Sintió cómo Agustín, a su lado, comenzaba a toser, se contenía y tragaba con dificultad. Volvió la mirada hacia el cañón engrasado del fusil y por entre las ramas, con los dedos aún sobre las patas del trípode, vio que el jefe de la partida, haciendo girar a su caballo, señalaba las huellas producidas por Pablo. Los cuatro caballos partieron al trote y se internaron en el bosque, y Agustín exclamó: «¡Cabrones!»
Robert Jordan miró alrededor, hacia las rocas, en donde Anselmo había depositado el árbol.
El gitano se adelantaba hacia ellos llevando un par de alforjas, con el fusil terciado sobre la espalda. Robert Jordan le hizo señas para que se agachara y el gitano desapareció.
- Hubiéramos podido matar a los cuatro -dijo Agustín, en voz baja. Estaba sudando todavía.
- Sí -susurró Robert Jordan-; pero ¿quién sabe lo que hubiera sucedido después?
Entonces oyó el ruido de otra piedra rodando y miró atentamente alrededor. El gitano y Anselmo estaban bien escondidos. Bajó los ojos, echó una mirada al reloj, levantó la cabeza y vio a Primitivo elevar y bajar el fusil varias veces en una serie de pequeñas sacudidas. «Pablo cuenta con cuarenta y cinco minutos de ventaja», pensó Jordan. Luego oyó el ruido de un destacamento de caballería que se acercaba.
- No te apures -susurró a Agustín-; pasarán, como los otros, de largo.
Aparecieron en la linde del bosque, de dos en fondo, veinte jinetes uniformados y armados como los que los habían precedido, con los sables colgando de las monturas y las carabinas en su funda y penetraron por entre los árboles en la misma forma que lo habían hecho los otros.
- ¿Tú ves? -preguntó Robert Jordan a Agustín.
- Eran muchos -dijo Agustín.
- Hubiéramos tenido que habérnoslas con ellos de haber matado a los otros -dijo Robert Jordan. Su corazón había recuperado un ritmo tranquilo; tenía la camisa mojada de la nieve que se derretía. Tenía una sensación de vacío en el pecho.
El sol brillaba sobre la nieve, que se derretía rápidamente. La veía deshacerse alrededor del tronco de los árboles y delante del cañón de la ametralladora; a ojos vistas, la superficie nevada se desleía como un encaje al calor del sol, la tierra aparecía húmeda y despedía una tibieza suave bajo la nieve que la cubría.
Robert Jordan levantó los ojos hacia el puesto de Primitivo y vio que éste le indicaba: «Nada», cruzando las manos con las palmas hacia abajo.
La cabeza de Anselmo apareció por encima de un peñasco y Robert Jordan le hizo señas para que se acercase. El viejo se deslizó de roca en roca, arrastrándose, hasta llegar junto al fusil, a cuyo lado se tendió de bruces.
- Muchos -dijo-. Muchos.
- No me hacen falta los árboles -dijo Robert Jordan-. No vale la pena hacer mejoras forestales.
Anselmo y Agustín sonrieron.
- Todo esto ha soportado muy bien la prueba, y sería peligroso plantar árboles ahora, porque esas gentes van a volver y acaso no sean estúpidas del todo.
Sentía necesidad de hablar, señal en él de que acababa de pasar por un gran peligro. Podía medir siempre la gravedad de un asunto por la necesidad de hablar que sentía luego.
- Es un buen escondrijo, ¿eh?
- Sí -dijo Agustín-; muy bueno. Y que todos los fascistas se vayan a la mierda. Hubiéramos podido matar a cuatro. ¿Has visto? -preguntó a Anselmo.
- Lo he visto.
- Tú -dijo Robert Jordan, dirigiéndose a Anselmo, y tuteándole de repente-. Tienes que ir al puesto de ayer o a otro lugar que elijas, para vigilar el camino como ayer y el movimiento de tropas. Nos hemos retrasado. Quédate allí hasta que oscurezca. Luego vuelve y enviaremos a otro.
- Pero ¿y las huellas que voy a dejar?
- Toma el camino de abajo en cuanto haya desaparecido la nieve. El camino estará embarrado por la nieve. Fíjate si no hay mucha circulación de camiones o si hay huellas de tanques en el barro de la carretera. Eso es todo lo que podremos averiguar hasta que te instales para vigilar.
- Si usted me lo permite… -insinuó el viejo.
- Pues claro.
- Si usted me lo permite, ¿no sería mejor que fuera a La Granja y me informase de lo que pasó la última noche y enviara alguien para que vigilase hoy como usted me ha enseñado? Ese alguien podría acudir a entregar su informe esta noche, o podría yo volver a La Granja para recoger su informe.
- ¿No tiene usted miedo de encontrarse con la caballería? -preguntó Jordan.
- No, cuando la nieve se haya derretido.
- ¿Hay alguien en La Granja capaz de hacer ese trabajo?
- Sí. Para eso, sí. Podría ser una mujer. Hay varias mujeres de confianza en La Granja.
- Ya lo creo -terció Agustín-. Hay varias para eso y otras que sirven para otras cosas. ¿No quieres que vaya yo?
- Deja ir al viejo. Tú sabes manejar esta ametralladora y la jornada no ha concluido todavía.
- Iré cuando se derrita la nieve -dijo Anselmo-; y se está derritiendo muy de prisa.
- ¿Crees que pueden capturar a Pablo? -preguntó Jordan a Agustín.
- Pablo es muy listo -dijo Agustín-. ¿Crees que se puede cazar a un ciervo sin perros?
- A veces, sí.
- Pues a Pablo, no -dijo Agustín-. Claro que no es más que una ruina de lo que fue en tiempos. Pero no por nada está viviendo cómodamente en estas montañas y puede emborracharse hasta reventar, mientras otros muchos han muerto contra el paredón.
- ¿Y es tan listo como dicen?
- Mucho más.
- Aquí no ha mostrado mucha habilidad.
- ¿Cómo que no? Si no fuera tan hábil como es, hubiera muerto anoche. Me parece, inglés, que no entiendes nada de la política ni de la vida del guerrillero. En política, como en esto, lo primero es seguir viviendo. Mira cómo ha seguido viviendo. Y la cantidad de mierda que tuvo que tragarse de ti y de mí.