¿Qué tal? -preguntó. Cogió la taza que había dejado sobre la mesa y la metió en el barreño-. No queda vino dijo a María-. Anda, saca algo del pellejo.
María cogió el cuenco, se fue hasta el pellejo polvoriento, deforme y ennegrecido, suspendido del muro, con el pescuezo para abajo, y soltó el tapón de una de las patas. Pablo la miró mientras se arrodillaba levantando el cuenco y observó atentamente cómo el ligero vino rojo caía en el cuenco haciendo ruido.
- Cuidado -dijo-; el vino está ya más abajo de la altura del pecho. Nadie dijo nada.
- Me he bebido desde el ombligo hasta el pecho -dijo Pablo-. Es la ración del día. Pero ¿qué es lo que pasa? ¿Habéis perdido todos la lengua? Nadie dijo nada.
- Ciérralo bien, María -ordenó-. No le dejes que se derrame.
- Hay mucho vino todavía -dijo Agustín-. Podrás emborracharte.
- Uno que ha encontrado su lengua -dijo Pablo, haciendo un gesto hacia Agustín-. Enhorabuena. Creí que algo te había dejado mudo.
- ¿El qué? -preguntó Agustín. -Mi vuelta.
- ¿Crees que tu vuelta tiene importancia? «Está acaso preparándose para ello -pensó Robert Jordan-. Quizás Agustín vaya a dar el golpe. Desde luego, le odia como para eso. Yo no le odio. No, no le odio. Me desagrada, pero no le odio. Aunque esa historia de los ojos arrancados le coloca en una clase aparte. Pero, al fin y al cabo, es su guerra. No podemos tenerle con nosotros durante estos dos días. Voy a quedarme a un lado de todo esto. He hecho una vez el imbécil esta noche y estoy resuelto a liquidarle. Pero no tengo ganas de hacer otra vez el imbécil. Y no conviene montar un duelo a pistola ni provocar un escándalo con toda esa dinamita en la cueva. Pablo ha pensado en ello, naturalmente, y tú, ¿habías pensado en ello? Y Agustín, tampoco. Mereces todo lo que pueda sucederte.»
- Agustín -llamó.
- ¿Qué? -contestó Agustín, elevando una mirada hosca y apartándola de Pablo.
- Tengo que hablar contigo -dijo Robert Jordan.
- Luego.
- No, ahora -dijo Robert Jordan-. Por favor.
Robert Jordan se había acercado a la entrada de la cueva y Pablo seguía sus movimientos con los ojos. Agustín, alto, con las mejillas hundidas, se puso en pie y se le acercó. Se movía a disgusto y despectivamente.
- ¿Has olvidado lo que hay en los sacos? -le preguntó Robert Jordan en voz baja.
- Leche -dijo Agustín-. Uno se habitúa a todo y luego se olvida.
- Yo también lo había olvidado.
- Leche -repitió Agustín-. ¡Leche! Somos unos imbéciles. -Se volvió despreocupadamente hacia la mesa y tomó asiento junto a ella-. Toma un trago, Pablo, hombre -dijo-. ¿Qué tal van los caballos?
- Muy bien -contestó Pablo-. Y ahora nieva menos.
- ¿Crees que va a dejar de nevar?
- Sí -dijo Pablo-. Cae menos nieve y los copos son ahora pequeños y duros. El viento va a continuar, pero la nieve se va. El viento ha cambiado..
- ¿Crees que estará claro mañana por la mañana? -le preguntó Robert Jordan.
- Sí -contestó Pablo-. Creo que mañana hará frío, pero estará despejado. Se está levantando el viento.
«Mírale -se dijo Robert Jordan-. Ahora es un santurrón. Ha cambiado como el viento. Tiene la cara y el cuerpo de un cerdo y sé que es un asesino de categoría; pero tiene la sensibilidad de un buen barómetro. Sí, también el cerdo es un animal muy inteligente. Pablo nos odia; o quizá no nos odie y odie solamente nuestros proyectos. Nos mete en un callejón sin salida con su odio y sus insultos, pero cuando ve que estamos dispuestos a acabar con él, cambia de actitud y vuelve a empezar como si no hubiera pasado nada.»
- Tendremos buen tiempo para lo del puente, inglés -dijo Pablo a Robert Jordan.
- ¿Lo tendremos? -preguntó Pilar-. ¿Quiénes?
- Nosotros -contestó Pablo, y bebió un trago de vino-. ¿Por qué no? Lo he pensado bien mientras estaba afuera. ¿Por qué no ponernos todos de acuerdo?
- ¿En qué? -preguntó la mujer-. ¿En qué tenemos que ponernos de acuerdo?
- En todo -le contestó Pablo-; en ese asunto del puente. Yo estoy ahora contigo.
- ¿Estás ahora con nosotros? -le preguntó Agustín-. ¿Después de lo que has dicho?
- Sí -dijo Pablo-; con este cambio del tiempo he cambiado también yo.
Agustín movió la cabeza.
- El tiempo -dijo, y volvió a mover la cabeza-. Después de los bofetones que te he dado.
- Así es -dijo Pablo sonriendo y pasándose la mano por la boca-. Después de eso, también.
Robert Jordan observaba a Pilar, que, a su vez, miraba a Pablo como si fuera un animal extraño. Quedaba aún en el rostro de ella la sombra que la conversación de los ojos arrancados había extendido. Como queriendo alejarla, movió la cabeza; luego la echó hacia atrás y dijo:
- Oye -dirigiéndose a Pablo.
- ¿Qué quieres?
- ¿Qué es lo que te pasa?
- Nada -contestó Pablo-. He cambiado de opinión, y eso es todo.
- Has estado escuchando a la puerta -dijo ella.
- Sí -dijo él-; pero no pude oír nada.
- Tienes miedo de que te maten.
- No -dijo, mirando por encima de la taza-; no tengo miedo. Y tú lo sabes.
- Entonces, ¿qué te ha pasado? -preguntó Agustín-. Hace un momento estabas borracho, nos insultabas a todos, no querías trabajar en el asunto que llevamos entre manos, hablabas de que podíamos morir de una manera sucia, insultabas a las mujeres y te oponías a todo lo que había que hacer.
- Estaba borracho.
- ¿Y ahora?
- Ahora ya no estoy borracho -dijo Pablo-, y he cambiado de parecer.
- Que te crea el que quiera -dijo Agustín-; yo, no.
- Me creas o no me creas -dijo Pablo-, no hay nadie como yo para llevarte a Gredos.
- ¿A Gredos?
- Es el único sitio adonde podremos ir después de volar el puente.
Robert Jordan miró a Pilar y se llevó la mano a la oreja, del lado que no veía Pablo, golpeándola ligeramente con un gesto interrogativo.
La mujer aseveró y volvió a aseverar. Dijo algo a María y la muchacha se acercó a Jordan.
- Dice que es seguro que lo ha oído todo -susurró María al oído de Robert Jordan.
- Entonces, Pablo -dijo Fernando, con mucha formalidad-, ¿estás ahora de acuerdo con nosotros sobre el asunto del puente?