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- Por aquí, pasando por tu puesto.

- ¡Ay, mi madre! -exclamó el gitano-. ¡Qué mala suerte tengo!

- Si no fueras gitano, te habría pegado un tiro.

- No, Roberto; no digas eso. Lo siento mucho. Fue por las liebres. Antes del amanecer oí al macho correteando por la nieve. No puedes imaginarte la juerga que se traían. Fui hacia el lugar de donde salía el ruido; pero se habían ido. Seguí las huellas por la nieve, y más arriba las encontré juntas y las maté a las dos. Tócalas, fíjate qué gordas están para esta época del año. Piensa en lo que Pilar hará con ellas. Lo siento mucho, Roberto. Lo siento tanto como tú. ¿Matásteis al de la caballería?

- Sí.

- ¿Le mataste tú?

- Sí.

- ¡Qué tío! -exclamó el gitano, tratando de adularle-. Eres un verdadero fenómeno.

- Tu madre -replicó Jordan. No pudo evitar el sonreírle-. Coge tus liebres y llévatelas al campamento, y tráenos algo para el desayuno.

Extendió una mano y palpó a las liebres, que estaban en la nieve, grandes, pesadas, cubiertas de una piel espesa, con sus patas largas, sus largas orejas, sus ojos, oscuros y redondos enteramente abiertos.

- Son gordas de veras -dijo.

- Gordas -exclamó el gitano-. Cada una tiene un tonel de grasa en los costillares. En mi vida he visto semejantes liebres; ni en sueños.

- Vamos, vete -dijo Robert Jordan-, y vuelve en seguída con el desayuno. Y tráeme la documentación de ese requeté. Pídesela a Pilar.

- ¿No estás enfadado conmigo, Roberto?

- No estoy enfadado. Estoy disgustado porque has abandonado tu puesto. Imagínate que hubiera sido toda una tropa de caballería.

- ¡Rediós! -exclamó el gitano-. ¡Cuánta razón tienes!

- Oye, no puedes dejar el puesto de ninguna manera. Nunca. Y no hablo en broma cuando digo que te pegaría un tiro.

- Claro que no. Pero te diré una cosa. Nunca volverá a presentarse en mi vida una oportunidad como la de estas dos liebres. Hay cosas que no ocurren dos veces en la vida.

- Anda -dijo Robert Jordan-, y vuelve en seguida.

El gitano recogió sus liebres y se alejó, deslizándose por entre las rocas. Robert Jordan se puso a estudiar el campo de tiro y las pendientes de las colinas. Dos cuervos volaron en círculo por encima de su cabeza y fueron a posarse en una rama de un pino, más abajo. Otro cuervo se unió a ellos y Robert Jordan, viéndolos, pensó: «Ahí están mis centinelas. Mientras estén quietos, nadie se acercará por entre los árboles.

¡Qué gitano! No vale para nada. No tiene sentido político ni disciplina, ni se puede contar con él para nada. Pero tendré necesidad de él mañana. Mañana tengo un trabajo para él. Es raro ver un gitano en esta guerra. Debieran estar exentos, como los objetores de conciencia. O como los que no son aptos para el servicio, física o moralmente. No valen para nada. Pero los objetores de conciencia no están exentos en esta guerra. Nadie está exento. La guerra ha llegado y se ha llevado a todo el mundo por delante. Sí, la guerra ha llegado ahora hasta aquí, hasta este grupo de holgazanes disparatados. Ya tienen lo suyo, por el momento.»

Agustín y Primitivo llegaron con las ramas, y Robert Jordan confeccionó un buen refugio para la ametralladora; un refugio que la haría invisible desde el aire y parecería natural visto desde el bosque. Les indicó dónde deberían colocar a un hombre, en lo alto de la muralla rocosa, a la derecha, para que pudiese vigilar toda la región desde ese lado, y un segúndo hombre desde un segundo lugar, para vigilar el único acceso que tenía la montaña rocosa por la izquierda.

- No disparéis desde arriba si aparece alguien -ordenó Robert Jordan-. Dejad caer una piedra, en señal de alarma, y haced una señal con el fusil de esta forma -y levantó el rifle, sosteniéndolo sobre su cabeza, como para resguardarla-. Para señalar el número de hombres, así -y movió el rifle de arriba abajo varias veces-. Si vienen a pie hay que apuntar con el cañón del fusil hacia el suelo. Así no hay que disparar un solo tiro hasta que empiece a hablar la máquina. Al disparar desde esa altura hay que apuntar a las rodillas. Si me oís silbar dos veces, venid para acá, cuidando de manteneros bien ocultos. Venid a estas rocas, en donde está la máquina.

Primitivo levantó el rifle.

- Lo he entendido -dijo-. Es muy sencillo.

- Arroja primero una piedra, para prevenirnos, e indica la dirección y el número de los que se acerquen. Cuida de no ser visto.

- Sí -contestó Primitivo-. ¿Puedo arrojar una granada?

- No, hasta que no haya empezado a hablar la máquina. Es posible que los de la caballería vengan buscando a su camarada sin atreverse a acercarse. Puede también que vayan siguiendo las huellas de Pablo. No queremos combatir si es posible evitarlo. Y tenemos que evitarlo por encima de todo. Ahora, vete allá arriba.

- Me voy -dijo Primitivo. Y comenzó a ascender por la muralla rocosa, con su carabina al hombro.

- Tú, Agustín -exclamó Robert Jordan-, ¿qué sabes acerca de la máquina?

Agustín, agazapado junto a él, alto, moreno, con su mandíbula enérgica, sus ojos hundidos, su boca delgada y sus grandes manos señaladas por el trabajo, respondió:

- Pues cargarla. Apuntarla. Dispararla. Nada más.

- No debes disparar hasta que estén a cincuenta metros, y cuando tengas la seguridad de que se disponen a subir el sendero que conduce a la cueva -dijo Robert Jordan.

- De acuerdo. ¿Qué distancia es ésa?

Como de aquí a esa roca. Si hay un oficial entre ellos;; dispárale primero. Después, mueve la máquina para apuntar a los demás. Muévela suavemente. No hace falta mucho movimiento. Le enseñaré a Fernando a mantenerla quieta. Tienes que sujetar bien el cañón, de modo que no rebote, y apuntar cuidadosamente. No dispares más de seis tiros de una vez, si puedes evitarlo. Porque al disparar, el cañón salta hacia arriba. Apunta cada vez a un hombre y en seguida apunta a otro. Para un hombre a caballo, apunta al vientre.

- Sí.

- Alguien debiera sostener el trípode, para que la máquina no salte. Así. Y debiera cargarla.

- ¿Y tú dónde estarás?

- Aquí a la izquierda, un poco más arriba, desde donde pueda ver lo que pasa y cubrir tu izquierda con esta pequeña máquina. Si vienen, es posible que tengamos una matanza. Pero no tienes que disparar hasta que no estén muy cerca.

- Creo que podríamos darles para el pelo. ¡Menuda matanza!

- Aunque espero que no vengan.

- Si no fuera por tu puente, podríamos hacer aquí una buena y después huir.