Sí, ése era el sitio adonde iría en Madrid, después de haberse comprado unos libros, haberse dado un baño caliente, haberse bebido un par de tragos y haber leído un poco. Pero todo aquello lo había planeado antes de que María entrase en el juego. Bueno, podrían tener dos habitaciones y ella podría hacer lo que quisiera mientras él iba al Gaylord y volvía a buscarla.
María había estado esperando en las montañas todo aquel tiempo. Podría aguardar un poco más en el Hotel Florida.
Dispondrían para ellos de tres días en Madrid. Tres días es mucho tiempo. Podría llevarla a ver a los hermanos Marx, en «Una noche en la Opera». Aquella película la habían estado proyectando tres meses y seguramente seguirían proyectándola tres meses más. A María le gustarían los hermanos Marx en la Opera. Sí, seguro que le gustarían.
Había desde el Gaylord un buen trecho hasta aquella cueva. No, en realidad no había tanta distancia. La distancia realmente grande era la del regreso de aquella cueva hasta el Gaylord. Había estado con Kashkin por vez primera en el hotel, y no le gustó. Kashkin le había llevado porque quería presentarle a Karkov, y quería presentarle a Karkov porque Karkov deseaba conocer norteamericanos y porque era un gran admirador de Lope de Vega, el mayor admirador de Lope de Vega en el mundo y decía que Fuenteovejuna era el drama más grande que se había escrito. Puede que fuera verdad, aunque Jordan no pensaba lo mismo.
Le había gustado Karkov, pero no el lugar. Karkov era el hombre más inteligente que había conocido. Calzaba botas negras de montar, pantalón gris y chaqueta gris también. Tenía las manos y los pies pequeños y un rostro y un cuerpo delicados, y una manera de hablar que rociaba de saliva a uno, porque tenía la mitad de los dientes estropeados. A Robert Jordan se le antojó un tipo cómico cuando le vio por vez primera. Pero descubrió en seguida que tenía más talento y más dignidad interior, más insolencia y más humor que cualquier otro hombre que hubiera conocido.
El Gaylord le había parecido de un lujo y una corrupción indecentes. Pero ¿por qué los representantes de una potencia que gobernaba la sexta parte del mundo no podían gozar de algunas cosas agradables? Bueno, gozaban de ellas y Jordan, molesto al principio, había acabado por aceptarlo y hasta por verlo con agrado. Kashkin le había presentado a él como un tipo magnífico, y Karkov empezó desplegando con él una cortesía impertinente. Pero luego, como Jordan no se las dio de héroe, sino que se puso a contar una historia muy divertida y escabrosa en la que no quedaba en muy buen lugar, Karkov pasó de la cortesía a una franqueza grosera y luego a una insolencia abierta, hasta que acabaron haciéndose buenos amigos.
Kashkin no era más que tolerado en aquel lugar. Había ciertamente un punto oscuro en su pasado y vino a España a hacer méritos. No quisieron decirle en qué consistía, pero quizá se lo dijeran ahora, ahora que Kashkin había muerto. Fuera como fuera, Karkov y él se habían hecho grandes amigos, y él también había hecho amistad con aquella mujer asombrosa, aquella mujercita morena, flaca, siempre fatigada, amorosa, nerviosa, despojada de toda amargura, aquella mujer de cuerpo esbelto, poco cuidadosa de sí misma, aquella mujer de cabellos negros, cortos, entrecanos, que era la mujer de Karkov y que servía como intérprete en la unidad de tanques. También se había hecho amigo de la amante de Karkov, que tenía ojos de gato, cabellos de oro rojizo, más rojos o más dorados, según el peluquero de turno, un cuerpo perezoso y sensual, hecho para amoldarse con otro cuerpo, una boca hecha para moldearse con otra boca y una cabeza estúpida, una mujer extremadamente ambiciosa y extremadamente leal. Aquella mujer gustaba de chismes y se entregaba pasajeramente a otros amores, cosa que parecía divertir a Karkov. Se contaba que Karkov tenía otra mujer más, aparte la de la unidad de tanques, o quizá dos, pero nadie lo sabía con certeza. A Robert Jordan le gustaban mucho tanto la mujer, a la que conocía, como la amante. Pensaba que probablemente también le gustaría la otra, de conocerla, concediendo que la hubiese. Karkov tenía buen gusto en materia de mujeres.
Había centinelas con la bayoneta calada delante de la puerta cochera del Gaylord y sería aquella noche el lugar más confortable del Madrid sitiado. Le gustaría estar allí, en vez de donde se encontraba, aunque, después de todo, se estaba bien, ahora que la rueda se había parado. Y la nieve se estaba parando también.
Le gustaría presentar a María a Karkov; pero no podría llevarla al Gaylord sin pedir permiso, y habría que averiguar antes cómo iban a recibirle después de aquella expedición. Golz estaría allí en cuanto el ataque hubiese terminado, y si Jordan había trabajado bien, todo el mundo lo sabría por Golz. Golz se burlaría de él a causa de María. Sobre todo después de lo que había oído decir a Jordan a propósito de su falta de interés por las chicas.
Se inclinó para llenar su taza de vino en la vasija que había delante de Pablo, diciendo: «Con tu permiso».
Pablo asintió con la cabeza. «Está metido en sus planes militares, supongo», pensó Robert Jordan. «No quiere buscar una efímera fama en la boca del cañón, sino la solución de algún problema en el fondo de la botella. De cualquier manera, el marrajo ha debido de ser sumamente astuto para haber conseguido llevar adelante con éxito esta banda durante tanto tiempo.» Miró a Pablo y se preguntó qué jefe de guerrilla habría sido en la guerra civil de los Estados Unidos. «Hubo montañas en ella», pensó; «pero sabemos muy pocas cosas sobre ellos». No se trataba de los Quantrill, ni de los Mosby, ni de su propio abuelo; sino de los pequeños, de los que operaban en los bosques. Y por lo que se refería a la bebida, ¿fue Grant realmente un borracho? Su abuelo decía que lo fue. Grant estaba siempre un poco bebido hacia las cuatro de la tarde, decía, y en Vicksburg, cuando el asedio, estuvo completamente borracho durante dos días. Pero el abuelo decía que funcionaba de un modo enteramente normal aunque hubiese bebido. Lo difícil era despertarle. Pero si se lograba despertarle, entonces se conducía con entera normalidad.
Hasta el momento no había habido ningún Grant ni ningún Sherman ni ningún Stonewall Jackson en ninguno de los dos bandos de la guerra. No, ni siquiera ningún Jeb Stuart. Ni siquiera un Sheridan. Pero había habido montañas de MacClellans. Los fascistas poseían muchos y nosotros teníamos tres por lo menos.
No había visto ningún genio militar en aquella guerra. Ni uno. Ni cosa que se le pareciera ni por el forro.
Kleber, Lucasz y Hans habían trabajado bien por su parte durante la defensa de Madrid con las brigadas internacionales y luego estaba aquel viejo calvo, con gafas, engreído y estúpido, como una lechuza, incapaz de mantener una conversación, valeroso y pesado como un toro, el viejo Miaja, con una reputación hecha a golpes de propaganda y tan celoso de la publicidad que le debía a Kleber, que obligó a los rusos a relevarle del mando y enviarle a Valencia. Kleber era un buen soldado, aunque limitado, y hablaba mucho para el puesto que ocupaba. Golz era un buen general, un buen soldado, pero siempre se le mantuvo en una posición subalterna y nunca se le dejó libertad de acción. Este ataque era el asunto más importante que había tenido entre sus manos hasta el presente. Y Robert Jordan no estaba muy contento con lo que había sabido del ataque. Después estaba Gall, el húngaro, que debería haber sido fusilado de ser ciertas la mitad de las cosas que se contaban de él en el Gay lord. Y aunque sólo fueran ciertas un diez por ciento, pensó Robert Jordan.