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La apretó entre sus brazos y ella restregó su cabeza contra su barbilla.

Aparta los pies; los míos están muy fríos, Roberto.

. Ponlos aquí y se te calentarán.

No, no -dijo ella-. Ya se calentarán solos. Pero ahora dime en seguida que me quieres.

- Te quiero.

¡Qué bonito! Dímelo otra vez.

- Te quiero, conejito.

- ¿Te gusta mi camisón de boda?

- Es el mismo de siempre.

- Sí. El de anoche. Es mi camisón de boda.

- Pon tus pies aquí.

- No. Eso sería abusar. Ya se calentarán solos. No tengo frío. La nieve los ha enfriado y tú los sentirás fríos. Dímelo otra vez.

- Te quiero, conejito.

- Yo también te quiero y soy tu mujer.

- ¿Están dormidos?

_No -respondió ella-; pero no pude aguantar más. Y además, ¿qué importa?

- Nada -dijo él. Y sintiendo la proximidad de su cuerpo, esbelto, cálido y largo, añadió-: Nada tiene importancia.

- Ponme las manos sobre la cabeza -dijo ella- y déjame ver si sé besarte.

Preguntó luego:

- ¿Lo he hecho bien?

- Sí -dijo él-; quítate el camisón.

- ¿Crees que tengo que hacerlo? -Sí, si no vas a sentir frío. -¡Qué va! Estoy ardiendo. -Yo también; pero después puedes sentir frío. -No. Después seremos como un animalito en el bosque, y tan cerca el uno del otro, que ninguno podrá decir quién es quién. ¿Sientes mi corazón latiendo contra el tuyo? -Sí. Es uno sólo. -Ahora, siente. Yo soy tú y tú eres yo, y todo lo del uno es del otro. Y yo te quiero; sí, te quiero mucho. ¿No es verdad que no somos más que uno? ¿Te das cuenta?

- Sí -dijo él-. Así es.

- Y ahora, siente. No tienes más corazón que el mío.

- Ni piernas ni pies ni cuerpo que no sean los tuyos.

- Pero somos diferentes -dijo ella-. Quisiera que fuésemos enteramente iguales.

- No digas eso.

- Sí. Lo digo. Era una cosa que quería decirte.

- No has querido decirlo.

- Quizá no -dijo ella, hablando quedamente, con la boca pegada a su hombro-. Pero quizá sí. Ya que somos diferentes, me alegro de que tú seas Roberto y yo María. Pero si tuviera que cambiar alguna vez, a mí me gustaría cambiarme por ti. Quisiera ser tú; porque te quiero mucho.

- Pero yo no quiero cambiar. Es mejor que cada uno sea quien es.

- Pero ahora no seremos más que uno, y nunca existirá el uno separado del otro. -Luego añadió-: Yo seré tú cuando no estés aquí. ¡Ay, cuánto te quiero… y tengo que cuidar de ti!

- María…

- Sí.

- María…

- Sí.

- María…

- Sí, por favor.

- ¿No tienes frío?

- No. Tápate los hombros con la manta.

- María…

- No puedo hablar.

- Oh, María, María, María.

Volvieron a encontrarse más tarde, uno junto al otro, con la noche fría a su alrededor, sumergidos en el calor del saco y la cabeza de María rozando la mejilla de Robert Jordan. La muchacha yacía tranquila, dichosa, apretada contra él. Entonces ella le dijo suavemente:

- ¿Y tú?

Como tú -dijo él.

Sí -convino ella-; pero no ha sido como esta tarde.

- No.

Pero me gustó más. No hace falta morir.

- Ojalá -dijo él-. Confío en que no.

- No quise decir eso.

- Lo sé. Sé lo que quisiste decir. Los dos queremos decir lo mismo.

- Entonces, ¿por qué has dicho eso en vez de lo que yo decía?

- Porque para un hombre es distinto.

- Entonces me alegro mucho de que seamos diferentes.

- Y yo también -dijo él-; pero he entendido lo que querías decir con eso de morirse. Hablé como hombre por la costumbre. He sentido lo mismo que tú.

- Hables como hables y seas como seas, es así como te quiero.

- Y yo te quiero a ti y adoro tu nombre, María.

- Es un nombre vulgar.

- No -dijo él-. No es vulgar.

- ¿Dormimos ahora? -preguntó ella-. Yo me dormiría en seguida.

- Durmamos -dijo él sintiendo la cercanía del cuerpo esbelto y cálido junto a sí, reconfortante, sintiendo que desaparecía la soledad mágicamente, por el simple contacto de costados, espaldas y pies, como si todo aquello fuese una alianza contra la muerte. Y susurró-: Duerme a gusto, conejito.

Y ella:

- Ya estoy dormida.

- Yo también voy a dormirme -dijo él-. Duerme a gusto, cariño.

Luego se quedó dormido, feliz en su sueño.

Pero se despertó durante la noche y la apretó contra sí como si ella fuera toda la vida y se la estuviesen arrebatando. La abrazaba y sentía que ella era toda la vida y que era verdad. Pero ella dormía tan plácida y profundamente, que no se despertó.

Así es que él se volvió de costado y le cubrió la cabeza con la manta, besándola en el cuello. Tiró de la correa que sujetaba la pistola en la muñeca, de modo que pudiera alcanzarla fácilmente, y se quedó allí pensando en la quietud de la noche.

Capítulo veintiuno

Con la luz del día se levantó un viento cálido; podía oírse el rumor de la nieve derritiéndose en las ramas de los árboles y el pesado golpe de su caída. Era una mañana de finales de primavera. Con la primera bocanada de aire que respiró Jordan se dio cuenta de que había sido una tormenta pasajera de la montaña de la que no quedaría ni el recuerdo para el mediodía. En ese momento oyó el trote de un caballo que se acercaba y el ruido de los cascos amortiguado por la nieve. Oyó el golpeteo de la funda de la carabina y el crujido del cuero de la silla.

- María -dijo en voz baja, sacudiendo a la muchacha por los hombros para despertarla-, métete debajo de la manta.

Se abrochó la camisa con una mano, mientras empuñaba con la otra la pistola automática, a la que había descorrido el seguro con el pulgar. Vio que la rapada cabeza de la muchacha desaparecía debajo de la manta con una ligera sacudida. En ese momento apareció el jinete por entre los árboles. Robert Jordan se acurrucó debajo de la manta y con la pistola sujeta con ambas manos apuntó al hombre que se acercaba. No le había visto nunca.