- ¿Dónde está el fusil automático? -preguntó Robert Jordan.
- Allí, en aquel rincón, envuelto en una manta -contestó Primitivo-. ¿Lo quieres?
- Luego -dijo Robert Jordan-; quería saber dónde estaba.
- Está ahí -dijo Primitivo-; lo he metido dentro y lo he envuelto en mi manta, para que se mantenga seco. Los platos están en esa mochila.
- No se atreverá a eso -dijo Pilar-; no hará nada con la máquina.
- Decías que haría cualquier cosa.
- Sí -contestó ella-; pero no conoce la máquina. Sería capaz de arrojar una bomba. Eso es más de su estilo.
- Es una estupidez y una flojera el no haberle matado -dijo el gitano, que no había participado en la conversación de la noche hasta entonces-. Anoche debió matarle Roberto.
- Matadle -dijo Pilar. Su enorme rostro se había vuelto sombrío y respiraba con fatiga-. Estoy resuelta.
- Yo estaba contra ello antes -dijo Agustín, parado delante del fuego, con los brazos colgando sobre los costados; tenía las mejillas cubiertas por una espesa barba y los pómulos señalados por el resplandor del fuego-. Ahora estoy a favor. Ahora es peligroso y querría vernos muertos a todos.
- Que hablen todos -dijo Pilar, con voz cansada-. ¿Qué es lo que dices tú, Andrés?
- Matadlo -dijo el hermano del mechón oscuro y abundante sobre la frente, al tiempo que asentía con la cabeza.
- ¿Y Eladio?
- Lo mismo -repuso el otro hermano-. Para mí es un gran peligro. Y no sirve para nada.
- ¿Primitivo?
- Lo mismo.
- ¿Fernando?
- ¿No podríamos guardarle como prisionero? -preguntó Fernando.
- ¿Y quién le guardaría? -preguntó Primitivo-. Hacen falta dos hombres para guardar un prisionero. ¿Y qué haríamos con él al final?
- Podríamos vendérselo a los fascistas -contestó el gitano.
- Nada de eso -dijo Agustín-. Nada de hacer porquerías.
- Era solamente una idea -alegó Rafael, el gitano-. Me parece que los facciosos se alegrarían de tenerle.
- Basta -dijo Agustín-; eso es una cochinada.
- No más sucia que lo que hace Pablo -dijo el gitano, para justificarse.
- Una porquería no justificaría otra -sentenció Agustín-. Bueno, ya estamos todos. Salvo el viejo y el inglés.
- Ellos nada tienen que ver en esto -dijo Pilar-. Pablo no ha sido su jefe.
- Un momento -dijo Fernando-; yo no he acabado de hablar.
- Pues habla -dijo Pilar-. Habla hasta que vuelva él. Y sigue hablando hasta que nos arroje una granada de mano por encima de la manta y nos haga volar, con dinamita y todo.
- Me parece que exageras, Pilar -dijo Fernando-; no creo que tenga tales intenciones.
- Yo no lo creo tampoco -dijo Agustín-. Porque con eso, acabaría también con el vino, y va a volver dentro de poco para seguir bebiendo.
- ¿Por qué no entregárselo al Sordo y dejar que el Sordo se lo venda a los fascistas? -propuso Rafael-. Podríamos arrancarle los ojos y sería fácil llevarle.
- Cállate -dijo Pilar-; cuando hablas así creo que debiéramos hacer también algo contigo.
- Además, los fascistas no pagarían nada por él -dijo Primitivo-. Esas cosas han sido ya ensayadas por otros; pero no pagan nada. Y encima son capaces de fusilarte a ti.
- Creo que si le arrancásemos los ojos podríamos venderle por algo -insistió Rafael.
- Cállate -dijo Pilar-. Habla de arrancarle los ojos y vas a seguir su mismo camino.
- Pero él, Pablo, arrancó los ojos al guardia civil herido -insistió el gitano-. ¿Te has olvidado de eso?
- Cállate la boca -dijo Pilar. Le enfadaba el oír hablar así delante de Robert Jordan.
- No me habéis dejado acabar -interrumpió Fernando.
- Acaba -le dijo Pilar-; vamos, acaba.
- Ya que no sería práctico guardar a Pablo como prisionero -comenzó a decir Fernando- y puesto que sería repugnante entregarle…
- Acaba -dijo Pilar-. Por el amor de Dios, acaba.
- …en cualquier clase de negociaciones… -prosiguió tranquilamente Fernando-, soy de la opinión que sería preferible eliminarle, a fin de que las operaciones proyectadas contasen con las mayores posibilidades de éxito.
Pilar miró al hombrecillo, sacudió la cabeza, se mordió los labios y no dijo nada.
- Esa es mi opinión -dijo Fernando-. Creo que tenemos derecho a pensar que Pablo constituye un peligro para la República…
- ¡Madre de Dios! -exclamó Pilar-. Hasta aquí mismo puede hacer burocracia un hombre sin más que despegar sus labios.
- Tanto por sus propias palabras como por su conducta reciente -continuó Fernando-, y aunque es verdad que merece nuestro reconocimiento por sus actividades en los comienzos del Movimiento y hasta hace poco tiempo…
Pilar, que había vuelto junto al fogón, se acercó de nuevo a la mesa.
- Fernando -dijo tranquilamente, ofreciéndole una escudilla-, cómete esto, te lo ruego, con las debidas formalidades; llénate la boca y cállate. Hemos tenido conocimiento de tu opinión.
- Pero entonces, ¿cómo? -preguntó Primitivo, dejando la frase sin terminar.
- Estoy listo -dijo Robert Jordan-; estoy dispuesto. Ya que todos habéis resuelto que debe hacerse, es un servicio que estoy dispuesto a hacer.
«¿Qué me pasa? -pensó-. A fuerza de oírle acabo por hablar como Fernando. Ese lenguaje debe ser contagioso. El francés es la lengua de la diplomacia; el español es la lengua de la burocracia.»
- No -dijo María-. No.
- Esto no va contigo -dijo Pilar a la muchacha-. Ten la boca cerrada.
- Puedo hacerlo esta noche -dijo Robert Jordan. Vio que Pilar le miraba, poniéndose un dedo sobre los labios. Con un gesto señaló la entrada de la cueva.
Se levantó la manta que cubría la entrada y apareció la cabeza de Pablo. Sonrió a todos, entró y se volvió para dejar caer la manta detrás de él. Luego se quedó allí parado, haciéndoles frente, se quitó la manta que le cubría la cabeza y se sacudió la nieve.
- ¿Estábais hablando de mí? -Se dirigía a todos-. ¿Ojito he interrumpido?
Nadie le respondió. Colgó su capote de una estaca clavada en el muro y se acercó a la mesa.