- ¿Quieres seguir oyendo? -preguntó Pilar a Robert Jordan.
- Claro que sí -contestó él-. Si es necesario que uno aprenda, aprendamos.
- Eso de los brotes en la cara de la vieja me pone malo -repitió el gitano-. ¿Por qué tiene que ocurrir eso con las viejas, Pilar? A nosotros no nos pasa lo mismo.
- No -se burló Pilar-. Entre nosotros, las viejas, que hubieran sido buenas mozas en su juventud, a no ser porque iban siempre tocando el tambor gracias a los favores de su marido, ese tambor que todas las gitanas llevan consigo…
- No hables así -dijo Rafael-; no está bien.
- Vaya, te sientes ofendido -comentó Pilar-. Pero ¿has visto alguna vez una gitana que no estuviera a punto de tener una criatura o que acabase de tenerla?
- Tú.
- Basta -dijo Pilar-. Aquí no hay nadie a quien no se pueda ofender. Lo que yo estaba diciendo es que la edad trae la fealdad. No es necesario entrar en detalles. Pero si el inglés quiere aprender a distinguir el olor de la muerte, tiene que irse al matadero por la mañana temprano.
- Iré -dijo Robert Jordan-; pero trataré de hacerme con ese olor mientras pasan, sin necesidad de besarlas. A mí también me dan miedo esos brotes, como a Rafael.
- Besa a una de esas viejas -insistió Pilar-; bésalas, inglés, para que aprendas, y cuando tengas las narices bien impregnadas vete a la ciudad, y cuando veas un cajón de basura lleno de flores muertas, hunde la nariz en él y respira con fuerza, para que ese olor se mezcle con el que tienes ya dentro.
- Ya está hecho -aseguró Robert Jordan-. ¿Qué flores tienen que ser?
- Crisantemos.
- Sigue -dijo Robert Jordan-. Ya los huelo.
- Luego -prosiguió Pilar-, es importante que sea un día de otoño con lluvia o, por lo menos, con algo de neblina, y si no, a principios de invierno. Y ahora conviene que sigas cruzando la ciudad y bajes por la calle de la Salud, oliendo lo que olerás cuando estén barriendo las casas de putas y vaciando las bacinillas en las alcantarillas, y con este olor a los trabajos de amor perdido, mezclado con el olor dulzón del agua jabonosa y el de las colillas, en tus narices, vete al Jardín Botánico, en donde, por la noche, las chicas que no pueden trabajar en su casa, hacen su oficio contra las rejas del parque y sobre las aceras. Allí, a la sombra de los árboles, contra las rejas del parque, es donde ellas satisfacen todos los deseos de los hombres, desde los requerimientos más sencillos, al precio de diez céntimos, hasta una peseta, por ese grandioso acto gracias al cual nacemos. Y allí, sobre algún lecho de flores que aún no hayan sido arrancadas para el trasplante, y que hacen la tierra mucho más blanda que el pavimento de las aceras, encontrarás abandonado algún saco de arpillera, en el que se mezclan los olores de la tierra húmeda, de las flores mustias y de las cosas que se hicieron aquella noche allí. En ese saco estará la esencia de todo, de la tierra muerta, de los tallos de las flores muertas y de sus pétalos podridos y del olor que es a un tiempo el de la muerte y el del nacimiento del hombre. Meterás la cabeza en ese saco y tratarás de respirar dentro de él.
- No.
- Sí -dijo Pilar-. Meterás la cabeza en ese saco y procurarás respirar dentro de él, y entonces, si no has perdido el recuerdo de los otros olores, cuando aspires profundamente conocerás el olor de la muerte que ha de venir tal y como nosotros la reconocemos.
- Muy bien -dijo Robert Jordan-. ¿Y dices que Kashkin olía a todo eso cuando estuvo aquí?
- Sí.
- Bueno -exclamó Robert Jordan, gravemente-; si todo eso es verdad, hice bien en pegarle un tiro.
- ¡Ole! -exclamó el gitano. Los otros soltaron la carcajada.
- Muy bien -aprobó Primitivo-. Eso la mantendrá callada un buen rato.
- Pero, Pilar -observó Fernando-, no esperarás que nadie con la educación de don Roberto vaya a hacer unas cosas tan feas.
- No -reconoció Pilar.
- Todo eso es absolutamente repugnante.
- Sí -asintió ella.
- No esperarás que realice esos actos degradantes, ¿verdad?
- No -contestó Pilar-. Anda, vete a la cama, ¿quieres?
- Pero, Pilar… -siguió Fernando.
- Calla la boca. ¿Quieres? -exclamó Pilar, agriamente. De pronto se había enfadado-. No hagas el idiota y yo aprenderé a no hacer el idiota otra vez, poniéndome a hablar con gente que no es capaz de entender lo que una está diciendo.
- Confieso que no lo entiendo -reconoció Fernando.
- No confieses nada y no trates de comprender -dijo Pilar-. ¿Está nevando todavía?
Robert Jordan se acercó a la boca de la cueva y, levantando la manta, echó una ojeada al exterior. La noche estaba clara y fría y la nieve había dejado de caer. Miró a través de los troncos de los árboles, vio la nieve caída entre ellos, formando un manto blanco, y, elevando los ojos, vio por entre las ramas el cielo claro y límpido. El aire áspero y frío llenaba sus pulmones al respirar.
«El Sordo va a dejar muchas huellas si ha robado los caballos esta noche», pensó. Y dejando caer la manta, volvió a entrar en la cueva llena de humo.
- Ha aclarado -dijo-. La tormenta ha terminado.
Capítulo veinte
Estaba tumbado en la oscuridad esperando que llegase la muchacha. No soplaba el viento y los pinos estaban inmóviles en la noche. Los troncos oscuros surgían de la nieve que cubría el suelo y él estaba allí, tendido en el saco de dormir, sintiendo bajo su cuerpo la elasticidad del lecho que se había fabricado, con las piernas estiradas para gozar de todo el calor del saco, el aire vivo y frío acariciándole la cabeza y penetrando por las narices. Bajo la cabeza, tumbado como estaba de costado, tenía el envoltorio hecho con su pantalón y su chaqueta enrollados alrededor de sus zapatos, a guisa de almohada, y, junto a la cadera, el contacto frío y metálico de la pistola, que había sacado de su funda al desnudarse y había atado con una correa a su muñeca derecha. Apartó la pistola y se dejó caer más adentro en el saco, con los ojos fijos más allá de la nieve en la hendidura negra que marcaba la entrada de la cueva. El cielo estaba claro y la nieve reflejaba la suficiente luz como para poder distinguir los troncos de los árboles y las masas de las rocas en el lugar donde se abría la cueva.
Poco antes de acostarse había cogido un hacha, había salido de la cueva y, pisando la nieve recién caída, había ido hasta la linde del claro y derribado un pequeño abeto. Había arrastrado el abeto en la oscuridad hasta la pared del muro rocoso. Allí lo había puesto de pie, y, sosteniendo con una mano el tronco, le había ido despojando de todas las ramas. Luego, dejando éstas amontonadas, depositó el tronco desnudo sobre la nieve y volvió a la cueva para coger una tabla que había visto apoyada contra la pared. Con esa tabla había escarbado en la nieve al pie de la muralla rocosa y, sacudiendo las ramas para despojarlas de la nieve, las había dispuesto en filas, como si fueran las plumas de un colchón, unas encima de otras, hasta formar un lecho. Colocó luego el tronco a los pies de ese lecho de ramas, para mantenerlas en su sitio, y lo sujetó con dos cuñas puntiagudas, cortadas de la misma tabla.