-. Enseño español en la Universidad.

- No tienes cara de profesor -dijo Primitivo.

- No tiene barba -dijo Pablo-. Miradle, no tiene barba.

- ¿Eres de verdad profesor?

- Ayudante.

- Pero ¿das clase?

- Sí.

- ¿Y por qué enseñas español? -preguntó Andrés-. ¿No te resultaría más fácil enseñar inglés, ya que eres inglés?

- Habla el español casi tan bien como nosotros -dijo Anselmo-. ¿Por qué no iba a poder enseñar español?

- Sí, pero es un poco raro para un extranjero enseñar español -dijo Fernando-. Y no es que quiera decir nada contra usted, don Roberto.

- Es un falso profesor -dijo Pablo, muy contento de sí mismo-. Y no tiene barba.

- Seguramente hablará mejor el inglés -dijo Fernando-. ¿No le sería más fácil y más claro enseñar inglés?

- No enseña español a los españoles -empezó a decir Pilar.

- Espero que no -dijo Fernando.

- Déjame acabar, especie de mula -dijo Pilar-: enseña español a los americanos, a los americanos del Norte.

- ¿No saben español? -preguntó Fernando-. Los americanos del Sur lo hablan.

- Pedazo de mulo -dijo Pilar-, enseña español a los americanos del Norte, que hablan inglés.

- Pero, a pesar de todo, sigo pensando que le sería más fácil enseñar inglés, que es lo que habla -insistió Fernando.

- ¿No estás oyendo decir que habla español? -dijo Pilar, haciendo a Robert Jordan un gesto de desconsuelo.

- Sí, pero lo habla con acento.

- ¿De dónde? -preguntó Robert Jordan.

- De Extremadura -aseguró Fernando sentenciosamente.

- ¡Mi madre! -dijo Pilar-. ¡Qué gente!

- Es posible -dijo Robert Jordan-. He estado allí antes de venir aquí.

- Pero si él lo sabía. Escucha tú, especie de monja -dijo Pilar, dirigiéndose a Fernando-, ¿has comido bastante?

- Comería más si lo hubiera -contestó Fernando-; y no crea que tengo nada en contra suya, don Roberto.