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Capítulo diecinueve

- ¿Qué haces ahí sentado? -le preguntó María. Estaba de pie, junto a él, y Jordan volvió la cabeza y le sonrió.

- Nada -dijo-; estaba pensando.

- ¿En qué? ¿En el puente?

- No. Lo del puente está concluido. Estaba pensando en ti, en un hotel de Madrid donde hay rusos, que son amigos míos, y en un libro que algún día escribiré.

- ¿Hay muchos rusos en Madrid?

- No, muy pocos.

- Pero en los periódicos fascistas se dice que hay cientos de miles.

- Es mentira. Hay muy pocos.

- ¿Te gustan los rusos? El que estuvo aquí era un ruso.

- ¿Te gustó a ti?

- Sí. Estaba enferma aquel día; pero me pareció muy guapo y muy valiente.

- Muy guapo. ¡Qué tontería! -dijo Pilar-. Tenía la nariz aplastada como la palma de mi mano y la cara como el culo de una oveja.

- Era un buen amigo mío y un camarada -dijo Robert Jordan a María-. Yo le quería mucho.

- Claro -dijo Pilar-; por eso le mataste.

Al oír estas palabras, los que estaban jugando a las cartas levantaron la cabeza y Pablo miró a Robert Jordan fijamente. Nadie dijo nada, pero al cabo de un momento Rafael el gitano, preguntó:

- ¿Es eso verdad, Roberto?

- Sí -dijo Robert Jordan. Lamentaba que Pilar lo hubiese dicho y hubiera deseado no haberlo contado en el campamento del Sordo-. Lo hice a petición suya: estaba gravemente herido.

- ¡Qué cosa más rara! -dijo el gitano-. Todo el tiempo que estuvo con nosotros se lo pasó hablando de esa posibilidad. No sé cuántas veces le prometí que le mataría yo. ¡Qué cosa más rara! -insistió, moviendo la cabeza.

- Era un hombre muy raro -dijo Primitivo-. Muy particular.

- Escucha -dijo Andrés, uno de los dos hermanos-, tú que eres profesor y todo eso, ¿crees que un hombre puede saber lo que va a ocurrirle?

- Estoy seguro de que no puede saberlo -dijo Robert Jordan. Pablo le contemplaba con curiosidad y Pilar le miraba sin que en su rostro se reflejase ninguna expresión-. En el caso de ese camarada ruso lo que sucedió fue que se había puesto muy nervioso a fuerza de estar demasiado tiempo en el frente. Se había batido en Irún, donde, como sabéis, la cosa estuvo muy fea. Muy fea. Se batió luego en el Norte. Y cuando los primeros grupos que trabajan detrás de las líneas se formaron, trabajó aquí, en Extremadura y en Andalucía. Creo que estaba muy cansado y nervioso y se imaginaba cosas raras.

- Debió de ver seguramente cosas muy feas -dijo Fernando.

- Como todo el mundo -dijo Andrés-. Pero óyeme, inglés: ¿crees que puede haber algo como eso, un hombre que sabe de antemano lo que va a sucederle?

- Pues claro que no -fue la respuesta de Robert Jordan-; eso no es más que ignorancia y superstición.

- Continúa -dijo Pilar-. Escuchemos lo que va a decirnos el profesor. -Le hablaba como se habla a un niño listo.

- Creo que el miedo produce visiones de horror -dijo Robert Jordan-. Viendo señales de mal agüero…

- Como los aviones de esta mañana -dijo Primitivo.

- Como tu llegada -añadió suavemente Pablo desde el otro lado de la mesa.

Robert Jordan le miró y vio que no era una provocación, sino algo pensado sencillamente en alta voz. Entonces prosiguió:

- Cuando el que tiene miedo ve una señal de mal agüero, se representa su propio fin y le parece que lo está adivinando, cuando en realidad no hace más que imaginárselo. Creo que no es más que eso -concluyó-. No creo en ogros, adivinos ni en cosas sobrenaturales.

- Pero aquel tipo de nombre raro vio claramente su destino -dijo el gitano-. Y así fue como ocurrió.

No lo vio -dijo Robert Jordan-. Tenía miedo de que pudiera ocurrirle semejante percance y el temor se convirtió en obsesión. Nadie podrá convencerme de que llegó a ver nada.

- ¿Ni yo? -preguntó Pilar. Recogiendo un puñado de polvo de al lado del fuego, lo sopló después en la palma de la mano-. ¿Ni yo tampoco?

- No. Con todas tus brujerías, tu sangre gitana y todo lo demás, no podrás convencerme.

- Porque eres un milagro de sordera -dijo Pilar, cuyo enorme rostro parecía más grande y más rudo a la luz de la vela-. No es que seas un idiota. Eres simplemente sordo. Un sordo no puede oír la música. No puede oír la radio. Entonces, como no las oye, como no las ha oído nunca, dice que esas cosas no existen. ¡Qué va, inglés! Yo he visto la muerte de aquel muchacho de nombre tan raro en su cara, como si hubiera estado marcada con un hierro candente.

- Tú no has visto nada de nada -afirmó Robert Jordan-. Tú has visto sencillamente el miedo y la aprensión. El miedo originado por las cosas que tuvo que pasar. La aprensión, por la posibilidad de que ocurriese el mal que imaginaba.

- ¡Qué va! -repuso Pilar-. Vi la muerte tan claramente como si estuviera sentada sobre sus hombros. Y aún más: sentí el olor de la muerte.

- El olor de la muerte -se burló Robert Jordan-. Sería el miedo. Hay un olor a miedo.

- De la muerte -insistió Pilar-. Oye, cuando Blanquet, el más grande de los peones de brega que ha habido, trabajaba a las órdenes de Granero, me contó que el día de la muerte de Manolo, al ir a entrar en la capilla, camino de la plaza, el olor a muerte que despedía era tan fuerte, que casi puso malo a Blanquet. Y él había estado con Manolo en el hotel, mientras se bañaba y se vestía, antes de salir camino de la plaza. El olor no se sentía en el automóvil, mientras estuvieron sentados juntos y apretados todos los que iban a la corrida. Ni lo percibió nadie en la capilla, salvo Juan Luis de la Rosa. Ni Marcial ni Chicuelo sintieron nada, ni entonces ni cuando se alinearon para el paseíllo. Pero Juan Luis estaba blanco como un cadáver, según me contó Blanquet, y éste le preguntó:

»-¿Qué, tú también?

»-Tanto, que no puedo ni respirar -le contestó Juan Luis-. Y viene de tu patrono.

»-Pues nada -dijo Blanquet-; no hay nada que podamos hacer. Esperemos que nos hayamos equivocado.

»-¿Y los otros? -preguntó Juan Luis a Blanquet.

»-Nada -dijo Blanquet-; nada. Pero ése huele peor que José en Talavera.

»Y por la tarde, el toro llamado Pocapena, de Veragua, deshizo a Manolo contra los tablones de la barrera, frente al tendido número 2, en la plaza de toros de Madrid. Yo estaba allí, con Finito, y lo vi, y el cuerno le destrozó enteramente el cráneo, cuando tenía la cabeza encajada en el estribo, al pie de la barrera, adonde le había arrojado el toro.