El jinete estaba casi frente a él. Montaba un gran caballo tordo y llevaba una gorra de color caqui, un capote parecido a un poncho y pesadas botas negras. A la derecha de la montura, saliendo de la funda, se veían la culata y el largo cerrojo de un pequeño fusil automático. Tenía un rostro juvenil de rasgos duros, y en ese instante vio a Robert Jordan.
El jinete echó mano a la carabina, y al inclinarse hacia un costado, mientras tiraba de la culata, Jordan vio la mancha escarlata de la insignia que llevaba en el lado izquierdo del pecho, sobre el capote. Apuntando al centro del pecho, un poco más abajo de la insignia, disparó.
El pistoletazo retumbó entre los árboles nevados.
El caballo dio un salto, como si le hubieran clavado las espuelas, y el jinete, asido todavía a la carabina, se deslizó hacia el suelo, con el pie derecho enganchado en el estribo.
El caballo tordo comenzó a galopar por entre los árboles, arrastrando al jinete boca abajo, dando tumbos. Robert Jordan se incorporó empuñando la pistola con una sola mano.
El gran caballo gris galopaba entre los pinos. Había una ancha huella en la nieve, por donde el cuerpo del jinete había sido arrastrado, con un hilo rojo corriendo paralelo a uno de los lados. La gente empezó a salir de la cueva. Robert Jordan se inclinó, desenrolló el pantalón, que le había servido de almohada, y comenzó a ponérselo.
- Vístete -le dijo a María.
Sobre su cabeza oyó el ruido de un avión que volaba muy alto. Entre los árboles distinguió el caballo gris, parado, y el jinete, pendiente siempre del estribo, colgando boca abajo.
- Ve y atrapa a ese caballo -gritó a Primitivo, que se dirigía hacia él. Luego preguntó-: ¿Quién estaba de guardia arriba?
- Rafael -dijo Pilar desde la entrada de la cueva. Se había quedado parada allí, con el cabello peinado en trenzas que le colgaba por la espalda.
- Ha salido la caballería -dijo Robert Jordan-. Sacad esa maldita ametralladora, en seguida.
Oyó a Pilar que dentro de la cueva gritaba a Agustín. Lúego la vio meterse dentro y que dos hombres salían corriendo, uno con el fusil automático y el trípode colgando sobre su hombro; el otro con un saco lleno de municiones.
- Suba con ellos -dijo Jordan a Anselmo-. Échese al lado del fusil y sujete las patas.
Los tres hombres subieron por el sendero corriendo por entre los árboles.
El sol no había alcanzado la cima de las montañas. Robert Jordan, de pie, se abrochó el pantalón y se ajustó el cinturón. Aún tenía la pistola colgando de la correa de la muñeca. La metió en la funda, una vez asegurado el cinturón, y, corriendo el nudo de la correa, la pasó por encima de su cabeza.
«Alguien te estrangulará un día con esa correa -se dijo-. Bueno, menos mal que la tenías a mano.» Sacó la pistola, quitó el cargador, metió una nueva bala y volvió a colocarlo en su sitio.
Miró entre los árboles hacia donde estaba Primitivo, que sostenía el caballo de las bridas y estaba tratando de desprender el jinete del estribo. El cuerpo cayó de bruces y Primitivo empezó a registrarle los bolsillos.
- Vamos -gritó Jordan-. Trae ese caballo.
Al arrodillarse para atarse las alpargatas, Jordan sintió contra sus rodillas el cuerpo de María, vistiéndose debajo de la manta. En esos momentos no había lugar para ella en su vida.
«Ese jinete no esperaba nada malo -pensó-. No iba siguiendo las huellas de ningún caballo, ni estaba alerta, ni siquiera armado. No seguía la senda que conduce al puesto. Debía de ser de alguna patrulla desparramada por estos montes. Pero cuando sus compañeros noten su ausencia, seguirán sus huellas hasta aquí. A menos que antes se derrita la nieve. O a menos que le ocurra algo a la patrulla.»
- Sería mejor que fueses abajo -le dijo a Pablo.
Todos habían salido ya de la cueva y estaban parados, empuñando las carabinas y llevando granadas sujetas a los cinturones. Pilar tendió a Jordan un saco de cuero lleno de granadas; Jordan tomó tres, y se las metió en los bolsillos. Agachándose entró en la cueva. Se fue hacia sus mochilas, abrió una de ellas, la que guardaba el fusil automático, sacó el cañón y la culata, lo armó, le metió una cinta y se guardó otras tres en el bolsillo. Volvió a cerrar la mochila y se fue hacia la puerta. «Tengo los bolsillos llenos de chatarra. Espero que aguanten las costuras.» Al salir de la cueva le dijo a Pablo:
- Me voy para arriba. ¿Sabe manejar Agustín ese fusil?
- Sí -respondió Pablo. Estaba observando a Primitivo, que se acercaba, llevando el caballo de las riendas-: Mira qué caballo.
El gran tordillo transpiraba y temblaba un poco y Robert Jordan lo palmeó en las ancas.
- Le llevaré con los otros -dijo Pablo.
- No -replicó Jordan-. Ha dejado huellas al venir. Tiene que hacerlas de regreso.
- Es verdad -asintió Pablo-. Voy a montar en él. Le esconderé y le traeré cuando se haya derretido la nieve. Tienes mucha cabeza hoy, inglés.
- Manda a alguno que vigile abajo -dijo Robert Jordan-. Nosotros tenemos que ir allá arriba.
- No hace falta -dijo Pablo-. Los jinetes no pueden llegar por ese lado. Será mejor no dejar huellas, por si vienen los aviones. Dame la bota de vino, Pilar.
- Para largarte y emborracharte -repuso Pilar -. Toma, coge esto en cambio -y le tendió las granadas. Pablo metió la mano, cogió dos y se las guardó en los bolsillos.
- ¡Qué va, emborracharme! -exclamó Pablo-; la situación es grave. Pero dame la bota; no me gusta hacer esto con agua sola. Levantó los brazos, tomó las riendas y saltó a la silla. Sonrió acariciando al nervioso caballo. Jordan vio cómo frotaba las piernas contra los flancos del caballo.
- ¡Qué caballo más bonito! -dijo, y volvió a acariciar al gran tordillo-. ¡Qué caballo más hermoso! Vamos; cuanto antes salgamos de aquí, será mejor.
Se inclinó, sacó de su funda el pequeño fusil automático, que era realmente una ametralladora que podía cargarse con munición de nueve milímetros, y la examinó:
- Mira cómo van armados -dijo-. Fíjate lo que es la caballería moderna.
- Ahí está la caballería moderna, de bruces contra el suelo -replicó Robert Jordan-. Vámonos. Tú, Andrés, ensilla los caballos y tenlos dispuestos. Si oyes disparos, llévalos al bosque, detrás del claro, y ve a buscarnos con las armas, mientras las mujeres guardan los caballos. Fernando, cuídese de que me suban también los sacos; sobre todo, de que los lleven con precaución. Y tú, cuida de mis mochilas -le dijo a Pilar, tuteándola-. Asegúrate de que vienen también con los caballos. Vámonos -dijo-. Vamos.