- Pero ¿tú oliste algo? -preguntó Fernando.
- No -repuso Pilar-. Estaba demasiado lejos. Estábamos en la fila séptima del tendido 3. Por estar allí, en aquel lugar, pude verlo todo. Pero esa misma noche, Blanquet, que también trabajaba con Joselito cuando le mataron, se lo contó todo a Finito en Fornos, y Finito le preguntó a Juan Luis de la Rosa si era cierto. Pero Juan Luis no quiso decir nada. Sólo asintió con la cabeza. Yo estaba delante cuando ocurrió, así que, inglés, puede ser que seas sordo para algunas cosas, como Chicuelo y Marcial Lalanda y todos los banderilleros y picadores y el resto de la gente de Juan Luis y Manuel Granero lo fueron en esa ocasión. Pero ni Juan Luis ni Blanquet eran sordos. Y yo tampoco lo soy; no soy sorda para esas cosas.
- ¿Por qué dices sorda cuando se trata de la nariz? -preguntó Fernando.
- Leche -exclamó Pilar-; eres tú quien debiera ser el profesor, en lugar del inglés. Pero aún podría contarte cosas, inglés, y no debes dudar de una cosa porque no puedas verla ni oírla. Tú no puedes oír lo que oye un perro ni oler lo que él huele. Pero ya has tenido de todas maneras una experiencia de lo que puede ocurrirle a un hombre.
María apoyó la mano en el hombro de Robert Jordan y la mantuvo allí. Robert Jordan pensó de repente: «Dejémonos de tonterías y aprovechemos el tiempo disponible.» Pero después recapacitó: era demasiado pronto. Había que apurar lo que aún quedaba de la velada. Así es que preguntó, dirigiéndose a Pablo:
- ¡Eh, tú!, ¿crees en estas brujerías?
- No lo sé -respondió Pablo-. Soy más bien de tu opinión. Nunca me ha ocurrido nada sobrenatural. Miedo sí que he pasado algunas veces, y mucho. Pero creo que Pilar puede adivinar las cosas por la palma de la mano. Si no está mintiendo, es posible que haya olido eso que dice.
- ¡Qué va! -contestó Pilar-. ¡Qué voy a mentir! No soy yo la que lo ha inventado. Ese Blanquet era un hombre muy serio y, además, muy devoto. No era gitano, sino un burgués de Valencia. ¿Le has visto alguna vez?
- Sí -replicó Robert Jordan-; le he visto muchas veces. Era pequeño, de cara grisácea, pero no había nadie que manejase la capa como él. Se movía como un gamo.
- Justo -dijo Pilar-. Tenía la cara gris por una enfermedad del corazón y los gitanos decían que llevaba la muerte consigo, aunque era capaz de apartarla de un capotazo, con la misma facilidad con que tú limpiarías el polvo de esta mesa. Y él, aunque no era gitano, sintió el olor de muerte que despedía José en Talavera. No sé cómo pudo notarlo por encima del olor a manzanilla. Pero Blanquet hablaba de aquello con muchas vacilaciones y los que entonces le escuchaban dijeron que todo eso eran fantasías, y que lo que había olido era el olor que exhalaba Joselito de los sobacos, por la mala vida que llevaba. Pero más tarde vino eso de Manolo Granero, en lo que participó también Juan Luis de la Rosa. Desde luego, Juan Luis no era muy decente, pero tenía mucha habilidad en su trabajo y tumbaba a las mujeres mejor que nadie. Blanquet era serio y muy tranquilo y completamente incapaz de contar una mentira. Y yo te digo que sentí el olor de la muerte cuando tu compañero estuvo aquí.
- No lo creo -insistió Robert Jordan-. Además, has dicho que Blanquet lo había olido antes del paseíllo. Unos momentos antes de que la corrida comenzase. Pero aquí Kashkin y vosotros salisteis bien de lo del tren. Kashkin no murió entonces. ¿Cómo pudiste olerlo?
- Eso no tiene nada que ver -exclamó Pilar-. En la última temporada de Ignacio Sánchez Mejías olía tan fuertemente a muerte, que muchos se negaban a sentarse junto a él en el café. Todos los gitanos lo sabían.
- Se inventan esas cosas después -argüyó Robert Jordan-; después que el tipo se ha muerto. Todo el mundo sabía que Ignacio Sánchez Mejías estaba a pique de recibir una cornada, porque había pasado mucho tiempo sin entrenarse, porque su estilo era pesado y peligroso, y porque la fuerza y la agilidad le habían desaparecido de las piernas y sus reflejos no eran lo que habían sido antes.
- Desde luego -reconoció Pilar-. Todo eso es verdad. Pero todos los gitanos estaban enterados de que olía a muerte, y cuando entraba en Villa Rosa había que ver a personas como Ricardo y Felipe González, que se escabullían por la puerta de atrás.
- Quizá le debieran dinero -comentó Robert Jordan.
- Es posible -aseveró Pilar-. Es muy posible. Pero también lo olían. Y lo sabían todos.
- Lo que dice ella es verdad, inglés -dijo Rafael, el gitano-. Es cosa muy sabida entre nosotros.
- No creo una sola palabra -dijo Robert Jordan.
- Oye, inglés -comenzó a decir Anselmo-, yo estoy en contra de todas esas brujerías. Pero esta Pilar tiene fama de saber mucho de esas cosas.
- Pero ¿a qué huele? -inquirió Fernando-. ¿Qué olor tiene eso? Si hay un olor a muerte, tiene que oler a algo determinado.
- ¿Quieres saberlo, Fernandito? -preguntó Pilar, sonriendo-. ¿Crees que podrías olerlo tú?
- Si esa cosa existe realmente, ¿por qué no habría de olerla yo también como otro cualquiera?
- ¿Por qué no? -se burló Pilar, cruzando sus anchas manos sobre las rodillas-. ¿Has estado alguna vez en algún barco?
- No. Ni ganas.
Entonces podría suceder que no lo reconocieras. Porque, en parte, es el olor de un barco cuando hay tormenta y se cierran las escotillas. Si pones la nariz contra la abrazadera de cobre de una escotilla bien cerrada, en un barco que va dando bandazos, cuando te empiezas a encontrar mal y sientes un vacío en el estómago, sabrás lo que es ese olor.
- No podría reconocerlo, porque nunca he estado en un barco -dijo Fernando.
- Yo he estado en un barco muchas veces -dijo Pilar-. Para ir a México y a Venezuela.
- Bueno, y aparte de eso, ¿cómo es el olor? -preguntó Robert Jordan. Pilar, que estaba dispuesta a rememorar orgullosamente sus viajes, le miró burlonamente.
- Está bien, inglés. Aprende. Eso es, aprende. Buena falta te hace. Voy a enseñarte yo. Bueno, después de lo del barco, tienes que bajar muy temprano al Matadero del Puente de Toledo, en Madrid, y quedarte allí, sobre el suelo mojado por la niebla que sube del Manzanares, esperando a las viejas que acuden antes del amanecer a beber la sangre de las bestias sacrificadas. Cuando una de esas viejas salga del Matadero, envuelta en su mantón, con su cara gris y los ojos hundidos y los pelos esos de la vejez en las mejillas y en el mentón, esos pelos que salen de su cara de cera como los brotes de una patata podrida y que no son pelos, sino brotes pálidos en la cara sin vida, bien, inglés, acércate, abrázala fuertemente y bésala en la boca. Y conocerás la otra parte de la que está hecho ese olor.
- Eso me ha cortado el apetito -protestó el gitano-. Lo de los brotes ha sido demasiado.