- En América -había dicho Robert Jordan- se cree que está muy bien con Moscú.
- No lo está -dijo Karkov-; pero tiene una cara magnífica y su aspecto y sus modales consiguen gran éxito. Con una cara como la mía no se puede ir muy lejos. Lo poco que he logrado ha sido a despecho de mi cara, ya que nadie me quiere ni tiene confianza en mí a causa de ella. Pero ese tipo, Mitchell, tiene una cara que es una fortuna. Es una cara de conspirador. Todos los que saben algo de conspiradores, por haberlo leído en los libros, tienen pronto confianza en él. Y además tiene modales de conspirador. No se le puede ver entrar en una habitación sin creer inmediatamente que se está en presencia de un conspirador de primer orden. Todos esos compatriotas ricos de usted que sentimentalmente quieren ayudar a la Unión Soviética, según creen, o asegurarse contra un éxito triunfal del partido, ven en seguida en la cara de ese hombre y en sus modales a alguien que no puede menos de ser un agente de toda confianza del Komintern.
- ¿Y no tiene relaciones con Moscú?
- No. Oiga, camarada Jordan, ¿conoce usted la broma sobre las dos especies de idiotas?
- ¿El idiota corriente y el fastidioso?
- No. Las dos clases de idiotas que tenemos nosotros en Rusia. -Karkov sonrió y prosiguió diciendo-: Primeramente, está el idiota de invierno. El idiota de invierno llega a la puerta de tu casa y la golpea ruidosamente. Sales a abrirle y, al verle, te das cuenta de que no le conoces. Tiene un aspecto impresionante. Es un gran tipo con botas altas, abrigo de piel, gorro de piel y llega enteramente cubierto de nieve. Comienza sacudiéndose las botas y quitándose la nieve. Luego se quita su abrigo de piel, lo sacude y cae más nieve. Luego se quita su gorro de piel y lo sacude contra la puerta. Cae más nieve de su sombrero de piel. Luego, golpea con sus botas y entra en el salón. Entonces le miras y ves que es un idiota. Es el idiota de invierno. En verano vemos un idiota que va calle abajo sacudiendo los brazos y volviendo la cabeza a uno y otro lado, y cualquiera reconoce a doscientos metros que es idiota. Es el idiota de verano. Pues bien, ese economista es un idiota de invierno.
- Pero ¿por qué confían en él las gentes de por aquí? -preguntó Robert Jordan.
- Por su cara -repuso Karkov-. Por su magnífica gueule de conspirateur, por su jeta de conspirador y por su extraordinaria treta de llegar siempre de otra parte, en donde es muy considerado y muy importante. Desde luego -añadió, sonriendo- hay que viajar mucho para que esa treta tenga éxito continuo. Pero usted sabe lo extraños que son los españoles -prosiguió Karkov-. Este gobierno es muy rico. Tiene mucho oro. Pero no da nada a los amigos. ¿Usted es amigo? Muy bien, usted hará lo que está haciendo por nada y no debe esperar ninguna recompensa. Pero a las gentes que representan una firma importante o un país que no está bien dispuesto y que conviene propiciar, a esas gentes les dan todo lo que quieran. Resulta muy interesante cuando se puede seguir de cerca este fenómeno.
- A mí no me agrada. Además, ese dinero pertenece a los trabajadores españoles.
- No es cosa de que le guste o no le guste. Lo único que se espera de usted es que lo entienda -le dijo Karkov- Siempre que le veo le enseño algo nuevo, y puede ocurrir que, con el tiempo, llegue a tener una buena educación. Sería muy interesante para usted, siendo profesor, estar bien educado.
No sé si seré profesor cuando vuelva a casa. Probablemente me echarán por rojo.
Bueno, entonces podrá usted ir a la Unión Soviética a proseguir sus estudios. Será acaso la mejor solución para usted.
¡Pero si mi especialidad es el español!
Hay muchos países en donde se habla español -dijo Karkov-. Y no deben de ser todos tan difíciles de entender como España. Tiene usted que recordar, además, que desde hace nueve meses no es usted profesor. En nueve meses ha aprendido usted quizás un nuevo oficio. ¿Cuántos libros de dialéctica ha leído usted?
He leído el Manual del Marxismo, de Emil Burns. Nada más que eso.
- Si lo ha leído usted hasta el final, es un buen comienzo. Tiene mil quinientas páginas y puede uno entretenerse en cada una de ellas un poco de tiempo. Pero hay otras cosas que debiera usted leer.
- No tengo tiempo de leer ahora.
- Ya lo sé -dijo Karkov-. Quiero decir después. Hay muchas cosas que conviene leer para comprender algo de lo que está pasando. De todo ello saldrá un día un libro, un libro que será muy útil y que explicará muchas cosas que hay que saber. Quizá lo escriba yo. Confío en ser yo quien lo escriba.
- No sé quién podría hacerlo mejor.
- No me adule usted -dijo Karkov-. Yo soy periodista; pero, como todos los periodistas, quisiera hacer literatura. En estos momentos estoy muy ocupado en un trabajo sobre Calvo Sotelo. Era un verdadero fascista, un verdadero fascista español. Franco y todos los demás no lo son. He estado estudiando todos los escritos y los discursos de Calvo Sotelo. Era muy inteligente y fue muy inteligente el que le mataran.
- Yo creía que usted no era partidario del asesinato político.
- Se practica muy a menudo -explicó Karkov-. Muy a menudo.
- Pero…
- No creemos en los actos individuales de terrorismo -dijo Karkov, sonriendo-. Y todavía menos, desde luego, cuando son perpetrados por criminales o por organizaciones contrarrevolucionarias. Odiamos la doblez y la perfidia de esas hienas asesinas de destructores bujarinistas y esos desechos humanos, como Zinoviev, Kamenev, Rikov y sus secuaces. Odiamos y aborrecemos a esos enemigos del género humano -dijo, volviendo a sonreír-. Pero creo, sin embargo, que puedo decirle que el asesinato político se usa muy ampliamente.
- ¿Quiere usted decir…?
- No quiero decir nada. Pero, indudablemente, ejecutamos y aniquilamos a esos verdaderos demonios, a esos desechos humanos, a esos perros traidores de generales y a esos repugnantes almirantes indignos de la confianza que se ha puesto en ellos.
»Todos ellos son destruidos; no asesinados. ¿Ve usted la diferencia?
- La veo -dijo Robert Jordan.
- Y porque gaste bromas de vez en cuando, y usted sabe lo peligrosas que pueden resultar las bromas, no crea que los españoles van a dejar de lamentar el no haber fusilado a ciertos generales que ahora tienen mando de tropas. Aunque no me gustan los fusilamientos; ¿me ha comprendido?
- A mí no me importan -contestó Robert Jordan-; no me gustan, pero no me importan.
- Ya lo sé -contestó Karkov-; ya me lo habían dicho.
- ¿Cree usted que tiene importancia? -preguntó Robert Jordan-. Yo trataba solamente de ser sincero.
- Es lamentable -replicó Karkov-; pero es una de las cosas que hacen que se tenga por seguras a gentes que, de otro modo, tardarían mucho tiempo en ser clasificadas dentro de esa categoría.