- Mierda -dijo sencillamente Agustín-. Y remierda. ¿Es que hemos hecho la revolución para llamar don Roberto a un camarada?
- Para mí la revolución consiste en llamar don a todo el mundo -opinó Fernando-. Y así es como debiera hacerse en la República.
- Leche -dijo Agustín-; j… leche.
- Y pienso además que sería más fácil y más claro para don Roberto que enseñara inglés.
- Don Roberto no tiene barba -dijo Pablo-; es un falso profesor.
- ¿Qué quieres decir con eso de que no tengo barba? -preguntó Robert Jordan. Se pasó la mano por la barba y las mejillas, por donde la barba de tres días formaba una aureola rubia.
- Eso no es una barba -dijo Pablo, moviendo la cabeza. Estaba casi jovial-. Es un falso profesor.
- Me c… en la leche de todo el mundo -dijo Agustín-. Esto parece un manicomio.
- Deberías beber -le aconsejó Pablo-; a mí, todo me parece claro, menos la barba de don Roberto.
María pasó la mano por la mejilla de Jordan.
- Pero si tiene barba -dijo, dirigiéndose a Pablo.
- Tú eres quien tiene que saberlo -dijo Pablo, y Robert Jordan le miró.
«No creo que esté tan borracho -se dijo-. No, no está tan borracho, y haría bien en estar alerta.»
- Dime -preguntó a Pablo-, ¿crees que esta nieve va a durar mucho?
- ¿Qué es lo que crees tú?
- Eso es lo que yo te pregunto.
- Pregúntaselo a otro -dijo Pablo-. Yo no soy tu servicio de información. Tú tienes un papel de tu servicio de información. Pregúntaselo a la mujer. Ella es la que manda.
- Es a ti a quien lo he preguntado.
- Vete a la mierda -le dijo Pablo-. Tú, la mujer y la chica.
- Está borracho -dijo Primitivo-. No le hagas caso, inglés.
- No creo que esté tan borracho -dijo Robert Jordan.
María estaba en pie detrás de él y Robert Jordan vio que Pablo la miraba por encima de su hombro. Sus ojillos de verraco miraban fijamente, emergiendo de aquella cabeza redonda y cubierta de pelos por todas partes, y Robert Jordan pensaba: «He conocido en mi vida muchos asesinos y todos eran distintos. No tenían un solo rasgo común, ni tipo criminal. Pero Pablo es un bellaco.»
- No creo que seas capaz de beber -dijo a Pablo-, ni que estés borracho.
- Estoy borracho -aseguró Pablo con dignidad-. Beber no es nada; lo importante es estar borracho. Estoy muy borracho.
- Lo dudo -dijo Robert Jordan-; lo que sí creo es que eres un cobarde.
Se hizo un silencio súbito en la cueva, de tal modo que podía oírse el siseo de la leña quemándose en el fogón donde Pilar guisaba. Robert Jordan oyó crujir la piel de cordero en que apoyaba sus pies. Creyó oír la nieve que caía fuera. No la oía en realidad, pero oía caer el silencio.
«Quisiera matarle y acabar -pensó Robert Jordan-. No sé lo que va a hacer, pero seguramente nada bueno. Pasado mañana será lo del puente y este hombre es malo y representa un peligro para toda la empresa. Vamos, acabemos con él.»
Pablo le sonrió, levantó un dedo y se lo pasó por la garganta. Movió la cabeza de un lado para otro, con toda la holgura que le consentía su grueso y corto cuello.
- No, inglés -dijo-; no me provoques. -Miró a Pilar y añadió-: No es así como te verás libre de mí.
- Sinvergüenza -le dijo Robert Jordan, decidido a actuar-. ¡Cobarde!
- Es posible -contestó Pablo-; pero no dejaré que me provoquen. Toma un trago, inglés, y ve a decir a la mujer que has fracasado.
- Cállate la boca -dijo Robert Jordan-; si te provoco es por cuenta mía.
- Pierdes el tiempo -le contestó Pablo-. Yo no provoco a nadie.
- Eres un bicho raro -advirtió Jordan, que no quería perder la partida ni marrar el golpe por segunda vez; sabía mientras hablaba que todo había sucedido antes; tenía la impresión de que representaba un papel que se había aprendido de memoria y que se trataba de algo que había leído o soñado, y sentía girar todas las cosas en un círculo prestablecido.
- Muy raro, sí -dijo Pablo-; muy raro y muy borracho. A tu salud, inglés. -Metió una taza en el cuenco de vino y la levantó en alto.- Salud ye…
Un tipo raro, en verdad, y astuto y muy complicado, pensó Robert Jordan, que ya no podía oír el siseo del fuego: de tal forma le golpeaba con fuerza el corazón.
- A tu salud -dijo Robert Jordan, y metió también una taza en el cuenco de vino.
La tradición no significaría nada sin todas aquellas ceremonias, pensó. Adelante, pues, con el brindis:
- Salud -dijo-. Salud y más salud. -«Y vete al diablo con la salud -pensó-, que te haga buen provecho la salud.»
- Don Roberto… -dijo Pablo, con voz torpe.
- Don Pablo… -replicó Robert Jordan.
- Tú no eres profesor, porque no tienes barba -insistió Pablo-. Y además, para deshacerte de mí será menester que me mates, y para eso no tienes c…
Miraba a Robert Jordan con la boca cerrada, tan apretada, que sus labios no eran más que una estrecha línea; como la boca de un pez, pensó Robert Jordan. Con esa cabeza, se diría uno de esos peces que tragan aire y se hinchan una vez fuera del agua.
- Salud, Pablo -dijo Robert Jordan. Levantó la taza y bebió-. Estoy aprendiendo mucho de ti.
- Enseño al profesor -dijo Pablo, moviendo la cabeza-. Vamos, don Roberto, seamos amigos.
- Ya somos amigos.
- Pero ahora vamos a ser buenos amigos.
- Ya somos buenos amigos.
- Ahora mismo me voy -dijo Agustín-. Es verdad que se dice que hace falta comer una tonelada de eso en la vida; pero en estos momentos creo que tengo metida una arroba en cada oreja.
- ¿Qué es lo que te pasa, negro? -le preguntó Pablo-. ¿No quieres ver que don Roberto y yo somos amigos?
- Cuidado con llamarme negro -dijo Agustín, acercándose a Pablo y deteniéndose delante de él, con un ademán amenazador.
- Así es como te llaman todos -dijo Pablo.
- Pero no tú.
- Bueno, entonces te llamaré blanco.
- Tampoco eso.
- ¿Entonces, qué es lo que eres tú, rojo?
- Sí, rojo. Con la estrella roja del Ejército en el pecho y a favor de la República. Y me llamo Agustín.