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- Sí, hombre -contestó Pablo, y miró a Fernando a los ojos, mientras asentía con la cabeza.

- ¿De veras? -preguntó Primitivo.

- De veras -replicó Pablo.

- ¿Y crees que podemos tener éxito? -preguntó Fernándo-. ¿Tienes ahora confianza en ello?

- ¿Cómo no? ¿No tienes confianza tú?

- Sí; pero yo he tenido siempre confianza.

- Tendré que irme de aquí -dijo Agustín.

- Hace frío fuera -replicó Pablo en tono amistoso.

- Quizá -dijo Agustín-; pero no puedo seguir más tiempo en este manicomio.

- No llames a esta cueva manicomio -dijo Fernando.

- Un manicomio de locos criminales -dijo Agustín-. Y me voy antes de que yo también me vuelva loco.

Capítulo dieciocho

«Esto es como un tiovivo -pensó Robert Jordan-. No es un tiovivo como esos que giran alegremente a los sones de un organillo, con los chicos montados sobre vacas de cuernos dorados, donde hay sortijas que se ensartan con bastones al pasar, a la luz vacilante del gas, en las primeras sombras que caen sobre la Avenida del Maine; uno de esos tiovivos instalados entre un puesto de pescado frito y una barraca en la que gira la Rueda de la Fortuna, con las tiras de cuero golpeando los compartimientos numerados y las pirámides de terrones de azúcar, que sirven como premio. No, no es esa clase de tiovivo, aunque haya gente esperando aquí, igual que esperan allí los hombres con las gorras caladas y las mujeres con sus chaquetas de punto, descubierta la cabeza y brillando el cabello a la luz del gas, mientras contemplan fascinadas la Rueda de la Fortuna que da vueltas. Esta es otra clase de rueda y gira en sentido vertical. Esta rueda ha dado ya dos vueltas. Es una rueda muy grande, sujeta por un compás, y cada vez que gira vuelve al punto de partida. Uno de sus lados es más alto que el otro, y cuando vuelve a descender os encontráis en el lugar de partida. No tiene premios de ninguna clase, y nadie montaría en ella por gusto. Se encuentra uno arriba y tiene que dar la vuelta sin haber abrigado la menor intención de subirse a ella. No hay más que una sola vuelta, grande, elíptica, que nos eleva y nos deja caer después, volviendo al lugar de donde partimos. Henos aquí de vuelta otra vez sin que nada se haya solucionado.»

Hacía calor en la cueva y fuera el viento había amainado. Jordan estaba sentado a la mesa, con su cuaderno ante él, calculando la parte técnica de la explosión del puente. Hizo tres dibujos, calculó las fórmulas y señaló el método de explosión en dos dibujos tan sencillos como los dibujos de las escuelas de párvulos, para que Anselmo pudiese terminar el trabajo en el caso en que a él le ocurriera algún accidente durante el proceso de la demolición. Acabó los dibujos y los estudió.

María, sentada junto a él, le miraba por encima del hombro. Jordan se daba cuenta de la presencia de Pablo al otro lado de la mesa y de la presencia de los otros, que charlaban y jugaban a las cartas. Vio asimismo que los olores de la cueva habían cambiado; ya no eran los de la comida y la cocina, sino que estaban hechos de humo, tabaco, vino tinto y el olor agrio y descarado de los cuerpos. Cuando María, que le miraba mientras concluía su dibujo, puso su mano sobre la mesa, Jordan la cogió, la levantó hasta la altura de su rostro y respiró el olor de agua y jabón basto que había usado la muchacha para fregar la vajilla. Volvió a dejar la mano en la mesa, sin mirarla, y como siguió trabajando no vio que la muchacha se sonrojaba. María dejó la mano en el mismo sitio, cerca de la de él, pero Jordan no volvió a cogerla.

Había terminado el plan de la demolición y pasó a otra página para redactar las instrucciones. Pensaba fácilmente y con claridad, y lo que estaba escribiendo le complacía. Llenó dos páginas del cuaderno y las releyó atentamente.

«Creo que eso es todo -se dijo-. Está muy claro y no creo que haya dejado lagunas. Los dos puestos serán destruidos y el puente volará conforme a las instrucciones de Golz; y hasta ahí llega mi responsabilidad. Nunca debiera haberme embarcado en esta historia de Pablo. Eso se arreglará de una manera o de otra. Tendremos a Pablo, o no tendremos a Pablo. En todo caso, no me importa nada. Pero lo que no haré será volver a subirme al tiovivo. Me he subido dos veces y dos veces, después de dar la vuelta, me he encontrado en el punto de partida. No me subiré más.»

Cerró el cuaderno y miró a María.

- Hola, guapa -le dijo-. ¿Has comprendido algo de esto?

- No, Roberto -dijo la muchacha, y puso su mano sobre la de él, que aún tenía el lápiz entre sus dedos-. ¿Has acabado?

- Sí, ahora todo queda explicado y organizado.

- ¿Qué es lo que haces, inglés? -preguntó Pablo al otro lado de la mesa. Sus ojos estaban de nuevo turbios.

Jordan le miró atentamente. «No te subas a la rueda. No te subas a la rueda, porque creo que va a comenzar a dar la vuelta.».-Estaba estudiando el asunto del puente -respondió con amabilidad.

- ¿Y cómo va eso? -preguntó Pablo.

- Muy bien -contestó Jordan-. Todo marcha muy bien.

- Yo he estado estudiando la cuestión de la retirada -dijo Pablo, y Robert Jordan escrutó sus ojos de cerdo borracho y luego miró el cuenco de vino. Estaba casi vacío.

«Mantente lejos de la rueda; está empezando a beber. Claro, pero yo no volveré a subirme a esa rueda. ¿No se dice que Grant estuvo borracho la mayor parte del tiempo que duró la guerra civil? Por supuesto, estaba borracho. Pero Grant se sentiría furioso con la comparación si pudiera ver a Pablo. Además, Grant fumaba habanos. Sería conveniente encontrar un habano para Pablo. Era lo que hacía falta para completar su rostro: un habano a medio masticar. ¿Podría encontrarse un habano para Pablo?»

- ¿Y qué tal marcha eso? -preguntó cortésmente Robert.

- Muy bien -contestó Pablo sesudamente, moviendo la cabeza con dificultad-. Muy bien.

- ¿Has pensado algo? -preguntó Agustín, desde el rincón en que se encontraba jugando a las cartas.

- Sí -contestó Pablo-. He pensado algunas cosas.

- ¿Y dónde las has encontrado? ¿En esa vasija? -intervino Agustín.

- Puede ser -repuso Pablo-. ¿Quién sabe? María, lléname el cuenco; haz el favor.

- En el odre debe de haber buenas ideas -dijo Agustín, volviendo a sus cartas-. ¿Por qué no te dejas caer dentro y las buscas?

- No -dijo Pablo calmosamente-. Las busco en la vasija.

«Tampoco él sube a la rueda -pensó Jordan-. La rueda tiene que girar sola en estos momentos. No creo que pueda cabalgarse en ella mucho tiempo seguido. Probablemente es la Rueda de la Muerte. Me alegro de que la hayamos abandonado. Me he subido dos veces y ya me estaba mareando. Pero los borrachos, los miserables y los realmente crueles siguen en ella hasta morir. La ruedecita sube y baja y el movimiento no es nunca igual al anterior. Déjala girar. Lo que es a mí, no volverán a hacerme subir. No, mi general; he desechado esa rueda, general Grant.»